El trabajo de Stuckler y Basu se basa, en última instancia, en datos, y habla de las historias que hay detrás de esos datos. Pretende traducir la culminación de una década de investigaciones realizadas por los autores en el campo de las recesiones y las crisis económicas. La conclusión a la que se llega una y otra vez a partir de los datos es que las recesiones hacen daño, pero la austeridad mata.
Desde el inicio de la Gran Recesión en 2007 los políticos han reaccionado de forma radicalmente distinta en los diferentes países de Europa: algunos han incrementado el gasto y han reforzado los sistemas de protección social, como las ayudas al desempleo y los programas de prevención del hambre, mientras que otros han adoptado medidas de austeridad en un intento de reducir sus déficits a corto plazo. Estas respuestas tan sumamente diferentes han creado un «experimento natural» , una oportunidad poco frecuente de examinar de qué forma las distintas políticas afectan a la economía y, en última instancia, a nuestra salud.
Las estadísticas de salud de la Gran Recesión ponen de manifiesto el precio letal de la austeridad. Tal y como los autores denuncian a lo largo del trabajo, si los experimentos en austeridad hubiesen estado gobernados por las mismas exigencias rigurosas que los ensayos clínicos, un comité de ética médica los habría suspendido hace mucho tiempo. Los efectos colaterales de los tratamientos de austeridad han sido severos y a menudo letales. Los beneficios de dicho tratamiento no se han materializado.
En última instancia, denuncian, la austeridad ha fracasado porque no se apoya ni en una lógica ni en unos datos sólidos. Es una ideología económica. Parte de la creencia de que un gobierno reducido y unos mercados libres siempre son mejores que la intervención estatal. Se trata de un mito socialmente construido, una creencia cómoda para políticos de la que se aprovechan quienes tienen intereses creados en reducir el papel del Estado y en privatizar los sistemas de bienestar social para su provecho personal. Hace muchísimo daño, al castigar a los más vulnerables en lugar de a quienes han provocado esta recesión.
En lugar de imponer austeridad, se deberían promulgar políticas basadas en pruebas para proteger la salud en las épocas difíciles. La protección social salva vidas. Si se administran correctamente, esos programas no arruinan el presupuesto, sino que impulsan el crecimiento económico y mejoran la salud pública.
Sin embargo, los defensores de las austeridad han hecho caso omiso de las pruebas disponibles acerca de las consecuencias económicas y para la salud de sus recomendaciones. La mayor tragedia de la austeridad no es que haya dañado nuestras economías. La mayor tragedia es el sufrimiento humano innecesario que ha causado.
Existen alternativas a la austeridad. Suecia, Finlandia e Islandia han optado por alternativas a la austeridad que, cuando son implementadas correctamente, no solo fomentan la recuperación sino que pueden salvar vidas. Estas alternativas no son una negativa a aceptar una dura realidad económica, sino esfuerzos creíbles para dar voz a la gente en la toma de unas decisiones económicas que afectan profundamente a su economía y a su salud.
Lo que se precisa es una alternativa que funcione, y que haya sido probada y verificada en anteriores recesiones. Habiendo tantísimo en juego, no podemos dejar esas decisiones en manos de los políticos al uso, en manos de la ideología. Los momentos de grandes dificultades exigen liderazgo y voluntad de hacer caso a los datos para lograr un futuro más feliz y saludable.
Finalmente, el Informe de Oxfam ), que llega a conclusiones y propuestas alternativas muy similares a las recogidas en la publicación de Stuckler y Basu, constata además las claras semejanzas entre la experiencia europea y las políticas de ajuste estructural impuestas en América Latina, el Este Asiático y África subsahariana en las décadas de 1980 y 1990. Estas medidas fueron un fracaso, un tratamiento que pretendía curar la enfermedad matando al paciente.