Galde 39, negua 2023 invierno. Marta Pascual y Yayo Herrero.-
“Siempre podemos derrumbarnos. Este es el motivo por el cual luchamos por estar juntos.” Judith Butler
Empleamos casi dos décadas en alcanzar el estado que nos permite la autonomía que otros animales tienen a las semanas o días de nacer. ¿Cómo llegamos a olvidar esa fragilidad y comenzamos a pensarnos o desearnos como seres independientes? Hay momentos en que esa necesidad de apoyo es más intensa y otros menos, pero siempre existe. Ser tan dependientes ha constituido una ventaja adaptativa para nuestra especie, pues nos obliga a darnos apoyo. Las grandes obras humanas -y las pequeñas- son fruto de acciones colectivas. Pero esa interdependencia somete a tensiones que en sociedades capitalistas y patriarcales no se resuelven con justicia.
En la mayor parte de los lugares el apoyo mutuo no mantiene reglas de reciprocidad a lo largo de la vida. El balance de los trabajos de cuidados es asimétrico y tiene un profundo sesgo de género. En culturas patriarcales -todas?- los hombres reciben cuidados en mucha mayor medida de la que los dan y van generando una huella de cuidados, al modo de la huella ecológica, que no saldan en la vida. Sin entrar en otros sesgos con los que se reparten estos trabajos (de raza, de clase…) no cuidar e invisibilizar el cuidado es una forma de crecer y de construirse que afecta a gran parte de la humanidad.
En el modelo de desarrollo hegemónico la reproducción de la vida es un medio que explotar para conseguir crecimiento y acumulación. Existe un conflicto estructural entre el capital y la vida. El capitalismo “cuida” de que se den las condiciones necesarias para la reproducción del capital y se desentiende de la reproducción de la vida, más bien parasita los procesos que la mantienen. En su conjunto, se trata de, usando palabras de Vandana Shiva, un modelo de mal desarrollo biocida, que otorga un valor radicalmente desigual a distintas vidas.
El feminismo se ha empeñado en la tarea necesaria de visibilizar los trabajos cotidianos de regeneración de la supervivencia y el bienestar y denunciar su invisibilidad y reparto desigual. La división sexual del trabajo es una forma de nombrar la explotación sobre la que se asienta (junto con la de la tierra y de las comunidades indígenas y campesinas) el sistema de producción capitalista. Los trabajos reproductivos, con coste cero impuestos por el orden patriarcal, permiten que el sistema se sostenga. El feminismo ha señalado el reparto de los cuidados como espacio central de disputa con el patriarcado. Hasta aquí todo sabido, aunque pendiente de remediar.
Dice Judith Butler que cuando los filósofos hablan de estado de naturaleza, en el origen, imaginan a un hombre adulto, dueño de sí mismo y autosuficiente. El primer momento de lo humano no es la infancia, ni es mujer. Almudena Hernando, en La fantasía de la individualidad, apunta a procesos diferenciales en que los hombres construyen identidades supuestamente individuales, mientras que las mujeres desarrollan identidades relacionales. Esta concepción de quienes somos nos empujará en una u otra dirección. La forma en que nos pensamos -y nos piensan- tiene mucho que ver con el que nos hagamos cargo, o no, de otros seres.
A esta construcción de identidades podemos sumar los procesos de individualización que la cultura capitalista ha promovido y alimentado. El yo deseante (y cliente) se reconoce como prioridad. Hay quien llama al siglo XX el “Siglo del yo”. Dentro de este marco, la valoración de lo colectivo a menudo pasa por la consideración de los beneficios individuales. Si me viene bien es bueno. El sujeto individual, su opinión, sus emociones, sus deseos ocupan una posición tan central que se pone difícil la priorización de la justicia o la solidaridad si entra en contradicción con estos.
A medida que los análisis feministas sobre los cuidados se hacen presentes para romper esta construcción, aparecen derivas preocupantes en muchos discursos. Estas derivas se ubican en tres ejes: el de la individualización, el del reduccionismo y el de la despolitización.
Desde el feminismo se ha denunciado la relegación de los cuidados al espacio privado. La protección material y emocional de los cuerpos se da en ese espacio cerrado y cada vez más solitario. Es una relación unidireccional y asimétrica: una parte recibe y otra parte ofrece los cuidados (normalmente una mujer). Esto ocurre en el orden patriarcal, en el que no hay reparto ni relevo. En el límite de la privacidad han ido cobrando protagonismo los cuidados dirigidos a la propia persona. El autocuidado se refiere normalmente a desligarse de actividades o responsabilidades, practicar ocio o atender el bienestar corporal. Se llega a decir que no es posible el cuidado ajeno si previamente no se da el autocuidado, como si debieran ser diferentes y consecutivos. Este proceso está auspiciado por el mercado, y consolidado, una vez más, por la cultura de masas. Más allá de la evidente necesidad de una salud y bienestar de base y de unos tiempos para la vida que nos permitan formar parte de la vida social, esa prioridad del autocuidado, en ocasiones está sirviendo de argumento para intensificar el individualismo. No se nombra como autocuidado que un señor se haga cargo del lavado de su propia ropa – no digamos ya de la de otros -, acompañar a una vecina, organizar las fiestas del barrio o arreglar un pantalón rasgado, cosas que sin duda generan bienestar. Muy en contra de la demanda feminista de sacar los cuidados del sótano de lo doméstico y avanzar hacia su corresponsabilidad y su colectivización, estos se estrechan hasta hacer a cada cual responsable de su propio bienestar y al tiempo irresponsable de los ajenos. Mientras, en lo oculto, sigue habiendo personas, mayoritariamente mujeres, que se siguen haciendo cargo de lo que no se nombra, pero es imprescindible.
Esta mirada del autocuidado no es posible si nos asumimos como seres esencialmente interdependientes, hechos de vínculos. Existe otro autocuidado, el que pone límite a los abusos, que defiende la dignidad personal y nos sostiene, a veces en medio de la precariedad y la dureza de las luchas sociales. Este autocuidadose apoya en el acompañamiento. Nuestra autoprotección se funda en la protección de otras y otros. Y viceversa.
En muchos espacios en los que se nombran y defienden los cuidados se dan también procesos reduccionistas que los centran en el bienestar emocional, y tienen como objeto las expresiones y emociones individuales. Ese bienestar emocional, despojado de mirada contextual, no se pregunta cuáles son las condiciones comunitarias para el mismo, o las condiciones para un bienestar más allá del propio, ni las consecuencias que pueda tener defender su consecución. Tampoco considera la propia responsabilidad en los procesos que nos sostienen, que crean entornos vivibles, como son la defensa de la actividad asociativa, el derecho a una alimentación sana, a la educación pública o a aire limpio. El enfoque de la sostenibilidad de la vida enlaza estos niveles. La vida se cuida en la corta distancia, pero también en la media y la larga. Es algo que no puede hacerse olvidando nuestra condición de seres ecodependientes, nudos de esa red viva que nos afecta y a la que afectamos.
Una tercera deriva preocupante que se da sobre los cuidados y de nuevo los aleja del feminismo es su despolitización, es decir, su desvinculación de la justicia y de la mirada estructural. Cómo se reparten, qué cuidados son generalizables y cuales suponen un detrimento de otros cuidados, cual es el papel de lo comunitario y las instituciones en su organización y mantenimiento. Y cómo practicar el “compromiso de cuidarnos” frente a las amenazas y hostigamento de los poderes económicos y políticos, como defiende la Protección Integral Feminista practicada por las redes de Defensoras de Derechos Humanos.
Podríamos pensar por contra en los cuidados como un espacio de relación, de reivindicación y de reciprocidad que nos construye, siempre que no se den en condiciones de imposición o violencia. Podríamos imaginar un proceso expansivo en el que cada vez más tiempo, más personas, más redes, más pensamiento, más infraestructuras, más relaciones, más reconocimiento, más decisiones políticas, más servicios públicos y sociocomunitarios se organizan para enfrentar lo que las destruye y proteger todas las vidas. Proteger en sentido amplio, es decir, hacer posible la sostenibilidad de las vidas, especialmente de aquellas que cuando se pierden, no merecen ser lloradas.
Porque, mientras el sistema intenta confundirnos, los trabajos de cuidado de las personas y la tierra siguen ahí, pertinentes, complejos, impostergables. Y muchas prácticas colectivas recrean solidaridades de proximidad y también de distancia, que buscan ensancharlos. El feminismo también sigue ahí, ahondando significados y denunciando un sistema en contra de la vida. Los cuidados con enfoque feminista son aquellos que atienden la vulnerabilidad de los cuerpos, sí, pero también de las vidas en sentido más amplio, haciendo al tiempo comunidad, defendiendo a quien defiende y construyendo justicia en un medio biofísico en riesgo. Esos cuidados integrales nos sacan del narcisismo neoliberal, que nos quiere autocentrados, consumidores de bienestar, ciegas a lo que haya alrededor. Los cuidados ecofeministas atienden a los cuerpos y a las comunidades, garantizan la atención a sus necesidades. Redistribuyen las tareas feminizadas, pero también redistribuyen las luchas y los beneficios de estas, y extienden esa demanda de protección a las condiciones de habitabilidad de nuestro mundo: alimentos, agua, energía, comunidad, vivienda, territorio,salud, cultura.
Si aceptamos que todas las vidas son dignas de ser lloradas (volvemos de nuevo a Butler), que no hay vidas que valgan menos que otras, la consecuencia política es que todas las vidas, humanas y no humanas, tienen que ser cuidadas, es decir, proveídas de lo necesario para que permanezcan. Y en consecuencia también necesariamente serían vidas responsables de cuidar. Cuidar y proteger desde las instituciones, pero también desde las comunidades y las personas es un acto político al tiempo que ético, porque nombra un principio para organizar la vida en común y para construirnos como humanos y como seres terrícolas.
Mirar desde la sostenibilidad de la vida supone mirar desde otro lugar y cambiar el enfoque analítico. La prioridad no es cómo crece la economía sino cómo se sostienen las vidas de las personas y la del resto del mundo vivo. Para ello, es preciso poner en el centro el debate sobre las necesidades en un contexto con límites físicos y temporales. Es preciso poner en el centro todas las dimensiones que permiten articular la vida en común y todas las desigualdades en el reparto de trabajos y recursos. Ensanchar los cuidados supone acercarse a la política y a la economía no dando la vida por hecha, como suele decir Amaia Pérez Orozco, sino desde la consciencia de que su mantenimiento requiere un trabajo cotidiano, cíclico y siempre inacabado.
Organizarnos desde el enfoque de la sostenibilidad de la vida apunta a la construcción de una responsabilidad colectiva. Supone una actitud ética y política, una voluntad de hacerse cargo, tanto de la propia vida, como la de otras personas y, en sentido amplio, del planeta.
Un principio político del cuidado podría actuar como faro y palanca para transitar hacia una sociedad justa y viable. Faro porque permitiría preguntarse e iluminar qué vida en común es la que debemos proteger cuidar y cómo podemos sostenerla desde ya. Sería una palanca porque al visibilizar la ecodependencia y los límites, y la vulnerabilidad y la interdependencia, sienta las bases para politizar la vida cotidiana.
Desde la lógica del cuidado podemos realizar una crítica al conjunto del sistema, pero, además, podemos definir el tejido social y económico que desearíamos: una red que tenga en la sostenibilidad de la vida su eje gravitatorio, respetando los límites ecosistémicos; una red en la que todas las personas y agentes sociales sean corresponsables del cuidado y de la regeneración permanente del bienestar; una red en la que las vidas cuidadas no lo sean a costa de otras vidas –humanas o no humanas. Esta transición abocaría al reconocimiento al derecho universal al cuidado, a la corresponsabilidad en el cuidado como deber –que no significa el deber de cuidar a una persona en concreto– y al derecho de las personas que cuidan a hacerlo también en condiciones dignas.
Necesitamos ensanchar los cuidados para sostener y sostenernos.