Elkarrizketa. Daniel Innerarity: La sociedad de las crisis

 

Galde 38 – udazkena 2022 otoño. Manu González Baragaña entrevista a Daniel Innerarity.-

Daniel Innerarity, es un conocido filósofo y analista, y autor de numerosos libros y artículos científicos. Innerarity es catedrático de filosofía política y social, investigador IKERBASQUE en la Universidad del País Vasco y director del Instituto de Gobernanza Democrática. Es también profesor a tiempo parcial en el Instituto Universitario Europeo en Florencia.

A diferencia de otras épocas de la historia, vivimos hoy en una sociedad que no está asediada por enemigos exteriores sino por auto-amenazas. Se trata de crisis y catástrofes como la pandemia, la crisis climática, inundaciones, incendios y sequías que de alguna manera son el resultado de nuestro modo de vida.
Pero ¿se trata, propiamente hablando, de una crisis?

Daniel Innerarity.- Tal vez no exactamente, si nos atenemos al correcto significado de este concepto. Una crisis es un momento agudo y excepcional, en el que se decide la supervivencia de un organismo o de una institución y tras el cual viene la extinción de quien la padece, se recupera la anterior normalidad o se realizan las transformaciones necesarias para garantizar la propia supervivencia. Algunas de las actuales catástrofes pueden entenderse así, como una crisis más, que tarde o temprano se resuelven con vacunas, ayudas económicas y reparaciones. Pero hay otra parte que no. Existen dimensiones de las crisis que no son transitorias o excepcionales y en relación con las cuales no tiene sentido hablar de «vuelta a la normalidad».

No estamos en medio de una crisis (ni siquiera de varias, como suele asegurarse, por ejemplo, con el término «sindemia»). No vivimos en una sociedad en la que hay contagios sino en una sociedad contagiosa, estamos en un mundo epidémico y no tanto en un mundo en el que irrumpen de vez en cuando las epidemias, de inestabilidad financiera sistémica más que de crisis económicas ocasionales. Creo no exagerar si afirmo que no estamos preparados para vivir y gobernar un mundo en el que no hay crisis si no que es crítico, cuyas sociedades y gobiernos viven en medio de una inestabilidad mayor de la que son capaces de gestionar. Que la sociedad se encuentre en un estado de crisis permanente no quiere decir que haya muchas crisis sino que no hay un mundo exterior desde el que nos llegaran esas crisis y que es muy improbable que seamos capaces de algo que pudiera calificarse propiamente como su solución. Donde mejor se comprueba esto es en el hecho de que no sabemos cómo ni cuándo se terminan las crisis. Los seres humanos discutimos mucho acerca de la naturaleza de las crisis en las que nos encontramos, pero nos resulta más difícil ponernos de acuerdo acerca de la normalidad a la que deberíamos aspirar, si esta consiste en lo que está después de la sacudida, si es una recuperación del momento anterior a la crisis o comporta un cambio transformador. Si al menos pudiéramos encontrar algo parecido a un culpable exterior a nuestra sociedad, pero no, el problema es que la sociedad tiene un problema con ella misma. No se trata de meteoritos que caen desde el espacio sino de crisis que producimos con unas prácticas y con unas instituciones con las que tendríamos que solucionarlas. Esa coincidencia entre quien origina tales crisis y quien debería resolverlas es el verdadero problema a la hora de abordarlas.

¿Es posible cambiar la sociedad que genera tales crisis?

D. I.- La evidencia de que es necesario cambiar no siempre implica la posibilidad de hacerlo. Que las sociedades tienen que cambiar es una exhortación frecuente pero que no suprime la controversia acerca de en qué dirección y de qué modo, si debiéramosdarnos prisa o desacelerar y qué es lo que la crisis habría puesto de manifiesto. Podemos estar de acuerdo en la urgencia de combatir el cambio climático y mostrar las mejores intenciones, pero esa exigencia termina siendo neutralizada por la irrelevancia de los estados, su insuperable diversidad de intereses e incluso por la incapacidad de modificar el consumo individual.

En el caso concreto de la crisis del coronavirus, la cuestión acerca de los cambios necesarios requiere de entrada examinar si las medidas que se adoptaronen los momentos álgidos de la crisis realizaron ya las modificaciones sociales de fondo que necesitábamos. Mi respuesta es que la excepcionalidad del confinamiento, útil a los efectos de frenar el contagio, no alteró suficientemente las condiciones sociales de la crisis sino que produjo una ilusión de control. La intensa intervención sobre la sociedad durante el confinamiento extremo ha frenado la extensión del virus (con sus efectos secundarios) y poco más. Como mecanismo de transformación de la sociedad (y de neutralización de las causas que nos han llevado hasta la crisis) la concentración de poder es absolutamente ineficaz. La sociedad vuelve a sus rutinas con pocos aprendizajes significativos. El virus lo agita todo pero no cambia casi nada; interrumpe muchas cosas pero modifica muy pocas. La sociedad interpreta la crisis como una anomalía tras la cual hay que restablecer la anterior normalidad. Después del confinamiento hay quien mantuvo un cierto tiempo la ilusión de que era fácil mantener a raya a la población, que se impusieran las evidencias y los aprendizajes correspondientes, que los estados decretaran los cambios oportunos y estos se produjeran con toda la radicalidad necesaria. Habíamos vivido una experiencia singular de control y docilidad que nos pudo llevar a sacar conclusiones equivocadas. El rápido retorno a los viejos usos y costumbres revela hasta qué punto grandes problemas como el cambio climático o el consumo irresponsable apenas pueden resolverse mediante una intervención directa y centralizada en las rutinas sociales.

El uso de categorías bélicas para entender aquella extraña situación, por inadecuado que sea, responde a que la guerra ha sido el único fenómeno capaz de integrar de un modo similar las fuerzas centrípetas de lo sanitario, lo económico, lo jurídico y lo político. Por eso las guerras han sido un poderoso elemento de integración y construcción de los estados nacionales. Solo en la guerra y en el confinamiento es posible (temporalmente) un control de la sociedad y un alineamiento de sus diferentes lógicas.El confinamiento integró momentáneamente a la sociedad, pero después se volvió enseguida a la lógica de la diferenciación. Unos reclamaban la reapertura de las escuelas, otros la de los comercios o la cultura, otros consideraban que por fin volvían los derechos, y todo ello vivido con una euforia que nos predispuso para la ola de contagios del otoño posterior.La crisis del coronavirus pone de manifiesto que cada actor ha sacado consecuencias distintas y de acuerdo con lógicas diferentes e incluso incompatibles. Vuelve después la diversidad de actores que tienen a su vez que resolver problemas distintos y de un modo que no se deja fácilmente integrar.

Las formas de vida no suelen ser la consecuencia de decisiones racionales sino el resultado de prácticas asentadas.Para conseguir cambios sociales hay que proporcionar los medios adecuados. Que las personas individuales dejen de coger el coche solo es posible si hay medios públicos de transporte que faciliten los desplazamientos deseados; el tipo de conducta que hemos de mantener para frenar los contagios ha de contar con la información adecuada; transitar hacia una mayor digitalización exigirá una mejor capacitación y ayudas concretas para que nadie se quede atrás. Es cierto que las grandes transformaciones demandan sacrificios, pero la sociedad no los hará si no confía en que habrá una ganancia, personal y colectiva, y que los costes se repartirán equitativamente.

Cuando hablamos de las cosas que nos ha enseñado la pandemia solemos aludir a algo que debe hacerse, pero tal vez es más interesante haber constatado hasta qué punto es difícil cambiar la sociedad y cuál debería ser nuestra actitud ante esa dificultad. Puestos a cambiar la sociedad, deberíamos comenzar entendiendo qué limitada es nuestra capacidad de transformarla, qué insuficiente es el saber del que disponemos.

¿A qué se debe en última instancia la dificultad de gestionar las crisis?

D. I.- Las democracias tienen dificultades prácticas para la gestión de las crisis pero no porque sean democráticas sino porque están diseñadas para un mundo que en buena parte ya no existe: dan por supuesto que la sociedad continúa pacíficamente diferenciada cuando lo cierto es que está dramáticamente fragmentada, como si estuviéramos en una sociedad mundial compuesta de estados soberanos autosuficientes, que son capaces de unificar criterios y movilizar, cuando en realidad apenas lo consiguen en su interior y con el resto de los estados. Si no entendemos la naturaleza de este anacronismono podremos hacernos cargo de la crisis de nuestra sociedad.

¿Qué queremos decir cuando hablamos de una sociedad diferenciada?El éxito de la sociedad moderna se debe a eso que los sociólogos llaman diferenciación funcional y que permite a las esferas de la economía, la política, la sanidad, el derecho o la educación un desarrollo autónomo. Como conquista histórica, el estado nacional consiguió que las evoluciones de cada uno de esos subsistemas se mantuvieran con una cierta congruencia. La verticalidad de la jerarquía institucional era respetada y la provisión eficaz de bienes públicos que realizaba la burocracia de los estados proporcionaba la legitimidad necesaria para que el sistema resistiera al menos aquellas crisis para las que había sido diseñado (como los conflictos sociales o las guerras). Sobre esta idea elemental se configuró la distinción de poderes, la división del trabajo y la diferenciación de esferas sociales autónomas. Dábamos por entendido que esa configuración de la sociedad nos proporcionaría más libertad y seríamos más productivos; la articulación equilibrada entre todo ello no nos parecía especialmente problemática. Hoy estamos en un contexto muy diferente: hacia dentro y hacia fuera ese equilibrio es puesto a prueba.

Por supuesto que no vamos a renunciar a la diferenciación (que supondría abandonar elementos fundamentales de nuestra cultura política liberal, como la primacía de la ley, la secularización o el carácter abierto de la economía de mercado), ni tampoco a la división del trabajo en la que se basa nuestra productividad o a las lógicas de descentralización sin las cuales peligraría el pluralismo político.Pero actualmente nuestros problemas no proceden de la falta de diferenciación sino de la dificultad de equilibrar esas diferencias. Hoy nos encontramos en una constelación muy distinta de la época gloriosa de los estados nacionales, pese a los intentos nostálgicos por recuperar aquella congruencia (en clave de estado para la izquierda o de nación para la derecha).

Nuestro problema fundamental hoy es la configuración de lo común sin anular las diferencias, conseguir una unidad de acción a partir del pluralismo y la inteligencia distribuida, impedir que la pluralidad de lógicas y perspectivas (por ejemplo, entre la política, la economía y el derecho) se convierta en una trágica incompatibilidad.

¿Por dónde habría que empezar a solucionar las cosas?

D. I.- Una sociedad diferenciada posee una gran capacidad para resolver problemas concretos que atañen a un ámbito específico —la ciencia produjo con gran rapidez vacunas eficaces, las organizaciones se digitalizaron en muy poco tiempo— pero se encuentra con unas mayores dificultades cuando el problema tiene una naturaleza que trasciende esa competencia sectorial y atañe al conjunto de la sociedad, especialmente los efectos laterales que transformaban dichas soluciones en problemas para otros ámbitos: un confinamiento decretado desde el sistema político que daña el funcionamiento de la economía, una ciencia cuyo rápido éxito produce desconfianza en algunos sectores de la sociedad, una digitalización que amenaza otras formas de comercio, una salud epidemiológica que agrava la salud mental, una familia que no está diseñada para que sus miembros vivan mucho tiempo sin otros momentos de diferente relación social.

Tenemos unas instituciones que resuelven relativamente bien problemas aislados —de acuerdo con el esquema de la diferenciación—, que fracasan sistemáticamente cuando se trata de un problema que implica a varios ámbitos y lógicas sociales y que naufragan estrepitosamente cuando ese problema afecta a la totalidad de la sociedad, es decir, cuando no es propiamente un problema sino una crisis. La enorme capacidad de prestaciones que proporciona la moderna diferenciación funcional se debe a la especialización, a la segmentación y a la renuncia a monopolizar la totalidad social, pero esto mismo representa un problema cuando haría falta tener en cuenta escenarios de interdependencia, visión de conjunto y coordinación.

¿Cómo podríamos resolver ese problema? Se trataría de alinear esos ámbitos que tienden a tener una cortedad de vista y a tomar en cuenta únicamente su propia concepción de la realidad sabiendo que esa convergencia será siempre provisional, discutida y revisable. El gran tema de reflexión de las sociedades contemporáneas es la divergencia de lógicas y sus potenciales efectos negativos, los riesgos derivados de no atender a criterios de compatibilidad. Nuestra mayor innovación política consistiría en crear espacios y dinámicas de encuentro y conexión. Armin Nassehi ha proporcionado un bello imperativo categórico para este nuevo mundo en el que la diferenciación y la soberanía han topado con sus límites: “actúa de manera que el otro se pueda acoplar”. Conectarse no significa consenso, sumisión o control, pero rompe también con la lógica de la indiferencia y la externalización. Nos estaríamos refiriendo a todas aquellas operaciones que van desde tener en cuenta la perspectiva de los otros hasta las formas más intensas de reciprocidad, acuerdo, coordinación, cooperación e integración.

Si la verdadera crisis de nuestras sociedades es esta y las catástrofes recurrentes son sus recordatorios, entonces tenemos que abordar los problemas de otra manera, más anticipatoria, holística, transnacional, colaborativa y horizontal; las crisis nos están recordando la necesidad de pensar en una nueva manera de hacer política que sea más receptiva para las formas inéditas que tendrá que adoptar en una sociedad que se hace cada vez más imprevisible.

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