Una propuesta desde la filosofía política
Galde 38, udazkena 2022 otoño. Eduardo Maura.-
Cada vez hablamos más de corrientes y epidemias, de olas y golpes, de incendios y crisis. Por un lado, son palabras con una connotación de puntualidad, como sucesos que ocurren extraordinariamente y podemos diferenciar, por tanto, de la normalidad; pero también, por el otro, con una engañosa dimensión dinámica: lo peligroso de una ola, una onda o un golpe, es lo que tiene de imprevisible, su capacidad de sorprendernos. Cuando Daniel Innerarity habla de “sociedad de las crisis”, entiendo que se refiere a que nos hallamos en una época en la que las olas, ondas y crisis se suceden a tal ritmo que, más que excepcionalidad, generan una paradójica sensación de continuidad angustiosa.
Según este diagnóstico, las sociedades contemporáneas, a pesar de su fantástica especialización productiva y de su potencial tecnológico, se enfrentan a problemas que las desbordan porque no pueden resolverse por separado:
Tenemos unas instituciones que resuelven relativamente bien problemas aislados —de acuerdo con el esquema de la diferenciación—, que fracasan cuando se trata de un problema que implica a varios ámbitos y lógicas sociales y que naufragan estrepitosamente cuando ese problema afecta a la totalidad de la sociedad, es decir, cuando no se trata propiamente de gestionar un problema sino una crisis.
Por supuesto, la angustia, igual que el dolor, la violencia y la pobreza, está desigualmente repartida. En qué parte del mundo nos toca vivir la(s) crisis, en qué contexto social, da como resultado una experiencia radicalmente diferente. Una experiencia que cabe llamar “segregada”, en el doble sentido de marginación (para quienes más sufren las consecuencias socioeconómicas y culturales) y de aislamiento (de la experiencia informativa y de los contenidos digitales que consumimos), hasta el punto de que cuesta pensar que se trate de la misma guerra, la misma crisis, la misma angustia.
Asimismo, cabe pensar que no solo, pero sobre todo en el nivel de las políticas públicas y la coordinación internacional, la imagen de impotencia e ineficacia de los líderes y los estados ha alcanzado el rango de “cultura ordinaria”, de premisa inconsciente de la vida cotidiana. Más que algo puntual, la impresión de incapacidad individual y colectiva produce un bloqueo de la imaginación, una sobrecarga permanente.
En el contexto de la Francia de entreguerras, el filósofo Henri Bergson llamó “función fabuladora” a la capacidad humana de sobreponerse a los problemas e inquietudes que no conseguimos resolver con nuestra inteligencia. A su entender, la función de la inteligencia humana es esencialmente activa y resolutiva, no contemplativa y especulativa, y su principal plasmación son las herramientas de intervención en la materia y el entorno de las que nos hemos dotado precisamente como seres inteligentes. Esto incluye los problemas causados por la propia inteligencia cuando se vuelve conflictiva, pues los seres inteligentes, por más que nos dotemos de lenguajes, ciencias, religiones y culturas compartidas, no estamos exentos de antagonismo. Singularmente, entramos en conflicto cuando la inteligencia aconseja el egoísmo y la violencia para resolver una determinada situación social problemática, decisión comprensible en términos de mera racionalidad instrumental, pero no necesariamente buena para la mayoría. Ni siquiera para quien la toma, pues tiene efectos disolventes en la sociedad que se trataba de reparar.
La función fabuladora interviene de la misma manera que el instinto en otros animales. Es una forma de resolver los conflictos, no una estrategia comunicativa, un relato o una historia tranquilizadora. No por ser “fabuladora” debemos pensarla como separada de la vida práctica, reduciéndola al ámbito de la apariencia o de la emoción. Valga un ejemplo de Bergson mismo, la inteligencia de los seres humanos primitivos pronto comprendió que todos los seres vivos morían, ellos incluidos. La inevitabilidad de la muerte, que era una tremenda fuente de angustia para la inteligencia, que planteaba un problema que no podía resolverse sin violencia entre los miembros de la comunidad, fue equilibrada por la función fabuladora a través de la idea de la vida después de la muerte.
Esta idea es una representación humana igualmente inteligente, solo que diseñada desde otro lugar para compensar el poder disolvente de una inteligencia atascada, en este caso ante el muro insalvable de la finitud. De ahí que la vida después de la muerte se convirtiera en piedra angular de la práctica totalidad de los cultos y religiones conocidas, así como de la cultura cotidiana de la intuición y el simbolismo, plagada de “presencias eficaces” que nos orientan cotidianamente.[1]
Me gustaría aportar a la discusión sobre la crisis actual la necesidad de retomar la función fabuladora, solo que, siguiendo el consejo de Gilles Deleuze, dotándola de un sentido político.[2] Si queremos seguir viviendo en sociedades democráticas, complejas y diferenciadas, pero también vivibles para la mayoría, me parece urgente invertir tiempo y recursos en nuestras capacidades resolutivas “con perspectiva fabuladora”, complementariamente al ámbito de las políticas públicas y las aplicaciones tecnológicas.
Esto no debe confundirse con una exageración de la cultura como espacio ideal de consenso. La cultura humana, tanto sus obras maestras como sus formas de vida cotidianas, ha sido históricamente un espacio tanto de creación y libertad como de desigualdad y conflicto. No se trata de filtrar las impurezas de la política y la economía, de contraponer la música a la guerra, los museos a las pandemias, los libros a la polarización. Esto, como sabemos por décadas de experiencia en políticas culturales, en el mejor de los casos desplaza el conflicto, pero no lo aborda en su escala real ni lo tramita libidinal y políticamente.
La función fabuladora, al contrario, es una manera práctica de reconocer sin bloquearnos que ninguna inteligencia, tampoco una sobrehumana, estaría en condiciones de saber hacia dónde caminamos y si hay solución a nuestras catástrofes. Lo que nos aporta la función fabuladora es una avenida hacia lo que somos capaces de hacer cuando creamos nuestro propio camino y decidimos transformarnos como sociedad, incluso si sentimos que, al hacerlo, la inteligencia nos falla. Nos ofrece un vistazo a lo que sigue siendo posible cuando, en pleno bloqueo de la imaginación, la única salida parece el cinismo egoísta, ese impostor que se hace pasar por la Inteligencia con mayúsculas, pero que es solo su cara triste, disolvente y menos resolutiva. Nos permite contrarrestar la tentación nostálgica de una época en la que el reparto de la violencia y el sufrimiento nos era más favorable y en la que los grandes hombres supuestamente eran capaces de sacarnos del apuro. Nada más falso, pues si una pregunta, un conflicto sigue entre nosotros es porque nunca fue resuelto.
En un importante texto de 2010 titulado “¿Qué es la barbarie?”, Robert Hullot-Kentor ha planteado que el problema de las sociedades modernas “no es lo que hemos perdido, sino lo que no hemos sido capaces de encontrar”.[3] En efecto, encontrar soluciones para nuestros problemas, más que a un sofisticado plan o un golpe de genialidad, se parece a abrir la lata del presente a golpe de función fabuladora.
Eduardo Maura.
Profesor de la Universidad Complutense de Madrid