Garantizar la libertad es pretender demasiado. Seguramente el título del anteproyecto constituye una declaración de principios, pero la realidad es que el texto no habla de libertad sino de violencias sexuales; y no puede ser de otro modo. También es cierto que, si bien se dirige a las víctimas (art. 1.1), aparentemente no se centra en el castigo a los agresores.
Por otro lado, en la respuesta integral que se ofrece a la violencia sexual se abordan cuestiones esenciales como la prevención y sensibilización, la detección, la formación profesional, así como la asistencia integral y el acceso a la justicia, o el derecho a la reparación. Todos ellos aspectos esenciales en un abordaje global del fenómeno de la violencia sexual.Aspectos imprescindibles, pero no novedosos, porque esta norma sigue el mismo esquema que la Ley Integral frente a la Violencia de Género (LIVG) de 2004. Aunque no se ha realizado, en relación con esta ley, la evaluación que su texto prometía, podemos sacar algunas enseñanzas de su andadura. Así, siendo evidente que esta ley supuso un avance innegable y que muchas mujeres se han liberado de situaciones de violencia gracias a las medidas que articula, también ha tenido desaciertos; el principal de ellos el excesivo protagonismo que concede a la respuesta penal frente a la violencia sexista en la pareja.
Puede pensarse, con razón, que el anteproyecto que ahora nos ocupa es diferente. Mientras que la LIVG dedica más de la mitad de su articulado a la tutela penal y judicial, en el nuevo texto la reforma del Código Penal (CP) se relega a una Disposición final. Parece que cambia el enfoque, pero ¿es así? No es casualidad que los medios de comunicación hayan centrado su atención en la reforma de los tipos penales. La cuestión criminal posee una evidente fuerza centrípeta que tiende a absorberlo todo; ocurre también que en el origen de este anteproyecto se hallan casos muy mediáticos de agresiones sexuales en los que se ha cuestionado la respuesta judicial.Los sesgos sexistas detectados en las sentencias han generado movilizaciones feministas y reivindicaciones de cambios legales, a los que el anteproyecto quiere dar respuesta, pero me parece importante advertir del riesgo: es muy probable que, nuevamente, la reacción frente a los ataques a la libertad sexual pivote sobre el sistema penal.
Se me dirá, ante este temor, que la futura ley prevé la llamada «protección sin denuncia», es decir, que la acreditación de las situaciones de violencia sexual -y el consecuente reconocimiento de derechos a quienes las padezcan- no se obtendrá sólo en la vía penal, sino que pueden acreditarse por los servicios sociales, servicios de acogida, etc. Perfecto, si no fuese porque esa previsión es muy similar a la actual redacción del art. 23 de la LIVG. La posibilidad de acreditar la situación de violencia por cauces distintos a los penales fue la principal novedad del Pacto de Estado contra la Violencia de Género de 2017, y casi su única medida no punitiva. Y ¿qué ha sucedido con ella? Que sigue pendiente de desarrollo reglamentario; no se ha articulado. Hay que reconocer que hacerlo no es sencillo, pero es necesario y urgente.
Ante el riesgo de que la garantía integral que ahora se propone vuelva a centrarse en el sistema penal, surge una pregunta: si lo que se quiere es mejorar la atención a las víctimas de violencias sexuales, ¿por qué no se legisla sobre eso? Pienso que la atracción de lo penal es demasiado poderosa. Y parte de su atractivo reside en que cambiar la letra del CP resulta -a corto plazo- mucho más barato que poner en marcha los recursos y servicios necesarios para proteger y reparar a las víctimas.
Sobre este tema, hay otra cuestión que no queda clara en el anteproyecto.Me refiero a quiénes son las personas a las que se garantiza la protección frente a la violencia sexual. Aunque en la Exposición de Motivos (EM) se insiste en la idea de que dicha violencia afecta de manera específica y desproporcionada a las mujeres y a las niñas, el art. 1 utiliza una fórmula un tanto ambigua al señalar que la ley tiene por objeto la protección integral del derecho a la libertad sexual mediante la prevención y la erradicación de todas las violencias sexuales contra las mujeres, las niñas y los niños, en tanto que víctimas fundamentales de la violencia sexual. Ello se reitera en el art. 3.2, al establecer el ámbito subjetivo de la ley, así como en el art. 32, que señala que son esas personas (mujeres, niñas y niños) quienes tienen derecho a la asistencia integral especializada. En relación con otros derechos (por ejemplo, a la información, art. 33) se habla de las víctimas de violencias sexuales, en general, dando a entender que se incluye a todas las personas…
La redacción de este anteproyecto es más clara que la del anterior, donde había más referencias a todas las víctimas, sin distinción de género, pero sigue percibiéndose cierta ambigüedad respecto a quiénes se reconocen derechos y cuáles.No puedo profundizar en el tema, pero pienso que la inclusión de las niñas y niños en el ámbito de tutela no es un acierto. Por un lado, los y las menores tienen necesidades específicas de atención que pueden surgir también cuando sufran otros delitos (maltrato familiar, por ejemplo), por lo que reducir la protección sólo a la violencia sexual parece no adecuado. Por otro lado, desde el punto de vista simbólico, dar un tratamiento conjunto a mujeres y menores provoca cierta identificación de ambos colectivos, reforzando el estereotipo de las mujeres como seres vulnerables, incapaces de protegerse por sí mismas.Creo que, a la larga, resulta más eficaz responder a las necesidades de las personas, con independencia de la causa que las haya originado (ser víctima de un delito o de la injusticia estructural del patriarcado capitalista), y siempre con perspectiva de género. Pero este es otro tema.
Volviendo a la reforma penal, y en cuanto a la unificación en un solo delito de las anteriores agresiones y abusos sexuales, creo que el cambio de nombre era necesario. Ahora bien, generar un único tipo penal que abarca conductas de tan diferente gravedad -desde un tocamiento por sorpresa hasta una violación múltiple- provoca una enorme inseguridad jurídica que no favorece a nadie. Al respecto, cabe recordar que el sistema penal carece de momentos procesales, e incluso de lenguaje, para permitir a las víctimas explicar sus vivencias y el sufrimiento experimentado, de modo que serán las y los jueces quienes, desde su esquema cognitivo e ideológico, determinen, dentro del amplio margen legal, la relevancia de la agresión.
Y no es esperable que la desaparición de la línea (siempre difusa) entre el abuso y la intimidación elimine los actuales problemas probatorios ni que, por sí misma, evite la victimización secundaria, como afirma la EM. El tema es más complejo y tiene que ver con los estereotipos de género todavía vigentes en la sociedad y en la mente de quienes juzgan. Esto es lo que urge cambiar.
Para terminar y aunque sólo puedo enunciarlo, detecto en la futura ley bastantes rasgos de la actual tendencia expansiva de lo penal: aparecen nuevas agravantes de aplicación automática y nuevos delitos muy cuestionables; se aumentan medidas penales de imposición obligatoria… En resumen, que se pretende proteger mejor, pero siempre se acaba castigando más.
Miren Ortubay Fuentes. Profesora de Derecho Penal y experta en violencia sexista.