David de Ugarte.
«Cuando hace casi diez años empezaba a discutir con mis compañeros lo que luego sería El poder de las redes, nadie hubiera pensado que unos años más tarde por redes sociales se entendería un conjunto de servicios centralizados en manos de mega corporaciones en oscura promiscuidad con el gobierno de Estados Unidos. Y eso que por aquel entonces todos nos llamaban «los ciberpunks«. Para profundizar en estas cuestiones, el autor recomienda su libro Los futuros que vienen (disponible en descarga gratuita).
Y es que resultaba inimaginable que algo como lo que luego fue Facebook -y cuyas primeras formas como Friendster o Orkut empezaban a ensayarse sin demasiado éxito- pudiera llegar a soñar siquiera con sustituir a la Red, esa Red con mayúsculas por distribuida, promesa de distribución del poder, que había sido nuestra casa y nuestro campo de batalla los diez años anteriores.
Así que me gustaría comenzar rescatando las ideas fuertes desde las que en aquellos años (1996-2007) los ciberpunks pensamos Internet como un espacio político.
El siguiente gráfico fue creado por Paul Baran para fundamentar la estructura de un proyecto que más tarde se convertiría en Internet.
La primera es la idea de base del que seguramente haya sido el más poderoso de nuestros esloganes (y «slogan» en gaélico escoces no es otra cosa que un grito de guerra, un irrintzi): Tras toda arquitectura informacional se esconde una estructura de poder.
Si observamos atentamente, los tres gráficos unen los mismos puntos de diferente manera. Estas tres disposiciones –técnicamente llamadas topologías– describen tres formas completamente distintas de organizar una red: centralizada, descentralizada y distribuida. La idea central subyacente en nuestra argumentación es que la clave para poder explicar la gran mayoría de los nuevos fenómenos sociales y políticos a los que nos enfrentamos -y para evaluar el sentido político de cualquier herramienta digital- consiste en entender la diferencia entre un mundo en el que la información se distribuye en una red descentralizada y otro en el que lo hace en una red distribuida, por lo que recomendaría que el lector marcara esta página y volviera a ella cada cierto tiempo.
Pero volvamos a su autor original. En 1964 Paul Baran había recibido un importante encargo de la RAND Corporation, el think tank científico de la defensa norteamericana: describir qué estructura debían de tomar las comunicaciones de datos para sobrevivir a la primera oleada de un ataque nuclear soviético.
Baran se dió cuenta de que en una red centralizada, la desconexión del nodo central destruye inmediatamente toda la red. Una red descentralizada era en cambio mucho más robusta: al eliminar uno de los nodos localmente centralizadores la red no desaparecía completamente aunque algunos nodos quedaban desconectados y generalmente la red se rompiera en varios trozos. Baran se preguntó si no era posible definir una red cuya característica principal fuera que al eliminar cualquier nodo ningún otro quedara desconectado. Llamó a este tercer tipo «redes distribuidas» y propuso su uso para conectar entre si los ordenadores de las grandes universidades que habían recibido fondos de investigación de la defensa. Esa red, DARPANet, se conocería más adelante como Internet.
Pero donde Baran veía ordenadores y cables, nosotros veíamos todo un relato histórico. A la época de las comunicaciones centralizadas -el correo de postas- correspondían el periódico local, el club de la revolución francesa, el estado absoluto y la república jacobina. Mientras que a la revolución del telégrafo debíamos el sistema mediático contemporáneo (agencias, periódicos nacionales, ediciones locales), los partidos y sindicatos de masas implantados en el territorio, la interconexión de las bolsas, la empresa multinacional y el estado democrático federal.
¿Qué traería un mundo basado en redes de comunicación distribuidas como Internet? El fin del poder de filtro sobre la información y el estallido de las grandes agendas públicas nacionales en universos de agendas comunitarias. En una palabra, el fin del encuadramiento nacional de la conversación social y, al alimón, el de las trabas al comercio de inmateriales. Pero también el fin de la propiedad intelectual, de la empresa autoritaria, de los incentivos basados exclusivamente en el salario y hasta del sistema educativo al uso.
Recordar que bajo toda arquitectura de información se escondía una estructura de poder suponía dotar de sentido político a la explosión del uso social de Internet que comenzaba en la segunda mitad de los noventa.
El futuro influye más en el presente que el pasado decía otro eslogan del grupo ciberpunk en aquellos años. La burguesía que tradicionalmente había despreciado los valores del hacker empieza a sentirse azorada por las grandiosas expectativas de un futuro cibernético. Expectativas infladas, y un total desconocimiento de la cibercultura y lo que representaba, se convirtieron en la fórmula de una especulación ansiosa y descontrolada: la burbuja puntocom. Páginas web que compraban cadenas consolidadas de medios, portales de proveedores que salían a bolsa… el despropósito parecía no tener fin. Hasta que el NASDAQ comenzó a caer entre ayes y maldiciones, demostrada la imposibilidad de monetarizar aquellas inversiones desaforadas.
Los inversores clamaban contra la misma estructura de la red y su neutralidad, que impulsaba una oferta prácticamente ilimitada a la que los usuarios podían acceder en igualdad de condiciones sin tener en cuenta el capital inicial de los promotores de un sitio u otro. De hecho la mayoría del tráfico empieza pronto a dispersarse por una pléyade de páginas personales y blogs que, casi de modo orgánico, imponen una cultura de la gratuidad y un redescubrimiento de las ideas de comunal y comunidad.
Los valores de la ética hacker, que habían dado lugar años atrás al movimiento de derechos civiles en la red y al -entonces todavía minoritario, pero creciente- movimiento del software libre, se trasladan a la generación de contenidos. La blogsfera materializa el sueño de un gran medio de comunicación distribuido y hasta los periódicos -que en un principio se sienten amenazados- comienzan a abrir bitácoras para sus periodistas y opinadores habituales.
La emergencia de la blogsfera no hará esperar sus consecuencias políticas. Manila en 2001, Madrid en 2004 o París en 2005 son la piedra de toque de un nuevo tipo de movilización de masas que no necesita de partidos, nace de la deliberación espontánea en Internet y se moviliza usando teléfonos móviles que calcan en sus agendas el punto fino de la red social real.
Bajo la arquitectura distribuida de las nuevas formas de comunicación se escondía una estructura nueva de poder basada en la deliberación más que en la decisión, en la agregación espontánea de acciones individuales antes que en la votación colectiva. Se teoriza entonces la plurarquía y lo que Juan Urrutia había llamado, en un ensayo de 2001 publicado entonces en Ekonomiaz, la lógica de la abundancia.
Es el momento álgido de la promesa de las redes distribuidas, un mundo donde el poder de filtro de las élites se desmorona ante una sociedad que, de alguna manera, al virtualizar su conversación, se independiza de la capacidad disciplinaria y homogeneizadora de los media y el estado.
En apenas una década, las redes distribuidas habían impuesto modos alternativos de generar y distribuir información, productos culturales y conocimiento técnico; su extensión social había abierto paso a nuevas formas nuevas formas de movilización y estas habían a su vez generado terremotos políticos.
Parecía inminente un impacto económico profundo y, de hecho, desde finales de los noventa las industrias ligadas a la llamada propiedad intelectual (software, audiovisual, farmacéuticas, etc.) venían anticipando los desastres que -para ellas- se avecinaban y proponiendo leyes dique contra el cambio sociotecnológico.
La unión de redes distribuidas y globalización, la globalización de los pequeños, parecía imparable. Nos sentíamos en el albor de un nuevo sistema y en cierto sentido, lo estábamos.
Y llegamos a 2007, el año de la gran celebración dospuntocerista: se multiplican los congresos y conferencias en todo el mundo, los medios hablan continuamente de la Wikipedia y aunque todavía siguen hablando de blogs, empiezan a recoger noticias sobre los primeros pasos de Twitter y el crecimiento de Facebook. La búsqueda «web 2.0» alcanza su máximo histórico según las gráficas de Google Trends, a partir de ahí dibujará una escarpada bajada. El iPhone de Apple sale al mercado. La recentralización de lo que todavía era basicamente distribuido parecía una fiesta de sociedad hasta arriba de coca y llena de periodistas.
Es también año de presidenciales en Francia. Sarkozy quiere ganar la batalla de la red. Un mapa publicado entonces muestra a los más de 80.000 blogs que apoyan al candidato. A la cabeza de ellos el famoso bloguero Loïc LeMeur aporta el conocimiento del terreno y el prestigio hacker con el que el candidato quiere resarcirse del susto de las ciberturbas de 2005. Pero el sistema político europeo no es como el americano: las redes no están para recoger fondos, sino para expresar adhesión. No ponen en jaque a los viejos aparatos electorales, que a diferencia de en EEUU no les necesitan para ganar independencia de los grandes contribuyentes, sino que los refuerzan a la manera de una hinchada futbolística. Y la vieja guardia se da cuenta. Tras la campaña se pulsa el botón de apagado.
El día después de las elecciones presidenciales, las gigantescas redes de blogs de ambos candidatos se deshinchan rápidamente. Un sabor agridulce queda incluso entre los seguidores del nuevo presidente. El aparato político, sin embargo, está encantado. Creen haber encontrado una forma de incluir la red en la campaña que la concibe como el aparato de una provincia periférica más. El coste invisible habrá de pagarse más tarde, cuando al intentar legislar sobre Internet, grandes sectores de la blogsfera no se sientan ya comprometidos con el presidente y se dediquen a erosionar su popularidad.
No obstante, un nuevo modelo se está asentando. Tan sólo unos meses después, en enero de 2008, las primarias estadounidenses serán una campaña basada en el prejuicio en la cual a la red no le queda otro papel que el de mero canal para alimentarlo. Romney, Obama y Clinton no salen indemnes. La comunicación política en red se entiende, desde un malévolo infantilismo, como terreno de video-maledicencia y juego de cromos. En ese marco, lo realmente novedoso de la campaña en red de Obama fue unir las técnicas recaudadoras que los demócratas habían ensayado en 2004 con la concepción de hinchada en red de Sarkozy, en una cultura de la adhesión a la que servicios como Facebook se ajustan como un guante.
Adhesión. Esta es la clave de la comunicación y la política en Facebook. La palabra pertenece en ella al líder, que por primera vez se comunica directamente con una masa de adherentes que ya no viven en foros y blogs, sino en pequeñas fichas donde el tamaño mismo de los mensajes difícilmente permite generar reflexiones alternativas y espacios deliberativos autónomos.
Tras la victoria presidencial, Obama escenifica su resistencia a dejar la Blackberry. Hay mucho contenido y densidad simbólica en este gesto. A diferencia de Sarkozy, el líder no quiere dejar la red. Quiere seguir comunicándose directamente con ella. A fin de cuentas, el modelo no es ya el de la emergencia y efervescencia conversacional que asustaba a los aparatos. Se ha convertido, y es el mérito de Obama haberlo entendido, en unidireccional. En una radio alternativa que el presidente pretende utilizar como un nuevo Roosevelt. El país, el pueblo, se ha convertido en un recipientario homogéneo que escucha directamente al hombre que representa la esperanza y habla cada vez más con lenguaje papal, situándose discursivamente por encima de la política. 2008 parece 1932 sin hiperinflación.
Los nuevos servicios estrella serán pronto jaleados por los medios tradicionales. La campaña presagia ya una estrategia de recentralización de la red en la que Google ha sido pionera. La cultura de la red, que ya había pasado de la interacción de la blogsfera al participacionismo de la Wikipedia, se precipitaba hacia un escalón aún más bajo: la cultura de la adhesión.
La metáfora ciberpunk de las topologías de red ha de ser leída en sentido contrario. De 2002 a 2005 los relatos de futuro se construían a partir de la blogsfera (una red distribuida) y de la experiencia y consecuencias sociales de la cultura de la interacción que llevaba pareja y que, a las finales, no era sino la experiencia social de la plurarquía en un entorno definido por la lógica de la abundancia.
De 2005 a 2007, los años del dospuntocerismo, el foco mediático recaerá sobre la Wikipedia, Digg y otros servicios web participativos: agregadores de contenidos cuyo crecimiento insinúa una arquitectura de red descentralizada. Discursos que exaltan la cultura de la participación. Pero participar no es interactuar. Se participa en lo de otro, se interactúa con otros. Los nuevos servicios dospuntoceristas se piensan desde la generación artificial de escasez: votar, decidir entre todos los que pasen por ahí la importancia de una noticia o la relevancia de una entrada enciclopédica y, sin tener en cuenta la identidad o los intereses de nadie, producir un único resultado agregado para todos. Todo se justifica sobre el discurso dospuntocerista. El rankismo y el participacionismo se convierten en arietes de una mirada sobre la red donde se recupera la divisoria entre emisores y receptores.
Pero, desde 2008, Facebook y Twitter, dos redes centralizadas basadas en la cultura de la adhesión, se convierten, en parte gracias al tranquilizador reenfoque obamista, en los favoritos de la prensa del mundo. Sus usuarios crecen exponencialmente y hasta el Departamento de Estado recomienda a los disidentes iraníes que los utilicen -en lugar de los blogs- para coordinar sus protestas. Los ciberactivistas chinos pronto descubrirán lo fácil que es censurar o eliminar cualquier medio de comunicación centralizado. Fan-Fou, la versión local de Twitter, se cierra de la noche a la mañana durante los conflictos étnicos en el oeste del país. In-Q-Tel, el fondo de inversiones de la CIA, centra sus inversiones en empresas dedicadas a espulgar y analizar la ingente cantidad de información centralizada por los cada vez más masivos libros de cromos del siglo XXI.
En tan sólo ocho años, la evolución de la Web 2.0 había conseguido revertir -al menos en parte- el desastre que el fracaso de las puntocom supuso para los que querían dominar la red sin asumir los valores de un mundo que es al mismo tiempo distribuido y globalizado.