(Galde 15 – verano/2016). Santiago Burutxaga. Esta aparente contradicción en los términos -cultura libre y Estado- enuncia ya desde el título 1 el propósito del libro de J. Rowan. Los movimientos político-culturales que alumbraron el 15M y han nutrido las posteriores organizaciones políticas que se reclaman herederas de aquellas movilizaciones, se enfrentan ahora en muchos casos al reto de plasmar en hechos lo que en las plazas era solo un grito reivindicativo. Sus protagonistas viven la urgencia de los tiempos y ven cómo “el principio de realidad se empeña en desinflar nuestras fantasías y domar nuestros unicornios”, en palabras del autor.
Para Rowan-investigador, profesor universitario y activista-, la dimensión cultural de los movimientos del 15M fue sacrificada a la inmediatez de la razón política, sin valorar el hecho de que no existe cambio social profundo que no lleve aparejados cambios culturales. La cultura no ocupa un lugar protagonista en las nuevas agendas, con lo que la dificultad de los cambios no solo radicaría en la pervivencia de las inercias de lo viejo, sino también en la bisoñez y desarme ideológico de lo nuevo. La obra se propone indagar el encaje institucional que pueda tener en la nueva realidad aquel movimiento de cultura libre que surgió en la década de los 90 como resistencia ante la creciente mercantilización del arte y la cultura.
La cultura libre no constituye un modelo unificado ni posee un cuerpo de ideas cerrado y acabado, por lo que el autordedica una buena parte de su trabajo a clarificar el concepto. También a ubicarlo en los cambios de paradigma que las políticas culturales han venido ofreciendo en las últimas décadas. El texto repasa las transiciones habidas tanto en las políticas neoliberales como en las de la socialdemocracia, desde el humanismo inicial a la consideración de la cultura como un recurso, fundamentalmente económico, generado por las industrias culturales y creativas.
La recesión económica ha mostrado con crudeza la falacia de muchas de las ideas que se proponían como modelo de desarrollo socio-económico y la penuria en que desarrolla su trabajo la gran mayoría de los emprendedores y creadores culturales. Ante el fracaso de los modelos economicistas liberales, la cultura libre recupera una idea antigua: la de los bienes comunes, o procomún, que pertenecen a todos porque se heredan y crean conjuntamente, y que hay que proteger para las generaciones futuras. La cultura se sumaría así a otros bienes tales que la biodiversidad, Internet, el genoma, o el agua potable. Para Rowan, que realiza un notable esfuerzo por hacer “aterrizar” el concepto, lo común requiere de una comunidad que lo cree y lo administre con unas normas estrictas y excluyentes. Lo común no sería, por lo tanto, para toda la ciudadanía, y no podría nunca sustituir a lo público estatal, destinado a todas las personas. La cultura común es de grupo, y por su propia naturaleza, es experimento sujeto a cambios, requiere de autonomía, exige empoderamiento e implica resistencias, conflicto y pensamiento crítico que no esté constreñido por las burocracias institucionales.
Con estas premisas, el libro ahonda en las relaciones entre lo común y lo público, dos polos a ser cuidados y fortalecidos porque se necesitan mutuamente. Rowan invita a repensar las instituciones como infraestructuras del procomún. Las infraestructuras, dice, no son neutrales, se piensan políticamente. Es preciso abrirlas a la ciudadanía para que esta se apropie de ellas.
Lo político en la cultura no está solo en sus contenidos, en lo que cuenta o muestra iconográficamente, sino en algo más profundo, su capacidad afectiva o estética, susceptible de generar pensamiento hegemónico. Esa hegemonía, la parte política de la cultura que no se percibe, tiende a lo reaccionario. El autor lo expresa mediante un ejemplo muy evidente: aunque el Liceo de Barcelona programase conciertos de Def Con Dos, seguiría siendo un lugar diseñado para un acceso desigual a la cultura. Para cambiarlo se requiere mucho más que cambiar sus contenidos.
Para el autor, es el tiempo de que las estructuras administrativas permitan expresarse a las nuevas voces y que los “entornos críticos dialoguen con quienes hasta ahora eran los únicos que se creían legitimados para hablar de cultura”. Es tiempo de reinventar tradiciones, definir nuevas reglas, nuevas formas de habitar lo urbano, de cacharreros, de quienes investigan, de colectivos y pandillas, de “filisteos ilustrados y de bárbaros elegantes”.
Notes:
- «Cultura libre de Estado», Jaron Rowan. 2016. Traficantes de sueños. ↩