La Unión Monetaria-Eurozona está compuesta por 17 países diferentes cuya heterogeneidad estructural –tanto por las disparidades en nivel de renta como por su configuración productiva y su dinámica macroeconómica permite distinguir cuando menos tres grandes grupos muy diferentes entre si; uno de ellos está formado, en su mayor parte, por los países del norte de la unión (Alemania, Finlandia, Holanda, Austria, Francia y Bélgica); otro grupo es el formado por Portugal, Italia, Irlanda, Grecia y España y en un tercer bloque estarían los países postsoviéticos.
Esta realidad de base ha experimentado cambios a lo largo de las últimas décadas pero continúa siendo expresiva de la muy débil convergencia real existente entre los diferentes grupos de países. Esa persistente heterogeneidad y desigualdad que caracteriza la UE es algo que va mucho más allá de la inevitable y positiva diversidad derivada de las especificidades de cada país miembro.
La gravedad de los desequilibrios externos e internos, tanto productivos como comerciales y financieros, que viven los países de la periferia europea durante esta crisis acaba evidenciando que cada Estado tiene sus propias necesidades resultantes de su estructura productiva y que la Unión Europea –y especialmente la Eurozona– en su configuración actual no es capaz de satisfacer a todos los países, anteponiendo pues las necesidades de unos a las de otros. Esta cruda realidad obliga a pensar con más realismo que nunca la enorme complejidad del proceso de construcción de la UE.
Si se pretende avanzar en el proceso de construcción de la UE se deben diseñar mecanismos dirigidos a una verdadera redistribución de la riqueza entre los Estados miembros, con el objetivo de conseguir una mayor convergencia real. Y eso pasa inexcusablemente por una redistribución de las capacidades productivas y del empleo. También resultaría conveniente proporcionarle a los gobiernos de las áreas geográficas menos desarrolladas la capacidad de proteger e impulsar aquellos sectores que resultan estratégicos en sus regiones y que tengan una vinculación directa con el territorio. Crear condiciones para el mantenimiento de la capacidad productiva y del empleo en la periferia, impulsar la atracción y el desarrollo endógeno de nuevas actividades requiere de medidas de política regional e industrial más audaces, que choca a menudo con el corsé de las políticas de liberalización y libre competencia que caracterizan a la Unión Europea. El problema es que los países más poderosos no sólo no impulsan este tipo de políticas sino que son abiertamente recelosos de las mismas y utilizan las instituciones comunitarias para una imposición implacable de las políticas liberalizadoras, lo que nos conduce a pensar que el proceso de construcción de la Unión Europea, y teniendo en cuenta la situación económica en la que nos encontramos, puede verse seriamente amenazada a medio plazo.
El problema de la cohesión es, sin duda, clave. No sólo por razones de justicia o por razones políticas sino porque sin cohesión es difícil que se consolide un área monetaria común, garantizando la viabilidad económica de los países de la periferia (lo que significa que su población no se vea obligada a una masiva movilidad forzada que obligaría a despoblar masivamente esos país, con su lengua y su cultura). Si admitimos que una liberalización profunda de la UE, creando un verdadero mercado único, provoca una tendencia a la concentración geográfica de la actividad económica en aquellas áreas con más fortalezas, cabe pensar que a largo plazo será difícil que las áreas menos desarrolladas puedan experimentar un real desarrollo de su capacidad productiva y crear empleo de forma perdurable. Por el contrario, se corre el riesgo de una cierta desertización productiva de partes importantes de la periferia europea, lo que forzará a asumir como normal una pérdida continuada de empleo en ciertos países y regiones, con un fuerte flujo migratorio de unos países a otros que introduce una dinámica demográfica muy regresiva en algunos de esos países. Ese escenario desequilibra totalmente todas las cuentas externas y las cuentas públicas y, sobre todo, puede suponer una regresión social difícil de admitir, razón por la que posiblemente ese escenario podría ser rechazado, tarde o temprano, por los países más negativamente afectados (no puede ignorarse la irreductible realidad de Europa con naciones, lenguas y culturas profundamente enrraizadas que impiden concibir Europa como un espacio plano de movilidad como puede ser, por ejemplo, EEUU). Por eso, más allá de las miopes medidas de ajuste impuestas en el fragor de esta crisis, un proyecto viable para la UE requiere la implantación de mecanismos fuertes de cohesión social y territorial, que pasan no sólo por la transferencia de fondos compensatorios sino por la implantación de un sistema de incentivos y profundos cambios en las políticas del mercado interior con el fin de preservar la capacidad productiva y de creación de empleo e ingresos en las áreas periféricas de Europa.
La constatación del fracaso de esas políticas llamadas de cohesión evidencia que es necesario plantearse políticas más ambiciosas para impulsar el desarrollo de los territorios de la UE que permitan su participación activa en la generación de empleo y en la producción de riqueza. Aunque no existen recetas mágicas para garantizar la cohesión y el desarrollo territorial en el marco de un mercado interior, es necesario asumir la tarea de diseñar instrumentos más claramente incentivadores. La recuperación y adaptación de medidas e instrumentos utilizados antaño en las políticas de desarrollo regional dentro de los países puede ser una apuesta necesaria, replanteandolas y re-escalan-dolas a nivel europeo. Los incentivos fiscales a la industria o a los demás sectores, la creación de instituciones financieras orientadas a impulsar el desarrollo territorial (banca regional…), ayudas directas, excepciones en la política de compentencia, limitaciones al carácter universal e invasivo de la directiva Bolkestein, más flexibilidad en las contrataciones y compras públicas, pueden ser otros tantos ejemplos de políticas «heterodoxas» en el actual marco comunitario pero que pueden resultar esenciales para garantizar una mínima diversidad dentro de la UE, evitar la tendencia a la concentración geográfica de las actividades y de la población y promover una convergencia real que garantice una cierta cohesión entre los estados, naciones y regiones de la UE. Esos instrumentos no son contradictorios con medidas de promoción activa de la innovación y de la competitividad, por el contrario pueden constituir el complemento que permita hacer efectivos los esfuerzos realizados desde esa perspectiva. Por lo tanto, repensar y adaptar la política industrial huyendo de una aplicación universal, dogmática y burocrática de la política de competencia; repensar y adaptar incentivos fiscales y financieros para reforzar la capacidad inversora y de atracción de inversiones por parte de la periferia europea se revelan como tareas urgentes para mejorar la cohesión y hacer sostenible el proceso de integración europeo.
En consecuencia, la gravedad y profundidad de la crisis actual obliga a replantear que tipo de Unión queremos: una UE a varias velocidades, claramente asimétrica, con bloques de intereses contrapuestos y donde las deficiencias de los Estados miembros más desfavorecidos pueden provocar un riesgo de fractura política, o una UE que intenta avanzar como un espacio cohesionado, con sólidas instituciones democráticas, donde las medidas adoptadas conducen a un camino de convergencia real entre los diferentes países. En este sentido, la elaboración de una estrategia reforzadora de la cohesión obliga a repensar la relevancia de los territorios, de las dificultades de los grandes estados centrales para garantizar la cohesión o convergencia interna y profundizar en la evaluación de la función y las oportunidades que las naciones pequeñas y las naciones sin estado en el marco de la UE. La evidencia empírica muestra que los estados pequeños presentan mejores resultados en términos de crecimiento económico que los grandes y también que las «naciones sin estado», lo que permite afirmar que una configuración institucional basada en estados más pequeños no sólo tendría el mérito de respetar las aspiraciones nacionales de muchas de esas naciones sin estado sino que, además, fortalecería a Europa en su conjunto, impulsaría el crecimiento y reforzaría la cohesión.
Por otra parte, en un entorno mundial extremadamente competitivo, es necesaria una mayor regulación de la economía mundial si queremos una mayor estabilidad y si pretendemos cubrir las necesidades de las regiones menos desarrolladas. Con ello no se plantea que la Unión Europea bloquee o impida el desarrollo económico de los países menos desarrollados, sino más bien todo lo contrario. El desarrollo minimamente distribuido y justo, tanto para los países hoy desarrollados como para los demás, debe ser realizado dentro de un marco regulatorio mundial que garantice unas mínimas condiciones de equilibrio en tal proceso. Caso contrario, los resultados pueden ser satisfactorios para el capital que se mueve con gran libertad en un espacio sin fronteras económicas, aprovechando las diferencias de costes, regulaciones y oportunidades, pero puede resultar ingobernable para los países . El caos generado por los mercados desregulados provoca que a medio-largo plazo la situación se vuelva insostenible tanto para las economías desarrolladas como para las que se encuentran en vías de desarrollo.
En ese sentido, si se pretende que el proceso de construcción europea garantice una calidad democrática minimamente exigente, creemos muy necesaria una reconsideración de las reglas neoliberales que hoy regulan la actividad económica mundial y que tienen un impacto directo sobre la vida interna de la Unión Europea y de sus pueblos. Así pues, consideramos que la Unión Europea debe revisar sus acuerdos con la OMC y otros tratados que rigen el comercio internacional, cuya extrema liberalización no sólo conduce a la desaparición de una gran parte de la capacidad productiva de muchas regiones, trayendo consigo la depresión económica con sus respectivas consecuencias de paro y exclusión social sino que acaba poniendo en causa los propios fundamentos de la democracia. Al limitar radicalmente la soberanía y la capacidad de decisión de los pueblos sobre aspectos esenciales de su vida económica y su propio modelo social y de convivencia acaba desvirtuando la efectividad de la elección de los ciudadanos y degradando la democracia.
Xavier Vence. Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Santiago y portavoz del BNG.
1 Este artículo recoge las principales conclusiones del estudio realizado por el autor para la Fundación Maurits Coppieters, An Alternative Economic Governance for the European Union, 2012.