Laia Serra es abogada penalista, docente y activista feminista. Trabaja en violencias de género, derechos LGTBI, derecho a la protesta, Derechos Humanos y libertad de expresión. Es responsable de la Comisión de Violencias de Dones Juristes, asesora del Observatori contra l’Homofòbia y colaboradora de la Associació d’Atenció a Dones Agredides Sexualment.
MIREN ORTUBAY.- Laia, tú reivindicas una Justicia feminista; explícanos en qué consistiría.
LAIA SERRA.- La justicia y el Derecho siempre han sido herramientas de poder que no son neutras, representan y reproducen los consensos, los valores y las experiencias vitales de quienes las han diseñado. En nuestro caso, bebemos del Derecho Romano y muchas figuras jurídicas aún provienen de esos cimientos. Muchos de los roles de poder asociados a la prerrogativa del padre de familia siguen estando presentes de forma explícita o implícita. Todavía hay sentencias en las que el juez decide el caso partiendo del punto de vista del “hombre medio”, que sin duda no es la “mujer media”. Es un ejemplo costumbrista de la representatividad y la neutralidad que se sigue auto atribuyendo la judicatura cuando aplica la ley a un caso concreto. Esta falta de consciencia del sesgo patriarcal de la justicia dificulta mucho que se pueda avanzar. La violencia del sistema no se limita a la sesgada aplicación de las normas, sino que se percibe en las propias leyes que violentan las mujeres. Por ejemplo, la Ley de Extranjería prevé que si una mujer que sufre violencia no consigue demostrarla, se le puede abrir un expediente sancionador que acabe con su expulsión.
Cuando reivindicamos que se aplique la perspectiva de género a la justicia, exigimos que se deje atrás la miopía de la judicatura, que sólo está viendo la mitad de las manzanas del cesto. Ahora, la justicia es parcial e injusta; se trata, por tanto, de normalizar la equidad y no de una imposición ideológica que pretenda privilegiar a las mujeres. La llamemos de un modo u otro, la justicia que yo reivindico se define por su ética. Esa justicia no sólo favorecería a las mujeres, sino a toda la colectividad, dado que tendría en cuenta la vocación de servicio a la comunidad, abrazaría las diversidades culturales, religiosas y sexuales de las personas que pasan por el proceso judicial, debería cimentarse en las máximas de los Derechos Humanos de acceso a la verdad, la justicia y la reparación y debería priorizar la capacidad de decisión y el bienestar de las personas.
A raíz de casos mediáticos de agresiones sexuales, como la violación de una chica en los Sanfermines de 2016, se han exigido reformas legales. ¿Qué supuso aquel caso?
L. S.- El caso de la Manada consiguió que el debate desbordara el ámbito jurídico para extenderse a toda la sociedad. No se trató solo de cuestionar el caso de la violación múltiple ocurrida en los Sanfermines, sino de poner en duda la legitimidad del funcionamiento del sistema judicial. Un sistema judicial que permitía que esos hechos fueran leídos como un abuso en lugar de una agresión; que hizo que, a pesar de la prohibición de divulgación de los datos de la víctima, un error judicial provocara que se diseminaran de forma viral en redes sociales fotos del momento de la violación; y que uno de los magistrados, en su voto particular, se permitiera la obscenidad de calificar esa agresión como un jolgorio.
La sentencia de la Audiencia de Pamplona, según mi criterio, fue una salida hacia adelante para lograr un equilibrio imposible en un tribunal confrontado en sus opiniones. Dos de los magistrados defendían una concepción de la violencia sexual con perspectiva de género y el otro, una visión neolítica que aún tiene sus adeptos. Ante esa colisión de modelos, el fallo fue por abuso, pero los hechos probados y los razonamientos jurídicos permitían la condena por agresión. Es decir, que tiraron la pelota al Tribunal Supremo, sabiendo que acabaría condenando por violación. El Supremo, de hecho, no innovó nada, solo siguió la línea jurisprudencial, ya de hace años, según la cual la intimidación debe ser analizada con unos parámetros que incluyen elementos físicos y sociales. No entender o no tomar en consideración todos los elementos que coaccionan o intimidan a una mujer, provoca que muchos casos de agresión se acaben condenando como un abuso.
En esta y otras sentencias se perciben muchos sesgos y estereotipos machistas. ¿Cómo lo viste en ese caso?
L. S.- En un artículo que publiqué en Pikara Magazine traté de analizar el miedo desde sus diversas ópticas. Cuando una mujer enfrenta una agresión sexual, el miedo se mide por elementos como la superioridad física del agresor, si lleva armas, si el lugar permite escapar o pedir ayuda, pero también se mide por factores sociales. Las mujeres hemos sido socializadas para inhibir nuestra respuesta a las agresiones sexuales y sabemos muy bien que, si suceden, tendremos que escoger entre el silencio impune o el estigma de la denuncia. Las mujeres reaccionamos siendo conscientes de que será muy difícil que una denuncia prospere y que nuestro entorno probablemente no nos apoyará, sino que nos culpabilizará de ello. A nivel orgánico está estudiada esa reacción de parálisis, llamada inmovilidad tónica.
La realidad es que el sistema judicial aborda la investigación de las violencias sexuales sin entenderlas. Siguen pensando que se trata de un acto de impulso sexual de quien no tiene cubiertas sus necesidades fisiológicas, en lugar de entender que se trata de un acto de poder y de autoafirmación de una cierta concepción de la masculinidad. Esa falta de comprensión hace que los juicios sobre violencia sexual no se centren en la conducta del agresor y las pruebas de los hechos, sino que se centran en los estereotipos sobre las víctimas y sobre sus reacciones “lógicas”, aunque estas no tengan ninguna conexión con la realidad. En el caso de la Manada el sentido de la agresión, más que el atentado sexual, era el de celebrar y compartir con sus iguales ese acto depredador que reivindica un estatus social. La judicatura, como la sociedad en general, se resiste a aceptar que los agresores sexuales no son monstruos, sino chavales normales que podrían ser sus hijos.
Para cambiar esas percepciones, ¿hacen falta cambios legales o el problema radica sobre todo en la mentalidad de quienes aplican la ley?
L. S.- El caso de la Manada puso de relieve la complejidad del debate sobre si el problema se ciñe al redactado del Código Penal (CP), que establece esta frontera artificial entre abusos y agresiones, o bien es un problema más profundo. Sin duda las leyes tienen mucho poder y pueden crear significados y realidades. De hecho, la categorización entre esas dos grandes tipologías de delito ha marcado la aplicación práctica del Derecho durante todos estos años. Después del caso de la Manada en los tribunales, todavía hoy se sigue discutiendo si se trata de abuso o de violación… Se pueden mejorar los enunciados del CP, pero la solución de fondo pasa por un cambio de cultura judicial y de mentalidad social. Y el primer paso es aceptar que la violencia sexual es un instrumento de subordinación de la mujer, que forma parte de la estructura social. Una mala herramienta aplicada con buen criterio siempre dará mejores resultados que una buena aplicada con mal criterio. Aun así, no renuncio a pedir las dos mejoras…
Ello nos lleva a plantearnos las expectativas construidas sobre las nuevas legislaciones que están en curso, como el anteproyecto de ley sobre libertad sexual. En Catalunya se está debatiendo una propuesta de reforma de la Ley 5/2008 de violencia machista, en cuya redacción he participado. Hemos de ser conscientes de que los tiempos avanzan y de que los instrumentos legislativos tienen que adaptarse para dar cobertura a nuevos consensos y necesidades. Por ejemplo, en Catalunya, la reforma de la Ley va a incluir las violencias de género digitales, una necesidad urgente. Pero ello también conlleva riesgos. Por una parte, la mecánica de promulgación legislativa actual no sigue la participación ni los ritmos de los colectivos de mujeres, que tendrían que ser los que plasmaran en las leyes las necesidades y reivindicaciones que las justifican. Otro riesgo es que la promulgación de leyes cada vez viene más atravesada por lógicas de poder. Prueba de ello es cómo una ley que anuncia una conquista en la libertad sexual de las mujeres puede acabar convirtiéndose en una ley asimétrica que contempla avances, pero al mismo tiempo castiga a otras mujeres, como las trabajadoras sexuales, en nombre de la protección del resto. Una ley feminista nunca seguiría la lógica de conquistar derechos para unas a costa de retroceder en los derechos de las otras.
¿Percibes en la actualidad un clamor popular por penas más rigurosas?
L. S.- Una de las reacciones interesantes del caso de la Manada fue el hecho de que las protestas y las reivindicaciones no se centraron en la pena y el castigo. Creo que, salvo casos puntuales, los feminismos acertaron en el enfoque. Se ha tomado consciencia de que el Derecho Penal no tiene la capacidad de resolver problemáticas sociales y de que la cárcel no frena la delincuencia en general, y menos la sexual. Desde hace demasiado tiempo, los partidos políticos de todo signo han venido utilizando la protección de las mujeres, los derechos de las víctimas y el dolor generado por determinados casos hirientes muy publicitados, para justificar reformas del CP en clave punitiva. Restar derechos a los agresores no suma derechos a las víctimas. En ocasiones, el populismo punitivo ha seducido a cierta parte del feminismo, porque la impotencia y el dolor frente a la impunidad llevan a reacciones radicales y emocionales. El dolor no puede ser juzgado, otra cosa es que se convierta en la base de la política criminal.
Hablando también de otras manifestaciones de la violencia sexista, como la violencia en el seno de la pareja, ¿crees que el sistema penal tiene capacidad para responder a las necesidades de las mujeres que la enfrentan?
L. S.- El sistema penal es una maquinaria que sistemáticamente se centra en el caso concreto y lo despoja de historia, de contexto, de estrategias de supervivencia. Es un sistema basado en el chantaje: una mujer renuncia a su auto protección y a priorizar sus necesidades, a cambio de que el sistema la acoja, la convierta en medio de prueba y la proteja. Las mujeres reciben el mensaje de activación de la denuncia, pero cuando lo hacen se encuentran con un sistema que no las escucha y que muchas veces tampoco las protege. Denunciar es muy complejo porque conlleva una serie de consecuencias familiares, de vivienda, económicas y comunitarias, con las que ha de cargar la mujer y que raramente son consideradas por el sistema judicial. Incluso a nivel de resultados, el índice de órdenes de protección que se otorgan, que varía según territorios, revela que detrás hay criterios políticos y no estrictamente jurídicos. Las mujeres van en busca de protección y acaban sin órdenes de protección, inmersas en un proceso que no entienden y que nadie se toma la molestia en explicarles, y con unos índices de impunidad final inaceptables desde una óptica democrática.
Otro aspecto de esa mecánica es que casi siempre se acaba condenando al agresor por violencia puntual en lugar de por violencia habitual, que conlleva un mayor esfuerzo de investigación y enjuiciamiento. En los casos de condena tampoco se dedica energía a que las mujeres cobren las indemnizaciones que les pertenecen. La síntesis es muy negativa y frustrante. Es sorprendente la fractura que existe entre la percepción social de los procesos de violencia de género y la realidad judicial. Aún persisten los mitos sobre denuncias falsas, sobre la gran cantidad de condenas dictadas y sobre la severidad de las penas impuestas. Nada más lejos de la realidad.
Si además nos adentramos en otra tipología de delitos, como los casos de trata, el chantaje del sistema sobre las víctimas se agudiza enormemente. Se exige a las mujeres que se expongan hasta poner en riesgo su vida y la de los suyos, sabiendo que el sistema no puede realmente garantizarles la protección de su indemnidad.
La conciencia sobre las limitaciones y fallas del sistema ha ido permeando poco a poco. Cada vez más, las administraciones públicas asumen que son responsables por sus actos y omisiones en los servicios que prestan. El caso de Ángela González Carreño, que motivó un dictamen de responsabilidad del Estado español por parte del Comité CEDAW (2014), fue determinante. Esta mujer denunció en reiteradas ocasiones que su exmarido maltratador dañaría a la hija menor si se le permitía verla sin supervisión. Al final, él cumplió sus amenazas y, para dañar a la mujer, mató a la niña. Ángela pleiteó durante años para reclamar la responsabilidad del Estado por negligencia. Perdió todos los pleitos, hasta que instancias internacionales le dieron la razón. Fue una autentica heroicidad lo que ella hizo. Salvo dictámenes del Comité CEDAW y algunos precedentes de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, resulta muy difícil que las mujeres perjudicadas por los errores de las administraciones logren que estos se reconozcan y se les compense por ello.
Siguiendo, precisamente, las directrices de los estándares internacionales y del Convenio de Estambul, la reforma de la ley catalana de violencia machista pretende incorporar obligaciones concretas para evitar la victimización secundaria, así como la responsabilidad por la violencia institucional contra las mujeres. Veremos si esta innovación resiste la tramitación parlamentaria y el corporativismo de las administraciones.
Últimamente estás trabajando sobre las violencias de género digitales. Cuéntanos.
L. S.- Sí, es uno de los ejes prioritarios de mi trabajo desde 2018. Recibía muchas consultas de activistas feministas y de otras mujeres con proyección pública amenazadas o acosadas, y ello me motivó a hacer el estudio “Las violencias de género en línea”. Quise sintetizar los saberes de instituciones internacionales y de las ciberactivistas que llevan años trabajando esta materia. En Catalunya la alianza ciberfeminista que hemos hecho con Donestech está dando muchos frutos. El ámbito digital ofrece una gran oportunidad de incidencia en clave feminista. Dado que las Administraciones no conocen esta materia ni saben cómo abordarla, dan margen a las activistas y a las juristas críticas para que hagamos propuestas de abordaje y regulatorias.
Las violencias digitales también son una segunda oportunidad para repensar el abordaje de las violencias offline. En el ámbito virtual, la infinidad de conductas violentas evidencia de forma muy palpable que la respuesta sancionadora es de muy limitada eficacia. Ello empuja a no renunciar a las estrategias de autodefensa y, por otro lado, impulsa al Estado a interpelar y colaborar con el sector privado para combatir las violencias. También aquí la sociedad civil, el resto de internautas se sienten más interpelados y legitimados para actuar que en la violencia offline. Incluso las propias agredidas pueden optar por estrategias de confrontación directa con los agresores, que son más seguras que en la vida analógica. Por otro lado, politizar las violencias digitales resulta más sencillo. Aquí el concepto de conflicto privado entre una pareja o expareja deja paso a unas violencias en las que es muy visible que cualquier perfil de hombre agrede a una mujer por el hecho de serlo, por los roles de género que transgrede y por las ideas que reivindica. Es una buena ocasión para volver a reivindicar que las violencias de género son violencias políticas y así deben ser concebidas, dentro y fuera de la red.
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Para ilustrar cómo ha evolucionado el abordaje jurídico sobre la libertad sexual de las mujeres, ver: «El recorrido jurídico hacia la libertad sexual. Seis sentencias de las últimas décadas sobre violencia sexual en España». Un especial de Newtral.es por el 25N, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres.