(Galde 20 – invierno/2018). Entrevista realizada por Miren Ortubay – Antonio Duplá.
Docente en la Universidad de Deusto, magistrada suplente en la Audiencia Provincial de Bizkaia, Catedrática de Derecho Penal en la UPV/EHU en el Departamento de Derecho Público, magistrada del Tribunal Constitucional y Vicepresidenta del mismo hasta marzo del año pasado, «bilbaína ilustre» a propuesta del Alcalde Azkuna, el curriculum de Adela Asúa es abrumador. Si hubiera que destacar algún aspecto de su dilatada trayectoria, quizá podría ser su constante reivindicación del debate de ideas, a partir de una profunda reflexión sobre los valores básicos de la convivencia. De hecho, el pasado mes de octubre recibía en Bilbao el premio Txema Fínez a la promoción de la justicia, precisamente, en palabras del jurado, «por su defensa permanente del diálogo como base de la convivencia en democracia». En un mundo abrumadoramente dominado por hombres, como es el de los niveles superiores del poder judicial y constitucional, destaca su perfil profesional y su compromiso cívico invita a una conversación sobre diferentes temas de actualidad.
Su vuelta a la docencia del Derecho Penal ha coincidido con la presentación de una propuesta de la oposición parlamentaria para derogar la pena de prisión permanente revisable –una “cadena perpetua” introducida en 2015- y, simultáneamente, con la petición de un grupo de padres cuyos hijos o hijas menores han sido víctimas de delitos graves para que se mantenga dicha pena. ¿Qué reflexiones le suscita esta polémica?
Si el Gobierno promete con altavoces que la “prisión perpetua” es el remedio seguro para impedir que vuelvan a repetirse los crímenes más reprobables, no puede extrañar que la reclamen tanto los padres de las víctimas como cualquier persona compasiva, por el bien de la sociedad.
Ese tipo de demandas calman momentáneamente los ánimos, pero la realidad es que no ofrece más seguridad que otras penas graves, ni más éxito que otras formas de intervención mediante tratamiento o supervisión fuera de prisión. Y lo que el gobierno oculta son los problemas de la gestión de las penas perpetuas, y los problemas de su compatibilidad con la prohibición de penas inhumanas. Nos hemos prohibido emular al criminal aplicándole un castigo que iguale el daño y el dolor que sus crímenes causaron. Nos hemos conjurado para no reproducir círculos de horror, porque estamos convencidos de que es necesario parar esa dinámica para reducir la violencia en nuestra sociedad.
Controlar el peligro de la escalada delictiva y respetar los derechos de quien es calificado como amenaza para la sociedad no son dos objetivos irreconciliables, aunque no sea fácil explicarlo. Este es el reto al que nos enfrentamos si queremos mantener los rasgos propios de una sociedad democrática y a la altura de la experiencia y de los conocimientos científicos del siglo XXI.
En ese sentido, ¿es compatible ese castigo con el mandato que establece la Constitución –y las normas europeas- de que las penas persigan la resocialización?
La obligación de ofrecer a los reclusos las condiciones para la reinserción social al finalizar el cumplimiento de la pena es un claro mandato constitucional. El Tribunal de Estrasburgo interpretando el Convenio de Derechos Humanos lo considera igualmente irrenunciable. La prisión de por vida no es compatible con la dignidad humana. Según la jurisprudencia del TEDH, una pena “perpetua” sólo puede admitirse si por ley se garantiza una revisión obligatoria tras un periodo de seguridad, en tanto mantiene un portillo de esperanza de libertad. Un mecanismo de revisión que desdiga la vocación de “perpetuidad”, y que requiere no solo la revisión formal que permita la reinserción en la sociedad del penado sino, a la vez, que el Estado garantice la oferta concreta en cada caso de los programas de tratamiento pertinentes para superar la peligrosidad, del condenado (con claridad, las sentencias del caso Vinter y otros contra Reino Unido en 2012, y la del caso Murray contra Países Bajos en 2016).
Para cumplir con esa exigencia, la nostálgica reinstauración de la cadena perpetua ha tenido que vestirse con la nota de “revisable”, pero el mecanismo de “revisión” que ha previsto se pospone al previo cumplimiento en prisión de un periodo de 35 años. Con esa perspectiva temporal, no resulta creíble hablar de incentivos y programas de reinserción… durante 35 años. Por ello, la actual regulación no ofrece garantías de observancia del mandato constitucional.
Efectivamente, esa “prisión de por vida” se reintrodujo en 2015 gracias a la mayoría aritmética de un partido nostálgico, con toda la oposición en contra, pero ¿era necesaria o ya existían en la ley penas suficientemente duras?
En 2003 ya se produjo un notable endurecimiento, elevando a 40 años el tiempo máximo de estancia en prisión y fijando largos “periodos de seguridad” antes de poder acceder a permisos o al tercer grado, cuando se trata de supuestos graves. Esta reforma incorporaba ya características propias de una pena casi de por vida. Con la actual prisión permanente revisable, las expectativas de que una persona condenada por delitos graves permanezca cuatro décadas en prisión son prácticamente las mismas que con la reforma anterior.
Como ya no cabe mayor endurecimiento en privación de libertad, la reforma de 2015 en este punto lo que ofrece es un cambio de nombre, en el que ha primado la carga simbólica que evoca la idea de un encierro a perpetuidad. Además de aprovechar la oportunidad política de concentrar la atención en una clase delitos –terribles, cierto, pero reducidos en número- con el consiguiente desplazamiento hacia la penumbra de las noticias sobre delitos de “otro calibre”.
Es decir, que también en este campo estamos ante una nueva ola de populismo
El populismo hace tiempo que vino para quedarse y va ganando batallas, pero creo que no es inmune al contraste con razonamientos que pueden descubrir la vacuidad o la falsedad de las premisas populistas. Aunque debe reconocerse la fuerza de las estrategias de señalamiento de un “culpable” causante de todos los males, y de la simplificación de las soluciones y del consuelo que otorga ubicarse junto a los buenos (buenos ciudadanos, buenos patriotas, buenos creyentes).
En lo que concierne a las políticas penales, sabemos que es un campo propicio para movilizar los miedos y los estereotipos del criminal peligroso. Aunque los casos de “criminales peligrosos” que cometen esos delitos más graves son numéricamente poco frecuentes, lógicamente son los más preocupantes. Estos casos requieren estrategias de inversión específica en medios de prevención, de investigación y de tratamiento, y no meras promesas imposibles de cumplir, por más que produzcan buenos réditos electorales.
Pero, al mismo tiempo que el poder centra la atención pública en un determinado tipo de delincuencia que acrecienta el miedo y la sensación de inseguridad, también parece que el sistema penal está comenzando, por fin, a juzgar la corrupción y otros delitos cometidos desde el poder económico…
Es cierto. La ampliación en los últimos tiempos del escrutinio judicial hacia zonas tradicionalmente opacas, nos lleva a encontrar hoy la crónica del crimen en las páginas de la economía y de la política, un ámbito que el “sentir popular” identifica con el latrocinio. La entidad de la avería que estos delitos causan a los dineros públicos y a la confianza en la democracia, entronizando privilegios y favoritismos, provoca una indignación de otro tipo. Es la delincuencia de la “gente bien”, que no alcanza el título de “crimen”. Por ello se reclama que ante todo devuelvan lo “robado” y se confisquen sus fortunas. Tal vez por ello se está aceptando sin mayor escándalo que se acuerden con el Fiscal sustanciales rebajas de pena por la confesión y por la cooperación con la Justicia, o por la devolución de la ganancia ilícita. No deja de ser paradójico que la opinión pública se conforme con penas de menor entidad, y que la catarsis del juicio público opere como remedio del que se espera arrepentimiento para el futuro. Aquí no se requieren costosos programas de “reinserción”, ni discursos sobre la peligrosidad. Todo parece que puede llevarse de forma más “civilizada”.
No obstante, esa especie de levedad en la respuesta, con menos acento en lo punitivo, contrasta con la aparición de nuevos delitos que sancionan conductas de gravedad dudosa en muchos casos (actuaciones en internet, discurso del odio, etc.). Asistimos a una escalada de “tipificación” de nuevos delitos porque parece fácil y barato prohibir en el papel, aunque luego esos temas ocupen a los tribunales en detrimento de la investigación de conductas de mayor calado.
Es otra cara del populismo que no reclama graves penas, pero sí intervención judicial que sirva de pedagogía. Una especie de “externalización” de una función que corresponde a los mecanismos ordinarios de aprendizaje y de socialización, incluyendo el debate público en su caso. Las leyes penales no tienen como función educar o sensibilizar sobre el respeto necesario a las demás personas, o sobre los derechos fundamentales, aunque sí se les puede atribuir la antigua pedagogía de la “letra con sangre entra”. En última instancia, se pone la confianza en la política del castigo cuando la sociedad ha fracasado en sus mensajes de integración. Sin embargo, la ley penal no es un semáforo que regula la circulación cotidiana, ni siquiera en horas punta cuando algunos sortean las señales, sino la alarma roja que advierte de que se circula en sentido contrario, con peligro de seria colisión.
Pero, lejos de utilizar el castigo como último recurso y sólo para las conductas más perjudiciales, se observa cierta tendencia a criminalizar lo que puede considerarse mero ejercicio de la libertad de expresión, sátira política o crítica legítima…
Sí, se ha retrocedido en la interpretación sobre el ámbito de conductas que quedan amparadas en la libertad de expresión. El mal gusto, el carácter provocador o desagradable de una sátira o de una crítica no pueden desgajarse del debate que refuerza la salud de la democracia. Solo el insulto gratuito y sin conexión con el mensaje crítico puede considerase fuera del amparo de la libertad de expresión.
En los últimos tiempos se ha introducido otra limitación a la libertad de expresión: son punibles los signos o expresiones que reflejen “odio” a una persona o a un colectivo. El problema es la interpretación que se está haciendo de lo que significa una conducta penalmente reprobable por su conexión con el “odio”. A mi juicio se extrapola indebidamente la prohibición de manifestaciones xenófobas o análogas contra colectivos en riesgo de agresión y discriminación, y se amplía el ámbito delictivo de los delitos de “odio” a supuestos en los que no concurren las circunstancias de pertenencia a un grupo en riesgo de ser agredido.
El delito específico de provocación al odio se asienta en la experiencia del peligro real de escalada de los procesos de exclusión y hostilidad, uso de violencia y de eliminación de los miembros pertenecientes a grupos identificados por razón de su pertenencia étnica, religión, país… Lo que fundamenta la penalización no es la lesión del honor o de los sentimientos, sino la conmoción de las condiciones que aseguran su subsistencia y libertad, frente a la hostilidad manifiesta contra el grupo de pertenencia. Poco tiene que ver con el eventual odio que pueda deducirse de una forma de manifestación crítica contra alguien que no pertenece a tales grupos, y que por ello no padece aquellos riesgos. Pero una vez que el propio Tribunal Constitucional, en su sentencia n. 177/2015, consideró que la quema de fotos de los reyes en una manifestación republicana era delictiva por expresar odio a los monarcas, y por conformar una eventual provocación a una agresión contra sus personas, se ha dado por bueno un entendimiento expansivo, alejado del sentido de la punición de la provocación al odio. (Tuve ocasión de pronunciarme en contra de esta interpretación explicando mis razones en el Voto disidente a dicha sentencia)
Como una de las pocas mujeres que ha llegado al TC, ¿cree que los poderes públicos están comprometidos en el logro de la igualdad real y efectiva de mujeres y hombres? ¿También en el ámbito de la justicia?
La diferencia respecto hace 15 años es evidente; el efecto de las leyes de igualdad es reconocible en muchos ámbitos, en particular allí donde las leyes especifican la exigencia de paridad y la sociedad reclama su cumplimiento. El compromiso como voluntad política de avanzar en todos los campos… evidentemente no es uniforme.
En la justicia, campo de presencia mayoritaria de mujeres entre juezas y magistradas, es conocida su menguada representación en la presidencia de Tribunales Superiores de Justicia de las Autonomías, así como en la magistratura del T. Supremo. Paradojas del imaginario colectivo, la Justicia con su balanza y su espada tiene cuerpo de mujer, pero el “poder judicial” sigue asociado a la imagen de severa autoridad, masculina por supuesto. Y allí donde, como ocurre en el TC, los nombramientos dependen de los parlamentos –autonómicos y estatales– o del CGPJ o del Gobierno, la reticencia de facto de algunos partidos a tomarse en serio esta cuestión revela lo que falta por avanzar.
La violencia sexista es la máxima expresión de esa desigualdad de género que todavía perdura, ¿está habiendo un cambio real en la percepción social de esa violencia como una vulneración intolerable de los derechos de las mujeres?
En mi percepción, creo que la opinión general, la que expresan ahora los políticos y la que se retroalimenta con los medios de comunicación, reconoce hoy la violencia sexista como ataque a la dignidad y a la autonomía de la mujer; creo que pese a la polémica originada por la denominación “violencia de género”, la ley “integral” de 2004 abrió el camino al entendimiento de estas agresiones desde los parámetros que Naciones Unidas venía proclamando en sus objetivos de actuación contra la discriminación y violencia contra las mujeres. Y el desvelamiento de los patrones culturales de la larga historia del patriarcado comienza a incorporarse como explicación del arraigo de las desigualdades de género. Ahora bien, deshacer este lastre histórico que impregna nuestra cultura y la estructura social, requiere décadas de derribo de materiales tóxicos. Llevará tiempo.
En nuestro país se ha dado un notable protagonismo a la respuesta penal frente a la violencia sexista. ¿Es un instrumento eficaz? ¿habría que avanzar en otros ámbitos?
La política de los castigos ante las violencias es imprescindible para levantar acta de lo intolerable y combatir la impunidad agazapada en las costumbres. Pero la ley penal no tiene el poder de remover los obstáculos que impiden el pleno reconocimiento de la autonomía y dignidad de las mujeres; solo la coordinación con políticas de empoderamiento de las mujeres, y en las que se impliquen también los hombres, permitirá la disminución del sexismo y de sus manifestaciones más dramáticas.
La importancia de la conciencia social sobre las raíces de los delitos sexistas ha quedado constatada en la campaña #Me too# contra el prevalimiento de posiciones de poder para imponer favores sexuales. Su efecto de concienciación es más contundente que el Código penal. Precisamente esta clase de abusos, aun los que pudieran considerarse “menores”, apuntan a la médula del problema, a la cosificación de la mujer como cuerpo disponible para quien tiene vocación y poder por “naturaleza” para hacerle girar sobre sus deseos. Aunque no medie violencia.
Me interesa resaltar esa fuerza del lema “se acabó” (Time’s Up), de un “ya basta” de silencio y el disimulo, y el hecho de que no se apelara a intervención de la justicia sino a la implicación de todos en no tolerar las prácticas abusivas. El efecto de esas manifestaciones públicas alcanza una proyección mundial, con más fuerza que una Declaración de las Naciones Unidas.
El Hollywood que ha recreado todos los estereotipos de género de la cultura patriarcal de la desigualdad, levanta acta de un cambio trascendental. Es el mero hecho de proclamar la reivindicación mediante el potente altavoz del mundo del cine. Ojalá tenga eco en tantos lugares donde las niñas y mujeres sufren la crueldad del sometimiento al amparo de tradiciones supremacistas que desprecian su dignidad.
Y hablando de protagonismo excesivo del sistema penal y de la justicia en general, ¿se está judicializando la vida pública y la política?
Es más de lo mismo. Se pretende sustituir lo insustituible: la imprescindible conversación política, el debate y la confrontación con argumentos -no solo con proclamas-, la búsqueda de un espacio de coincidencia… Todo esto constituye el “abc” de la convivencia para garantizar que las visiones diferentes, las percepciones diversas, no solo convivan sino que formen parte de la dinámica social de forma dialéctica y sin pretensión de imposición por una “razón superior”.
Pero si la pregunta se refiere a de Cataluña, creo que el tema requiere una larga conversación, monotemática. 1
Y viceversa, ¿se ha politizado la justicia? La percepción es que se resta importancia o se desprestigia la separación de poderes, ¿existe ese peligro?
La justicia en general cumple su cometido con independencia y solvencia; pero en los nombramientos en algunos tribunales estratégicos –en la Audiencia Nacional, en el T. Supremo, etc.-, en más de una ocasión se observa que las afinidades políticas son determinantes para la designación. Y al menos en cuanto a la “apariencia” que se desprende de tales designaciones, se quiebra la confianza en las instituciones.
Quedarían muchas preguntas, pero para terminar: Se percibe también cierta politización en las interpretaciones restrictivas de las competencias autonómicas que viene haciendo el Tribunal Constitucional y frente a las que usted ha formulado algún voto crítico. ¿Es así?
En el tema de la delimitación de las competencias, el TC ha desempañado una labor decisiva en la conformación del Estado de las Autonomías. La magistratura constitucional interpretó el sentido de la transformación política de la distribución territorial que los constituyentes plasmaron, logrando un grado importante de consenso. Pero este diseño tiene sus detractores y, en los últimos 10 años, se han convertido en mayoría en el seno del TC. Esto se ha reflejado en sus sentencias, en numerosas rectificaciones de la línea jurisprudencial anterior, en un ejercicio de overruling, la mayoría de las veces implícito, sin exteriorizar su fundamentación. En este punto el TC ha estado dividido, como se constata en los Votos Particulares.
Esto nos lleva de nuevo al problema de la conformación de los altos tribunales. Se hace flaco favor a la democracia y a la credibilidad institucional cuando no se respeta el sentido de ésta. Y el sentido de un órgano que debe preservar el espíritu del consenso constituyente, no partidista, debe reflejarse en que sus miembros sean representativos de las distintas sensibilidades sociales y territoriales en el marco de su competencia profesional, de manera que puedan aportar diversidad junto a independencia, lejos de fidelidades partidarias o ideológicas. No se viene respetando la “cuota” autonómica en la conformación del Tribunal, pese a que desde 2007 son los Parlamentos autonómicos quienes proponen candidaturas para la renovación de cuatro miembros. Y todo esto ha repercutido en el cariz de la última jurisprudencia que resuelve la conflictividad competencial entre los poderes centrales y los autonómicos. No hablemos ya de la exigua representatividad por género, a la que he aludido antes.
Notes:
- Adela Asúa nos comenta que ha expuesto recientemente su punto de vista sobre este tema en Campusa (https://www.ehu.eus/eu//-/n_20171103-cathedra-adela-asua). ↩