«A vueltas con la Constitución y el cambio constitucional»
(Galde 06, primavera/2014). Javier Villanueva y Antonio Duplá entrevistan a José Ignacio Lacasta.
Empecemos con la definición de España «una comunidad social y política unida y diversa que hunde sus raíces en una historia milenaria“ que hizo Felipe de Borbón apenas dos semanas antes de ser proclamado rey de acuerdo con las previsiones constitucionales. ¿Te parece pertinente interpretarla como un guiño significativo no solo por su contenido, pues enfatiza los ejes básicos “unidad, diversidad, realidad histórica y voluntad política” cuyo reconocimiento e institucionalización en un mismo proyecto común es la piedra angular de los sistemas federales, sino también por el lugar y el momento en que la hizo: en Leyre, en tanto que príncipe de Viana, cuando es evidente que la cuestiona abiertamente una parte importante de la sociedad catalana?
José Ignacio Lacasta Zabalza. A mi no me parece ningún guiño significativo ni siquiera algo novedoso. Creo que hay que ubicar la dichosa “unidad en la diversidad” dentro de las tradiciones de la argumentación sobre España de la Corona española (extraídas hasta ahora de los discursos de Juan Carlos I). Las tradiciones son, a mi juicio:
a) los discursos sobre la unidad, propios de los primeros tiempos donde aún no se había abandonado el franquismo (recuérdese que el lema franquista era “España una, grande y libre” y que el atributo “una” iba en primer lugar), también esa unidad primordial aparece cuando se dirigía Juan Carlos I a las Fuerzas Armadas, a tono con el espíritu del artículo 8 de la Constitución española, calcado de la Ley Orgánica del Estado franquista.
b) la segunda argumentación, por otra parte, creo, dominante, es la de la unidad en la diversidad, cuyo origen hay que buscarlo en Ortega y Gasset (no en vano su discípulo Julián Marías redactó varios discursos de Juan Carlos I con ese mismo espíritu e idioma), así como los llamados al bien común (España es según Ortega un sugestivo proyecto de vida en común), la empresa milenaria y la crítica a los particularismos entorpecedores de esa unidad diversa. Todo lo cual puede encontrarse en un libro clave que es España invertebrada de Ortega y Gasset. Y que ya trabajó con acierto, sobre su presencia en la Constitución española, Xacobe Bastida acerca del artículo 2 de la Constitución y toda la discusión constituyente (libro publicado en su día por Ariel).
c) excepcionalmente el rey ha podido emplear la idea de “pluralismo” y “pluralidad”, nunca el concepto de “naciones” ni de “nacionalidades” ni de nada que suene a una España plurinacional o a la nación de naciones (fórmula, esta última, empleada por Herrero de Miñón y Gregorio Peces-Barba).
Aún más: Felipe, sin salir del guión orteguiano tradicional, no dijo en Leyre ni una palabra en euskera, síntoma claro de quien no quiere ver la Navarra plural realmente existente (donde el nacionalismo vasco tiene una fuerte presencia electoral). Cuando, Juan Carlos I, sí las pronunció en vasco y en Pamplona, a propósito además del aniversario de los estudios de Pío Baroja en un Instituto pamplonés de enseñanza media.
En resumen, ¿qué hay de nuevo en las palabras de Felipe en Leyre? Nada, absolutamente nada.
La reforma de la Constitución está en boca de casi todos por muchos y diversos motivos, uno de los cuales es sin duda la crisis del estado autonómico tal y como se ha desarrollado a su amparo tras casi cuarenta años de vigencia. Acotemos primero lo que está realmente en crisis a este respecto. ¿Cuáles son a tu juicio las cuestiones centrales de su articulado que han de reformarse? ¿Hay alguna herencia de los pactos de la Transición, algún «pecado original», del que la Constitución ha de desembarazarse para legitimarse en las circunstancias actuales?
José Ignacio Lacasta Zabalza. Me parece preferible hablar de cambio constitucional. Porque la reforma la llevan el PP y el PSOE a unas cuestiones de detalle: el Senado, la línea femenina en la monarquía, etc. Nada, cuatro cositas. Además hay un problema grave que los políticos oficiales no han querido ver: a gran parte de la juventud se le dio el texto cerrado sin que tuvieran arte ni parte en la participación constituyente. No se debe legislar para siempre y hay que abrirse a toda la población interesada, sin perder de vista lo que dijera Thomas Jefferson para los EE.UU y también sostuvieron los jacobinos franceses: no se ha de legislar para varias generaciones.
Me gusta el criterio de la Constitución de Portugal: las cosas intocables que no se pueden reformar (la República, la separación de las iglesias del Estado, etc.) y las reformas (que han sido muchas y muy variadas de su articulado). ¿No se podría hacer aquí algo tan racional? ¿Por qué no?
No tengo un modelo acabado de texto constitucional y volvemos a las grandes cuestiones que se dejaron fuera en 1978 y algunos criticamos ya entonces con toda seriedad: a) decisión en referéndum sobre monarquía o república b) separación de la Iglesia y el Estado (denuncia del Concordato vigente y fin de la ilimitada ayuda estatal, igualdad de las religiones ante la ley, etcétera); bueno, todo lo que está muy bien recogido en el libro de José María Martínez de Pisón sobre La libertad religiosa en España y c) organización territorial del Estado (federalismo, régimen autonómico y autogobiernos, etcétera).
Tampoco se ha de proceder al estilo del borrón y cuenta nueva. Por ejemplo, casi toda la jurisprudencia en materia de derechos fundamentales es altamente provechosa. La Constitución tendría que formular mejor estos derechos y, sobre todo, sus garantías. Suprimir las tres categorías de derechos para crear una sola y jerarquizar con claridad cuáles son los más relevantes. El gran público ve como una burla grosera el artículo 47 sobre el derecho a la vivienda digna y lo vive con toda razón así porque no es un derecho en realidad sino técnicamente un “principio rector” que se aplica según la mayoría parlamentaria del momento (así lo tiene dicho el Tribunal Constitucional). En este orden de cosas me parece acertada, por ejemplo, la iniciativa del PSOE para que se declare el derecho a la salud como derecho fundamental (necesidad que también es sentida por la mayoría de la gente).
Otra cuestión relacionada con los derechos de todos: la impunidad de los poderosos. Yo aboliría el derecho de gracia, las amnistías encubiertas, los indultos. Como lo estudiara Concepción Arenal y luego el magistrado republicano José Antón Oneca, las sentencias injustas (muchas de las cuales se dan por el transcurso del tiempo y las tardanzas judiciales), deberían ser revisadas por el propio poder judicial e impedir así que el poder ejecutivo diga la última palabra. Una Sala del Perdón judicial del Tribunal Supremo llevaría a cabo esa hermosa tarea con rigor y profesionalidad. No se han de admitir jamás los 1443 indultos del año 2000 que el ministro Acebes justificó por ¡”el año santo compostelano”! Ni el indulto de Zapatero a Sáez, el hoy vicepresidente del Banco de Santander…Todo eso es la inmoralidad completa y se requiere un cambio de valores.
Que tocan desde luego al Derecho Penal. De donde habría que erradicar la cultura del Talión, la de quienes afirman que las cárceles son hoteles o quienes exigen “el cumplimiento íntegro de las penas”. El Tribunal Constitucional alemán ordena revisar la penas de cadena perpetua a los 15 años, porque a partir de ahí son irreversibles los destrozos de la salud física y psíquica del reo. Y es que también tiene que cambiar la sociedad, pues que las cárceles estén llenas (una proporción muy superior a la media europea) de pequeños delincuentes y la impunidad se aplique a los poderosos nos tiene que decir que hay que modernizar el Derecho penal para que alcance, por ejemplo, a los delitos económicos y al blanqueo de dinero o los movimientos dinerarios en paraísos fiscales o en Suiza y Luxemburgo.
La realidad de los nacionalismos periféricos vasco y catalán y su manifiesta vocación de autogobierno y de disponer del mayor grado posible de soberanía a costa de reducir al máximo la soberanía estatal es un elemento consustancial de la complejidad de un país como España, en el que también es una realidad manifiesta la presencia en todo el territorio estatal de un sentimiento nacional español y de una identificación unitaria. ¿Cómo se guisa constitucionalmente este plato tan complicado y contradictorio?
José Ignacio Lacasta Zabalza. Yo no tengo ninguna receta para ese guiso tan complejo. Mi inclinación –pero esto es algo puramente intelectual- se dirige hacia la organización federal del Estado. Y no confederal, pues creo necesarios los poderes ejecutivos fuertes y respaldados con claridad por la sociedad civil y por su legitimidad parlamentaria. Alemania no me parece un mal ejemplo. Pero aquí a unos, seguramente por ignorancia y maledicencia, el federalismo se les antoja separatismo o ¡viva Cartagena!, poco menos que cantonalista, y a otros les parece excesivamente español y tributario del nacionalismo uniforme de la nación española. Y no es así, pero como en este territorio lo primero que se encuentra uno son emociones y no razones, pues le veo una difícil salida.
A mí siempre me ha inquietado el nacionalismo español uniformador. Critiqué en su día en Página abierta la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut catalán. Si nacionalidad es algo que se predica, según el Diccionario de castellano, de la nación, y si el artículo 2 de la Constitución habla de nacionalidades, ¿qué problema hay para reconocer la nación catalana? Pues un problema muy serio y que no se puede separar del crecimiento del sentimiento independentista catalán: las gafas del nacionalismo español único que llevan puestas sus señorías para fabricar tan desdichada sentencia. Cada cual tiene su cota de responsabilidad, pero la decisión del alto Tribunal, suprimiendo partes simbólicas de un Estatuto además plebiscitado, es gravísima. Por supuesto que quien reclama la independencia es el responsable de esa tendencia política, pero el Tribunal Constitucional ha verificado una idea nefasta: España pasa de nosotros, tal y como lo piensa una buena porción del pueblo catalán.
En el fondo, el federalismo que propongo vendría a ser un equilibrio entre lo más racional de los dos nacionalismos, el español y el periférico. Un difícil equilibrio sobre todo si lo que mandan son las pasiones y no las razones.
El «soberanismo-decisionista», sea en nombre de la nación («somos una nación, luego somos soberanos, y, por tanto, tenemos derecho a decidir unilateralmente nuestro futuro político»), sea en nombre de la mayoría democrática («somos la mayoría, luego somos soberanos, y, por tanto, tenemos derecho a decidir unilateralmente nuestro futuro político) se está imponiendo en amplios sectores de nuestro país como un principio idóneo para el tiempo actual. ¿Qué opinas de esto como jurista y como ciudadano?
José Ignacio Lacasta Zabalza. Lo primero que hay que hacer es desmontar el concepto mismo de soberanía. Ya no existe. En las memorias del expresidente Rodríguez Zapatero hay una carta de Trichet, el presidente del BCE, cuya lectura recomiendo a todo el mundo. En un par de meses, Trichet le dicta a Zapatero las medidas a realizar y, a continuación, se reforma el artículo 135 de la Constitución española en el sentido querido por esa persona ficta –así le llamamos a esa figura los juristas- que atiende al concepto ilusorio de “Europa”. Porque tampoco es Europa. Y además esa reforma trata de un auténtico estado de excepción por motivos financieros…
Luego pensemos en las definiciones clásicas de la soberanía: varios poderes concurrentes y uno que predomina (el Rey frente a los nobles y la Iglesia y luego la nación en su lugar o el pueblo); la competencia de la competencia, la última palabra, el atributo que no se comparte con nadie, etcétera.
No se si dan ganas de reír o de llorar. ¿Quién manda aquí? Pregunta clásica sobre este concepto. Desde luego varios poderes menos el pueblo, que es del que “emanan” (el mismo verbo que en la Constitución republicana de 1931) según la Constitución vigente todos los poderes. Y así se aprestaron el PSOE y el PP a hurtar un referéndum constitucional para la reforma del artículo 135, que concierne al Estado social y al Título Preliminar de la Constitución (como lo dice la propia ley de reforma), luego…se saltaron un trámite obligatorio.
Así que ¿quién manda aquí? El Estado es un héroe local, como dice algún constitucionalista portugués, supeditado a las grandes decisiones de la famosa troika o a esa ficticia “Europa”. Y si el Estado es ya ese ente local, ¿qué son los Estados más pequeños proyectados por el independentismo?
Otra cosa es el asunto del derecho a decidir. Envidio la sentencia del Tribunal Supremo de Canadá sobre Quebec porque podía recurrir al instituto del pacto federal que obliga a todos los suscriptores del mismo y establece legalmente ese equilibrio entre los intereses de la parte y el todo, sin descuidar la práctica de varios referéndums. Pero está claro que nuestro héroe local no está por la labor de un pacto de esas características, por donde tendría que apuntar, así lo creo, un verdadero cambio constitucional.
José Ignacio Lacasta Zabalza es Catedrático de Derecho Constitucional y Filosofía del Derecho en la Universidad de Zaragoza.