Galde 30, 2020/otoño. Lluís Torrens.-
Mi primer contacto con la renta básica fue hace 8 años, en mayo de 2012, cuando nos acercábamos a la supuesta hecatombe de los mercados financieros, que ya no compraban deuda pública española y estábamos a punto de ser rescatados. Mientras, las políticas de austeridad “expansiva” del PSOE primero y del PP estaban ya obteniendo sus resultados: 5,7 millones de parados oficiales que en realidad eran más de 9 si añadíamos el millón de emigrantes retornados o que se habían ido, el incremento del trabajo a tiempo parcial no deseado y los parados desanimados que ya se autodescartaban como buscadores de empleo en las encuestas. Se habían perdido 3 millones de puestos de trabajo desde el 2007, y aún se perdería casi un millón más hasta finales del 2013.
En mi grupo de decrecimiento y ecosocialista tratábamos de reflexionar sobre cuál había de ser una salida socialmente justa y sostenible ecológicamente a la crisis. Teníamos claro que reactivar la economía volviendo a generar una burbuja inmobiliaria era no solo imposible sino también indeseable. Y también que ya percibíamos que la devaluación competitiva salarial a la que nos obligaba nuestra pertenencia a la zona euro estaba consiguiendo en tiempo récord cuadrar las cuentas exteriores, a la vez que provocaba desplomes en los sueldos, sobre todo entre los jóvenes, y la aparición de un nuevo concepto en el vocabulario de la vulnerabilidad: los trabajadores pobres, mientras a la vez pasábamos del mileurismo al ochocientos-o-menos-eurismo.
Todo a consecuencia de un modelo económico basado en el ladrillo y en el sol y playa, como vía de escape a la progresiva desindustrialización del país de los años ochenta, y con la ventaja de que en la hostelería y la construcción el dinero negro es fácil de obtener y colocar. Sin olvidar la generosa aportación de fondos europeos, felizmente usados por las grandes constructoras del país para construir una red radial de transporte de rentabilidad negativa y vaciadora de la España interior en favor del agujero negro madrileño.
El poco desarrollado estado del bienestar español no parecía que necesitaba más. Con poca presión fiscal y mucha población propietaria de su vivienda, la pobreza era aguantable, lo que permitía pagar salarios bajos y competir en el escalón bajo de la especialización internacional: incluso los vehículos que fabricamos son las gamas bajas de los fabricantes multinacionales.
Pero si de algo no nos escapamos es del triste record de ser el país de la UE con más paro en las últimas décadas. De hecho, de los 50 países que la OCDE ha recogido estadísticas de tasa de paro en el período 2000-2019, sólo nos superan Macedonia del Norte y Sudáfrica. Además, observando la UE, existe una clara correlación positiva entre horas trabajadas y tasa de paro, o claramente negativa entre tasa de ocupación (empleos por habitante) y horas trabajadas. Así, en las dos últimas décadas (que incluyen un ciclo de 7-6-7 años de expansión-recesión-expansión) la tasa de paro media en España ha sido del 16% y la media europea 8,7%. Si nos fijamos en las horas trabajadas por trabajador, los tres países de la UE que trabajan menos fueron Alemania, Dinamarca y Holanda (1.430 horas anuales de media por trabajador en 2000-2019), mientras que en España se trabajó un 20% más: 1.660 horas. Y simultáneamente la tasa de paro media en estos tres países fue del 5,8% y la de ocupación del 72,8%, frente al 16% y 61% respectivamente de España. Quien niegue que se puede reducir el paro repartiendo el trabajo es que no la ha probado…o es que no quiere plantearse las verdaderas reformas estructurales que deberían hacerse para conseguirlo y que por supuesto no pasan por el mantra neoliberal del “la mejor política social es crear empleo, sea de la calidad que sea”.
¿Y cuáles son las reformas que nos acercarían al paro cero y, lo que es aún más deseable, la pobreza cero, sin cargarnos el planeta?
Y así, después de esta pregunta, emergió la propuesta de renta básica, no como panacea total sino como formidable volantazo para reenfocar la mayoría de los grandes problemas estructurales de la economía del Reino. En los años siguientes, y hasta ahora, parte de mi actividad ha sido ayudar a desarrollar la idea de la renta básica como solución viable, lo que ha pasado por ayudar a demostrar que se podía pagar (con una reforma fiscal que hace que los ricos paguen más) y que no se hundiría la oferta de trabajo, si acaso para los trabajos mal pagados, lo que haría que se pagaran mejor o se repartieran socialmente de otra manera.
No solo eso, la renta básica permitiría reducir y repartir el tiempo de trabajo remunerado y no remunerado. Si no, ¿cómo se explica que en Holanda el trabajo a tiempo parcial alcance el 50% del empleo, en Dinamarca el 24% y en Alemania el 27%, frente al 14% de España? Solo unos buenos salarios y unas buenas prestaciones sociales a las familias permiten este desenganche progresivo del trabajo. Por poner tres datos, en Holanda su gobierno gasta en prestaciones sociales a familias y personas en riesgo de exclusión social 5 veces más per cápita de lo que se gasta en España (con una tasa de paro tres veces menor que la española); en Alemania hay una prestación universal por hijo a cargo de más de 200 euros mensuales; y en Dinamarca la prestación mínima para desempleados supera los 2000 euros mensuales equivalentes. Ah, y Holanda y Dinamarca disfrutan de los mejores sistemas de pensiones del mundo en donde el primer tramo es universal y no depende de los años cotizados sino únicamente resididos ahí.
Así, la combinación reparto del trabajo y renta básica aparece como la mejor solución para:
- Garantizar la erradicación de la pobreza desde el primer minuto. Obviamente combinada con el resto de políticas del estado de bienestar universales como son el acceso a la sanidad y la educación de calidad (incluida la universitaria), la atención a la dependencia y el acceso a la vivienda.
- Ejercer el derecho al trabajo digno. Ya sabemos que la renta básica eleva el salario de reserva, que constituye una formidable caja de resistencia ante la precarización del mercado laboral, y que permite planificar la carrera laboral según el ciclo vital y lanzarse a los propios proyectos. No fue casualidad que los profesionales de la cultura apoyaran hace unos meses la renta básica, como también el colectivo LGTBi.
- Alcanzar la plena ocupación gracias a que la combinación de trabajo repartido y renta básica permite garantizar unos ingresos dignos y mantener los incentivos a encontrar trabajo, eliminando las trampas de la pobreza y precariedad de los subsidios limitados.
- Y, como consecuencia, no dualizar la sociedad entre trabajadores y subsidiados en paro: todos podemos serlo, trabajar y sentirnos seguros. Y si decidimos trabajar, como el 95% de la población en edad de trabajar querrá hacer según todas las encuestas y estudios, ser recompensados adecuadamente.
¿Y por qué no avanzamos simplemente a un modelo de bienestar nórdico o centroeuropeo, como los que vemos que tienen estos países que reparten el trabajo? Pues porque las enormes transformaciones del modelo productivo van a hacer inevitable a medio plazo un avance hacia los sistemas universales de garantía de rentas, como se ha hecho en educación y salud, si es que se quiere alcanzar a toda la población y acabar efectivamente con la pobreza. Y porque la pobreza sale cara a la larga: el coste sanitario, el coste social y de pérdida de talento es enorme en comparación a lo que cuesta evitar que la gente acabe en la indigencia.
No solo eso, en nuestro país ya hemos experimentado el fracaso de todo tipo de rentas mínimas. Ni siquiera las mejores acaban con la pobreza ni el sufrimiento de los que están bajo continuo escrutinio de las autoridades pagadoras, y sujetos a las arbitrariedades del sistema, que nunca podrá recoger todas las casuísticas que afectan a un individuo.
Y si no somos capaces ni siquiera de organizar un sistema de ingreso mínimo que solo debía llegar a 850.000 familias, menos de una cuarta parte de la población por debajo del umbral de riesgo de pobreza o con privaciones severas, ¿cómo podemos pensar en organizar un sistema de trabajo garantizado, o sea un macroplan de ocupación que emplee a los más de 3 millones de parados oficiales que había antes de la pandemia, más los más de 2 millones trabajadores a tiempo parcial que quieren trabajar a tiempo completo, más los trabajadores forzados a ser autónomos, más los desanimados, los que no tienen papeles, los afectados por la pandemia, etc.. Ni sabemos organizarlo (por ejemplo, ¿qué trabajos harían?) ni por supuesto pagarlo (saldría mucho más caro que cualquier modelo de renta básica).
Para concluir, llevamos décadas de liberalización del mercado laboral, de abaratamiento de las condiciones de despido, de reducción de costes de la protección social, en resumen de muchos experimentos sociales a la supuesta búsqueda de la eficiencia del gasto público (que no se vaya el dinero por el sumidero, que dice el ministro Escrivá), evitando falsos positivos a costa de millones de falsos negativos, que no han resuelto el problema estructural del modelo productivo y social del Reino y mucho menos la pobreza y la desigualdad. Creo que ha llegado el momento de pasarnos al lado de las soluciones.
Lluís Torrens. Economista, miembro de la Red Renta Básica y de la Asociación Revo Prosperidad Sostenible.