(Galde 02, primavera/2013). Ando por la ciudad en la que nació Rembrandt. Paso por una plaza cerca de donde su abuela tuvo un molino y donde él se compró un terrenito, para disfrutarlo y para invertir. Hay un cementerio en un parque, cerca del centro, donde está enterrada la madre de Van Gogh. En esta ciudad se puede andar en silencio. Hay muchos sitios donde se puede estar en silencio. Sus habitantes, con sus movimientos, con su voz, me sugieren calma. Parecen estar acostumbrados a pasar largos ratos leyendo. De hecho, se ven grandes bibliotecas a través de las ventanas sin visillos de muchas de las casitas a lo largo de los canales; incluso en las vivendas flotantes se ven libros, muchos libros. Me provocan una sensación agradable, de paz, de territorio amigo: sonrisa interior, como la que se me escapa cuando veo un par de fochas con sus crías entre los nenúfares. Entre nenúfares y –vaya, se fastidió el hechizo— botellas de plástico. No sé si también aquí hay botellón, pero los efectos de la noche son parecidos. Levantarse temprano tiene el castigo de ver la cara fea del paraíso: bolsas de plástico y botellas vacías en el agua, en las macetas de flores, en la hierba de los jardines. Debe ser que aquello de que Dios ayuda al que madruga no vale para quien madruga para andar. O tal vez es que en el refrán el masculino no es genérico (no siempre lo es) y, como yo no soy «el que», sino «la que», Dios no me ayuda, me hace ver lo feo, antes de que lo limpien esos empleados que madrugan para recoger basura (¿será esa su ayuda?). Habría también basura en los tiempos de Rembrandt. Probablemente igual de maloliente y antiestética, pero también más perecedera que nuestros omnipresentes plásticos.
Sigo andando y me llevo otro susto, cuando descubro que el edificio más cercano a la entrada del cementerio es precisamente una residencia de mayores… El cementerio en el que está enterrada la madre de Van Gogh. Y, de Van Gogh, vuelvo a Rembrandt, a su abuela: ¿se acordaría Rembrandt, de mayor, de su abuela, del molino de su abuela, de cuando él iba allí cuando era niño? Creo que sí, un molino, una abuela son cosas difíciles de olvidar.
Hacernos mayores nos lleva a olvidar algunas cosas y a recordar otras con particular nitidez, como si la memoria diera a algunos episodios más cuerpo. Muchos de esos recuerdos más sólidos se sitúan en la infancia. La infancia de Elías Querejeta ocurrió en Hernani y él decía, por eso, que su patria era Hernani.
Elía Querejeta murió de madrugada el día de mi cumpleaños. El insomnio provocado (supongo) por el inminente viaje a esta ciudad de Rembrandt, su abuela y la madre de Van Gogh, hizo que yo estuviera oyendo la radio cuando dieron la noticia. Una de las primeras cosas que rememoraron fue lo de su pueblo como única patria. Lo había leído antes. Pero, al oírlo en el contexto de la noticia de su muerte, me emocioné especialmente. Lo agradecí como un primer regalo de cumpleaños: qué maravilla que Elías Querejeta pensara eso, qué bien que lo dijera alguien de Hernani, aquel pueblo en el que vivían los chicos más guapos cuando mi abuela era joven. Al menos así lo recordaba ella poco antes de morir. A mí me suena más a otros chicos, a otra visión más guerrera y excluyente de la patria.
Prefiero que nuestros recuerdos más profundos sean nuestra patria, nuestra única patria. Eso me provoca una sonrisa total, de dentro afuera, de respirar aire más puro: como cuando veo los libros en las casas flotantes, o las fochas con sus crías entre los nenúfares de estas calles en las que ni el casco ni el carril-bici son necesarios, porque hay más bicicletas que coches.