Galde 33 uda/2021/verano. Kepa Tamames.-
La actual regulación de los bienes del Código Civil dota a los animales del estatuto jurídico de cosas: en concreto, con la condición de «bienes muebles». Resulta paradójico que el Código Penal ya distinguiera en 2003 entre los daños a los animales domésticos y a las cosas -reforma sobre la que se profundizó en 2015-, mientras que el Código Civil sigue ignorando que los animales son seres vivos dotados de sensibilidad». Con estas aproximadas palabras comienza la Proposición de Ley de Modificación del Código Civil, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil, sobre el régimen jurídico de los animales, presentada al Congreso de los Diputados por el Gobierno en octubre de 2017. Y tiene razón el introito, por cuanto en los últimos tiempos se ha venido observando un paulatino distanciamiento entre el Código Penal (CP) y el Código Civil (CC) por cuanto a la protección y consideración legal de los animales. Así, mientras el CP ha incorporado a lo largo del presente siglo una serie de sustanciales reformas en dicho campo, el CC ha quedado anquilosado en épocas pretéritas, cuando lo lógico y deseable es que ambas normativas observen una máxima coherencia en contenido y espíritu, al tiempo que se acomodan a la realidad cambiante, muy notable en el caso del respeto social hacia los animales en general, y hacia las especies domésticas en particular.
Parecerá a muchos inaudito que aún hoy se considere en algunos textos legales a los animales domésticos como «bienes muebles», categorizándolos por tanto en idéntico apartado que las mesas o los candelabros. Con independencia del valor crematístico asignado a unos y otros, parece claro que en el caso de los animales existe un plus de afecto – bidireccional, por más señas- que los hace especiales, al punto de que mucha gente afirma sentirlos como «unos miembros más de la familia». Tal reconocimiento, que hace no tanto quedaba oculto en círculos cerrados, por evitar su confesor cierto descrédito y hasta mofa social, es hoy aceptado con mucho mejor talante, siendo ello una nítida demostración de la notable evolución social experimentada tan solo en las últimas décadas.
El cambio pretendido por el nuevo Código Civil responde a la evolución deseada de nuestra percepción del mundo en su conjunto, y de manera especial en la consideración que nos merecen algunas partes de ese mundo: los animales, en cuanto que entidades sintientes, con los que podemos llegar a establecer muy estrechos vínculos sentimentales. Al progresar en dicho cambio perceptivo (moral, en definitiva), todo el entramado jurídico ha de verse en lógica consecuencia modificado, de tal manera que refleje el sentir ciudadano y se amolde a él lo más fielmente posible. Es así que, al incorporar los protagonistas renovados estatutos (con los consecuentes castigos para quienes violen sus intereses), la normativa no hace sino servir de herramienta para la aplicación de la justicia como fórmula de relación social inherente a la comunidad humana.
No en vano, «animal» es el «ser dotado de respiración o soplo vital», portador por tanto de un alma, lo que conlleva la suposición de que posee en algún grado la capacidad de sentir estados binarios de alegría/sufrimiento, o de dolor/bienestar. Es este factor de la sintiencia el que sin duda marca y condiciona nuestra forma de apreciar a los animales. Y quizá proceda recordar en este punto que los humanos somos de facto animales, a tiempo completo y en su totalidad biológica. Ello no obsta para que al usar en cualquier discurso genérico la palabra animal demos por sentado que nos referimos a los «animales no humanos», aceptando la acotación sin mayor problema, en aras de la eficacia al que todo mensaje se debe. En efecto, el cambio de consideración de los animales en el nuevo texto del Código Civil viene engarzado con las necesarias reformas tanto en la Ley de Enjuiciamiento Civil como en la Ley Hipotecaria, pues ambas asumen casos donde los que los animales quedan con frecuencia en situaciones difíciles tras la ruptura de grupos familiares.
El objetivo final de la reforma de este conjunto de normativas es la debida adecuación nacional al Tratado Fundacional de la Unión Europea, que en su artículo 13 establece como prerrogativa para sus socios: «Los estados miembros tendrán plenamente en cuenta las exigencias en materia de bienestar de los animales como seres sensibles». Esto implica que cualquier normativa que afecte en su contenido a los animales considerará obligatoriamente su bienestar, por cuanto se trata, en efecto, de «seres sensibles». El reconocimiento como tales resulta de suma importancia, pues elimina al tiempo la consideración de meras «cosas», «seres semovientes», «bienes muebles» que hasta ahora han tenido -sufrido- en buena parte del corpus legislativo español. La elevación de su estatuto moral viene dada por el cambio de paradigma social respecto a nuestra obligación para con los animales, y ello obliga a su plasmación legal.
En la práctica, podemos apreciar que los nuevos textos imposibilitan el embargo de animales como consecuencia de litigios, y en casos de ruptura familiar (divorcio, separación) facilita la guarda y custodia compartida, considerando el máximo beneficio para todas las partes (adultos humanos, niños, animales). Incluso contempla la posibilidad de que la ‘custodia compartida del nido’ se extienda a estos últimos, siendo así que el cambio temporal de tutela incluye al grupo completo: niños y animales, por ejemplo, siempre según los acuerdos adoptados. Una fórmula que sin duda garantiza la fortaleza emocional del grupo (‘nido’). Así mismo, la nueva normativa prevé la posibilidad de reclamación de una parte a la otra en caso de incumplimiento de las pautas acordadas, como la cesión del animal a un tercero durante los periodos de tutoría, o que se satisfagan de forma adecuada las necesidades del animal en cuanto a alimentación, esparcimiento, u otras cuestiones que las partes consideren de calado.
La nueva legislación prevé igualmente posibles indemnizaciones a la parte desprovista del animal. Existe de hecho jurisprudencia al respecto: «La privación de la compañía del animal a uno de los consortes, por consecuencia del cese de la vida matrimonial, o por ruptura de una unión estable de pareja de hecho, produce sentimientos de tristeza, desasosiego, ansiedad y añoranza en la persona a la que se priva de su compañía». Sin duda, de la redacción se deduce un encomiable ejercicio de empatía.
En su articulado se prevé que el destino de los animales de compañía ha de tenerse en cuenta a partir del interés tanto de los miembros de la familia como del bienestar del animal, «pudiendo preverse el reparto de los tiempos de disfrute si fuera necesario». Ciertos artículos remarcan el interés de todas las partes (humana/animal), «con independencia de la titularidad» (detalle este importante).
En varios apartados del documento se califica a los animales de compañía como «ser dotado de sensibilidad», cuestión esta troncal a la hora de legislar sobre «quién» (alguien) antes que sobre «qué» (algo).
Establece la norma asimismo que, en caso de infligirse un daño importante al animal -incluyendo su muerte por parte de terceros, «su propietario y quienes convivan con el animal tienen derecho a una indemnización, que será fijada equitativamente por el tribunal, por el sufrimiento moral sufrido». Vemos que, más allá del valor pecuniario del sujeto jurídico, se tiene en cuenta por cuanto a posibles indemnizaciones el daño moral causado no solo al propietario, sino a quienes convivieran con la víctima, siendo así que se reconoce de forma tácita un factor tan subjetivo como evidente: el afecto interespecie.
Vemos que a lo largo del texto existe un espíritu sensible a los intereses particulares de cada animal como individuo, rebasando con claridad el límite del valor puramente material, para acoger con naturalidad sentimientos humanos tan comunes y virtuosos como el cariño, el aprecio o el apego emocional.
Kepa Tamames. ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales)