(Galde 04, otoño 2013). En una larga entrevista concedida a Didier Eribon y aparecida en forma de libro (De cerca y de lejos) en 1988, el gran antropólogo Claude Lévi-Strauss afirmaba lo siguiente: «Es la diferencia de las culturas la que hace fecundo su encuentro. Ahora bien, este juego en común entraña su uniformización progresiva: los beneficios que las culturas sacan de esos contactos provienen ampliamente de sus desvíos cualitativos; pero en el transcurso de esos intercambios, esos desvíos disminuyen hasta abolirse (…). Las culturas tienden hacia una entropía creciente que resulta de su mezcla… ¿Qué concluir de todo esto sino que es deseable que las culturas se mantengan diversas, o que se renueven en la diversidad? Solo que hay que consentir en pagar un precio, a saber, que culturas apegadas, cada una de ellas, a su estilo de vida, a un sistema de valores, velen por sus particularismos; y que esta disposición es sana y nada patológica como se nos querría hacer creer. Cada cultura se desarrolla gracias a sus intercambios con otras culturas. Pero es preciso que cada una ponga cierta resistencia, porque en caso contrario, muy pronto, no tendría nada que le perteneciera propiamente para intercambiar. La ausencia y el exceso de comunicación tienen sus peligros».
Esta más que sensata reflexión del sabio francés acerca del fenómeno de la diversidad cultural nos recuerda que en el año 2005 la UNESCO adoptó una convención acerca de la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales destinada a incitar a los estados miembros del organismo a aplicar toda una serie de medidas que tomen en cuenta la singularidad de los productos culturales y su posible exclusión de los acuerdos que rijan la circulación de las mercancías en un mundo globalizado.
Porque aquí es donde reside el problema: los productos culturales son dos cosas al mismo tiempo, manifestaciones del espíritu portadoras de valores y significados, de un lado, y meras mercancías sujetas a la feroz ley de la oferta y la demanda, de otro. Una oferta y demanda que no se autorregula naturalmente como se nos quiere hacer creer sino que el encuentro entre la una y la otra depende, en buena medida (aunque no solo) de complejas correlaciones de fuerzas económicas y geopolíticas. Curiosamente esta dimensión dicotómica tiene su manifestación más obvia en el caso de los productos audiovisuales, campo para el que, en aras de la defensa de su dimensión cultural y su carácter de expresión identitaria, desde Francia se propuso en 1993 la noción que hizo fortuna de excepción cultural con la finalidad de dejar fuera de los procesos de «liberalización» de la circulación de mercancías el mundo de las obras audiovisuales y proteger, en el mismo movimiento la industria cinematográfica francesa y su producción intelectual. Con motivo de las negociaciones del GATT (General Agreement on Tariffs and Trade) que tuvieron lugar en 2013, Francia mantuvo su posición irreductible de excluir el audiovisual de los tratados de libre comercio, actitud que le ha permitido, en los últimos años, limitar a cifras en torno al 50% la presencia de films y series norteamericanos (el verdadero «tiburón» que acecha) en sus pantallas de cine y TV, mientras en el resto de Europa esta cifra se incrementa hasta cerca del 80%.
A partir de aquí es posible hacer algunas reflexiones. Una primera es que la protección del idioma hace que no sea necesaria ninguna excepción para las obras literarias. Otro tanto ocurre, pero por razones diversas, con el «mercado» muy complejo de las llamadas Bellas Artes. Ni Museos ni galerías han sentido la necesidad de plantear tal discurso, rindiéndose, con armas y bagajes a los criterios de los curators y artistas del otro lado del Atlántico. ¿Y que pasa con la música? Más serias parecen otras dos cuestiones: ¿estamos seguros que la noción de audiovisual sigue siendo pertinente en nuestros días? ¿Se puede sostener que hoy la configuración del imaginario social se cuece en las pantallas cinematográficas y en las pantallas televisivas? Me parece que la existencia de INTERNET obliga a replantear las cosas en una perspectiva diferente: lo que cuenta hoy no es lo que podemos ver en el cada vez menor número de salas cinematográficas ni en las pantallas televisivas sino en aquello a lo que tenemos acceso (o posibilidad de descarga) desde la red. Una última cosa: en una Europa que está disolviéndose ante nuestros ojos como azucarillo en agua como entidad política, las diversas excepciones, ¿no pueden ser una forma nueva de aislamiento y refuerzo de identitarismos excluyentes?
Santos Zunzunegui.
Catedrático de Comunicación Audiovisual de UPV-EHU