Para la entrevista central de este Galde 22 nos hemos acercado a Marina Garcés, filósofa y activista social. Es profesora de filosofía en la Universidad de Zaragoza y a lo largo de las últimas dos décadas ha participado activamente en distintas plataformas y movimientos sociales surgidos en Barcelona. Una de estas iniciativas fue Espai en Blanc, centro de expresión cultural, debate y acción colectiva, creado en 2002 en un espacio okupado en el barrio de Gracia. Ha escrito numerosos artículos y libros. En su última obra, Ciudad Princesa (Galaxia Gutenberg 2018), Marina Garcés reflexiona sobre su experiencia social y política, así como sobre las preocupaciones e ideas surgidas al calor de la misma.
(Galde 22 primavera/2018/udaberria). Koldo Unceta, Manu González Baragaña.
P: A lo largo de tu trayectoria has venido insistiendo en el potencial crítico de la filosofía, en el papel de la interrogación filosófica. Se trata de algo que nos interesa especialmente en una revista como Galde, que pretende antes que nada hacerse preguntas. ¿Qué papel crees tú que juega la filosofía a la hora de interpretar el mundo actual y de construir alternativas?
Marina Garcés: La filosofía, tal como la entiendo, se sitúa en los límites del conocimiento y del lenguaje, pero lo hace de una manera muy especial: como una voz singular, la del filósofo o filósofa, en busca de una razón común. Esto implica que para la filosofía, no hay saberes establecidos ni se reconocen a los poderes que gestionan determinados monopolios de la verdad. De ahí el carácter crítico de la filosofía y su potencial igualitario y transformador. El problema es que históricamente también ha habido filósofos que se han dedicado a custodiar este arte de los límites y a ponerlo al servicio del poder. Es por eso que la filosofía no es unívoca, es un campo de batalla en el que las alternativas se pueden someter a prueba.
En tu último libro «Ciudad princesa» haces referencia a dos formas diferentes para tratar de entender y explicar la realidad. La primera tomar altura y ganar perspectiva de conjunto. La segunda, sumergirte en la realidad para poder vivirla y contarla. ¿Es una forma de reivindicar tu doble condición de activista por un lado y de intelectual comprometida por otro? ¿Es fácil compaginar ambas, o acaba imponiéndose una de ellas, la calle o los libros, en cada momento de la vida?
Reivindico la tensión. No creo en la oposición entre la calle y el aula (o la torre de marfil). Creo que lo importante es su relación tensa y discordante. Tampoco creo en la disociación entre la teoría y la práctica, aunque no son lo mismo. El reto es hoy encontrar camino de ida y vuelta entre un ámbito y otro que sean soportables y que podamos compartir. Tenemos una sobreproducción de teoría, de discurso y de comunicación. Por otro lado tenemos un hiperactivismo que nos quema. La pregunta, para mí, es: ¿cómo y cuándo se encuentran el hacer y el decir, el pensamiento abstracto y el pensamiento situado? Creo que ahí donde a veces se encuentran es donde pasan las cosas más interesantes.
En tus últimos trabajos vienes planteando la idea de la condición póstuma como característica de nuestro tiempo, pero al mismo tiempo como una amenaza, como la imposición de un relato que nos habla de la destrucción irreversible de nuestras condiciones de vida. ¿Hay margen para escapar a ese relato, o como tú misma apuntas -parafraseando a Günther Anders- estamos ya en un tiempo en el que la acción humana no está a la altura de la complejidad que ella misma genera?
Para mí la condición póstuma no es un hecho objetivo sino un marco ideológico que tiñe de irreversibilidad a los acontecimientos. Son hechos comprobados el cambio climático, la escasez de recursos energéticos conocidos, el aumento exponencial de población, etc. Pero que todos ellos sean los datos objetivos de un apocalipsis inminente es una lectura interesada e ideológica que los sitúa como irreparables y como algo que no se puede transformar. Estos hechos son fruto y efecto de nuestras decisiones y, por tanto, por definición son contingente y transformables. El problema que tenemos hoy es de escala. ¿Cuántas instancias hay que llegar a poner de acuerdo hoy para que una acción o una decisión sean efectivas? Esta es la pregunta que nos cuesta más responder y en la que se pierden muchos esfuerzos.
La crítica postmoderna planteó la necesidad de abandonar los relatos omnicomprensivos, incluidos los grandes diagnósticos y las propuestas acabadas. Ahora bien, ¿en qué medida podemos prescindir por completo de marcos compartidos -explicativos y normativos- que permitan avanzar en la construcción de alternativas?
No podemos prescindir de los marcos compartidos porque hoy el mundo, tanto el planeta como el sistema de relaciones que organizan al conjunto de sociedades que lo habitan, es un mundo común. Nos guste o no. Sea un mundo habitable o sea un infierno. Por eso mismo, tenemos que situarnos en esta dimensión común de la diversidad de las formas de vida. La cuestión es si la unidad es el principio o lo es la pluralidad. Yo creo que la mejor herencia postmoderna es la que nos ha enseñado a pensar la diferencia de tal manera que no se reduzca a una suma de identidades yuxtapuestas. Lo plural y lo diverso son parte de una relación que entendemos com abierta y como expuesta a sus transformaciones, pero no es un colección o un catálogo de diferencias. Des ahí, pienso que es muy importante aprender a pensarnos y a convivir desde la reciprocidad. La reciprocidad no implica unidad pero sí relación en lo diverso.
Relacionada con esta última cuestión, tu planteas que frente al universalismo expansivo y frente a los particularismos defensivos es necesario elaborar universales recíprocos. ¿No significa esto que, en cierta forma, necesitamos un proyecto o acuerdo mínimo, de carácter universal, que pueda alejar la amenaza de destrucción y al mismo tiempo dar cabida a proyectos locales que no sean incompatibles entre sí?
Efectivamente. Pero el acuerdo de mínimos es al mismo tiempo el acuerdo de máximos: vivir de tal manera que cada vida, humana y no humana, sea un valor en sí mismo. ¿Podemos compartir este principio y hacerlo desde las cosmovisiones, modos de vida y culturas de cada cuál? Creo que sí, pero hasta un límite: lo que no cabe en este mínimo es el capitalismo. Bajo su marco, que éste sí funciona como un marco universal en este momento, no es posible mantener este acuerdo.
¿Cómo cabe interpretar las nuevas expresiones del poder que, en los últimos años se han ido consolidando, tanto en el plano político como en el plano económico o incluso en el mediático? ¿Crees que algunas de esas expresiones –por ejemplo el trumpismo- son funcionales a las necesidades del capitalismo global?
Contra lo que habíamos pensada en los últimos años, sí. El autoritarismo político es funcional al capitalismo global. Hace un par de décadas que nos habíamos acostumbrado a pensar desde la contraposición entre los mercados globales (flexibles, apolíticos, corporativos, etc) y la política tradicional basada en el Estado y en el liderazgo fuerte. Quizá no nos habíamos percatado lo suficiente de que trabajan juntos y que hay momentos para todos. Actualmente, el capitalismo global produce tantos desarreglos que necesita, al mismo tiempo, de poderes fuertes. Lo líquido va con lo fuerte.
A lo largo de tu trayectoria te has implicado en diferentes proyectos alternativos y has venido defendiendo la necesidad de espacios comunitarios, de formas de organización de la vida mancomunadas. ¿Cómo ves el futuro del procomún como expresión genérica de esos proyectos alternativos?
Soy muy mala futuróloga. Y peor estratega. Lo que sí sé es que el concepto de riqueza como algo apropiable y acumulable está saqueando al mundo, tanto al planeta y sus recursos como a la riqueza socialmente producida. La batalla está, por tanto, entre una noción de riqueza no apropiable (nos hace ricos lo que podemos compartir) y sus formas de captura.
Has venido hablando de la existencia de un proyecto cognitivo del capitalismo actual que incluye una profunda transformación del sistema educativo ¿Cuáles serían las características principales de este fenómeno?
Actualmente estamos viviendo una transformación muy rápida del sistema educativo, más de lo que parece, pero lo que yo destacaría es que se trata de un sistema basada en el rendimiento de la inteligencia, más que en la reflexión, y que lo que busca es el talento individual respecto a determinadas competencias ya categorizadas de antemano. Es peligroso, porque a pesar de que incorpora cierto discurso anti-jerárquico y anti-institucional directamente tomado de las pedagogías críticas, no se basa en una idea de igualdad y de justicia social sino en el éxito individual dentro de un sistema muy estandarizado de valoración del conocimiento y de sus resultados.
Para ti, que has dedicado esfuerzos a reflexionar sobre el tema ¿cómo se puede dar la batalla en este terreno de la educación? En el contexto actual ¿cuáles son los retos principales para plantear un proyecto educativo alternativo de carácter emancipador?
Para mí, una educación es emancipadora no sólo cuando nos da acceso a la formación y al conocimiento sino cuando nos podemos relacionar con todo ello en igualdad de condiciones. Esto significa que todos podemos intervenir en las preguntas clave: qué saber / quién puede saber / para qué (o con qué consecuencias). Si estas cuestiones no están expuestas a su valoración por parte de los distintos participantes en una situación de aprendizaje, no hay emancipación. Incluso la educación más sofisticada puede ser servil y esclavizadora. Lo mismo ocurre con la cultura, sino incorpora esta dimensión crítica.
Refiriéndote a las secuelas de las luchas del 15-M y lo que ellas representaron has llegado a plantear que lo ocurrido representa más bien una derrota reiterada de nosotros mismos que una victoria del poder. ¿Por qué crees que ha sucedido esto?
Dicho así no sé si es exactamente lo que pienso, porque en realidad no me interesa mucho analizar lo político ni colectivo en términos de victorias y de derrotas. Sí creo que el poder político, actualmente, es al mismo tiempo muy duro y muy cutre. Pero esto no quita que tenga fuertes efectos represivos, disuasorios y precarizadores. Por la parte de las luchas colectivas, hay mucho inmediatismo y es muy difícil sostener la coordinación de la acción a través del tiempo y del espacio. Si pensamos en la geografía y la temporalidad que se inició en 2011 desde el Mediterráneo árabe, griego, ibérico, hacia otros territorios… Parecía que se iniciaba un nuevo ciclo de luchas amplio ¿dónde están hoy estas alianzas? Resistiendo cada una por su lado, defendiéndose de la represión o de la guerra. En esto estamos hoy. Y en la guerra, el poder siempre es más fuerte. Por eso muchas revoluciones terminan en guerra.
¿Cómo ves la actual situación política generada en el Estado español tras la salida del gobierno del PP? ¿Estamos ante una mera operación cosmética, o piensas que el nuevo mapa de alianzas puede abrir grietas en el diseño del régimen del 78, o a la hora de cuestionar el modelo neoliberal impuesto desde Bruselas?
Me sabe mal decirlo pero no hay nada que me ilusione o que me haga tener expectativas políticas en este momento. No creo que todos los partidos sean lo mismo, ya que esta posición me parece banal, pero sí pienso que si esto es lo mejor a lo que podemos aspirar es para llorar. Llegué a pensar que en España había ganas de cambios reales y que los límites de la Transición se estaban tocando de verdad . Que no sólo estábamos en una crisis económica e institucional, sino que había ganas de imaginar otro país, otros países, la posibilidad de una territorialidad y de unos modos de hacer política que por parte, por lo menos, de la generación más joven estaban ya asumidos. Sin embargo, en cuanto se han abierto grietas institucionales y territoriales percibo una mezcla de miedo y de pereza que me desaniman mucho. Algo que tiene que ver con ese viejo aprendizaje de que cualquier cambio será peor… Personalmente, no lo puedo soportar.
Hablemos un momento de Cataluña. ¿Cómo interpretas el proceso vivido en los últimos años y que piensas de la situación a la que se ha llegado? ¿Qué balance podríamos hacer?
Para mí, realidades anómalas como la de Catalunya son una muestra de la violencia política y cultural con la que se han construido los estados-nación como espejos de la unidad del pueblo. Esto es así no sólo en España, sino en todos los estados-nación europeos y, después, en los nacidos de la colonización. Desde un punto de vista no-nacionalista como es el mío, me parece inconcebible que se prohíba y se persiga un referéndum de autodeterminación para una colectividad que lo desee. La negativa violenta y represiva a esa posibilidad es una expresión mucho mayor de nacionalismo que su reivindicación. Lo que veo es que hasta que en España no se acepte y se entienda que Cataluña no es sólo una región con sus rasgos folklóricos diferenciados, sino que es una colectividad compleja que puede tener su propia subjetividad política, sea en la forma que sea, no saldremos del problema. Podrá estar más o menos vivo, más o menos encendido, pero estará ahí. Mi sorpresa es que el nacionalismo banal está mucho más arraigado en España de lo pensaba. Decía Deleuze que nos teníamos que arrancar los árboles de la cabeza para dejar de pensar jerárquicamente… yo añadiría: a ver cuándo nos arrancamos los Estados de la cabeza y empezamos a imaginar formas más abiertas y más libres de construir institución y subjetividad políticas.
Finalmente. Uno de los temas sobre los que te has posicionado durante los últimos años es el del turismo, actividad que has calificado como “la industria legal más depredadora que existe”. ¿Cómo ves esta cuestión? ¿Crees que es posible revertir las tendencias actuales? ¿Se puede viajar sin ser turista?
Hace aún pocos años, los que empezamos a criticar a la industria turística se nos trataba de aguafiestas o de reaccionarios. Aún hoy es difícil cuestionar el turismo de masas sin recibir todo tipo de insultos o de ataques en la red. Sin embargo, creo que cada vez está más aceptado que estamos ante un problema nuevo de alcance global. Un problema con el que se cruzan, además, todos los demás: laborales, urbanos, ambientales, culturales… No se trata de fijarse en un sector. Se trata de preguntarnos por cómo queremos convivir cuando estamos en casa y cuando nos desplazamos. Claro que se puede viajar sin ser turista. Como se puede ir al mar sin hacer turismo de playa, o ir de excursión sin hacer turismo de montaña o descubrir unos vinos sin hacer turismo enológico etc. Las actividades con las que entramos en conocimiento de otros lugares y personas son parte vital de la experiencia humana y siempre han estado ahí, bajo múltiples formas. Su estandarización bajo la categoría “turismo” es una invención históricamente reciente y por lo tanto no es irreversible. Todo lo contrario: está tocando sus propios límites y ya está empezando a implosionar.
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