El Derecho: ¿Instrumento de nivelación o refuerzo de las desigualdades?

Bandera por la igualdad ante Parlamento.

(Galde 16 – otoño/2016). Miren Ortubay y Tomas Arrieta. Casi nadie duda de que el advenimiento de los Estados de Derecho supuso un avance notable para la sociedad. El imperio de la ley y la igualdad de las personas ante ella permitieron el reconocimiento de un incipiente estatus de ciudadanía que, en la esfera privada, se construyó, básicamente, a partir de un principio de no injerencia en la vida de las personas y en el gobierno de sus bienes. En el ámbito público supuso una garantía frente al poder sancionador de un Estado que, al tiempo que reclamaba el monopolio de la violencia, sujetaba su ejercicio a todo un conjunto de garantías formales y materiales, como el principio de legalidad y el acceso a un proceso justo. Estos principios fueron elevados a la categoría de derechos fundamentales en los propios textos constitucionales que, fieles al mito liberal clásico, no toleraban ningún tipo de diferencia o trato formalmente desigual entre los individuos por sus condiciones sociales, su origen o sus características personales.

Pero, con toda seguridad, el paso más decisivo para el progreso democrático se corresponde con la asunción desde el propio Estado de una dimensión social, que los textos constitucionales más modernos (artículo 1.1 CE) recogieron de forma explícita y que supuso la introducción en los llamados Estados Sociales de Derecho de deberes de actuación efectiva para dotar de contenido material aquel incipiente estatus de ciudadanía.

Esta evolución vino a incidir también en el papel que desempeñaba el Derecho y, en cierto modo, a invertir el paradigma clásico que separaba lo privado como ámbito de actuación asentado en la autonomía formal -aunque engañosa- de los individuos, donde el Estado permanecía ajeno, y lo público, concebido como un mecanismo de garantía e igualación de todas las personas frente al intervencionismo estatal, principalmente en su dimensión punitiva o limitadora de la libertad personal.

Todos los llamados derechos sociales (a la educación, sanidad, protección y seguridad social, etc.) pertenecen a esta fase de evolución de los estados modernos. También se consolida en esa etapa un relevante cuerpo de normas que, si bien ubicadas en la esfera de las relaciones privadas, como el derecho laboral, asumieron una posición beligerante y explícitamente niveladora de las desigualdades materiales entre empresarios y trabajadores. Este objetivo se consigue de forma directa, imponiendo en los contratos de trabajo contenidos mínimos obligatorios, así como mediante el establecimiento y promoción desde la propia ley laboral de herramientas de negociación colectiva para la mejora progresiva de las condiciones de trabajo y empleo.

En el ámbito público, el Estado social conlleva la aparición de la idea de la reinserción y la rehabilitación de las personas infractoras, a las que se sigue considerando como parte de la comunidad. Se defienden asimismo los postulados de intervención mínima, según los cuales sólo sería lícito recurrir al derecho penal cuando las medidas de carácter social resulten insuficientes para prevenir o intervenir en los conflictos sociales. El poder punitivo debería ser la última ratio a la que acudir, sólo en ausencia de otro tipo de respuestas de eficacia similar y siempre respetando las garantías que protegen a las personas frente a los castigos arbitrarios o desproporcionados.

Sin embargo, estas dos parcelas -en las que el Derecho, partiendo de una desigualdad objetiva, trata de establecer un equilibrio- han experimentado en los últimos años una indudable involución. Como si de una vuelta de tuerca se tratara, en el ámbito de las relaciones privadas el Estado ha iniciado una clara retirada, abandonando su objetivo nivelador mediante el debilitamiento de la negociación colectiva y la rebaja del nivel de protección de los derechos de las personas trabajadoras, volviendo a refugiarse en viejos paradigmas liberales clásicos. En la esfera pública, por el contrario, ha reforzado su intervención y control, acentuando la respuesta punitiva frente a los conflictos sociales. En una sociedad obsesionada por la seguridad, se gobierna mediante el castigo, es decir, se identifica la protección con el incremento de las penas -el llamado populismo punitivo- y se ejerce la “guerra preventiva” frente al crimen, llegando a sancionar la mera peligrosidad o a negar las garantías procesales a quienes el poder etiqueta como ajenos, extraños o directamente enemigos.

Por ello, en este dossier –renunciando al análisis de otras áreas jurídicas también en ebullición- se ha centrado la mirada en la evolución reciente del Derecho penal y de las normas laborales. Ambas áreas permiten una reflexión sobre la función de las normas jurídicas como potentes herramientas de construcción, desde el poder político, de nuevos escenarios en los que, de forma deliberada, se estaría cuestionando e, incluso, abandonando la dimensión social de los Estados de Derecho y propiciando, entre otros efectos, el crecimiento de la desigualdad.

En la mayoría de los casos, estas reformas han sido impulsadas, en diversos grados de intensidad pero sobre la base de un hilo conductor común, por gobiernos de centro-izquierda y de derechas y expresan, por tanto, profundas y preocupantes tendencias de fondo sobre las que se está afianzando una perturbadora línea de división entre ciudadanos de primera y segunda categoría. Basta recordar, en este sentido, que el proceso de deconstrucción de un modelo normativo laboral de clara orientación protectora de los derechos de las personas trabajadoras, y el debilitamiento progresivo de la negociación colectiva como medio preferente de intervención en un mercado de trabajo progresivamente más desequilibrado y más inseguro, se iniciaron en el periodo anterior al gobierno de mayoría absoluta del PP. Desde esta perspectiva, en todas las nuevas leyes que se han sucedido, al menos desde 2010, la desregulación y la flexibilidad, erigidas en los nuevos mantras, se tratan de justificar (y/o disfrazar) bajo supuestas exigencias ineluctables de competitividad en un mercado omnipresente, que actúa también como un todopoderoso legislador ante los imperativos de una realidad que se renuncia a cambiar, erosionando la función transformadora y niveladora de desigualdades que compete al Estado.

En el derecho laboral, este retroceso se está consolidando mediante una legislación que niega a la negociación colectiva y al propio derecho al trabajo una efectiva dimensión constitucional, a pesar de que formalmente ambos se recogen en el capítulo II del título I de la CE y de que deberían ser objeto, por tanto, de una especial protección respecto a su núcleo duro o contenido esencial. Esta interpretación reduccionista de las exigencias constitucionales, con la consiguiente devaluación práctica de los derechos básicos que tradicionalmente han configurado el estatus de ciudadanía en los Estados sociales de derecho, ha sido validada por el propio Tribunal Constitucional al analizar la ley 2/2012 de reforma laboral, lo que refuerza las tendencias apuntadas y añade un factor adicional de preocupación. No obstante, hay que reconocer también que la respuesta de los tribunales ordinarios, como operadores jurídicos cualificados, ha conseguido neutralizar alguna de las consecuencias más duras de las últimas reformas, como la pérdida de derechos laborales por el decaimiento de los convenios colectivos.

También en el ámbito del Derecho penal aparecen resoluciones judiciales que, de algún modo, intentan paliar la expansión punitiva mediante lecturas restrictivas de tipos penales cuyos contornos se han ampliado desmesuradamente, sin respeto alguno por el principio de lex certa (la precisión en la definición de los tipos penales). Sin embargo, nada puede frenar el incremento represivo que, tras las reformas de 2003 y 2010, ha culminado en 2015 con la introducción de la “cadena perpetua”, símbolo perfecto de la vigente política criminal.

En todo caso y para terminar esta presentación, conviene recordar que existen otras muchas dimensiones sociales y políticas conectadas con el mundo del derecho. Por poner algunos ejemplos desordenados, cabe mencionar cuestiones como el respeto a la diversidad entre las personas sin perjuicio de la universalidad de sus derechos; el acceso a bienes sociales básicos, como la vivienda y/o las rentas básicas de ciudadanía; el surgimiento de nuevos sujetos de derechos (¿tiene derechos la naturaleza?); el pluralismo jurídico (derechos indígenas –comunitarios- vs. derechos individuales); las fronteras del Derecho (derechos supranacionales). Todas merecerían ser objeto de análisis; ¿quizás en próximos números?

Tomas Arrieta es experto en Derecho Laboral

Miren Ortubay es profesora de Derecho Penal en la UPV/EHU

Categorized | Dossier, Política

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