Galde 29 uda/2020/verano. Imanol Zubero.
Estos meses de confinamiento y estado de alarma han supuesto una de las disrupciones más inesperadas y profundas de nuestras vidas. Dosificado el contacto físico, racionados los besos y abrazos, controlada nuestra movilidad, limitada la vida social, nos hemos visto reducidas a la condición de refugiadas (de lujo, eso sí, la mayoría), recluidas en el espacio más privado y familiar. Cuando hemos salido de casa para trabajar o comprar lo hemos hecho enmascarilladas, privándonos del acceso a la gestualidad facial, tan importante en la interacción social. La comunicación mediada tecnológicamente ha sustituido (pobremente) a muchas de nuestras rutinas relacionales.
Y de pronto nos hemos descubierto como personas profundamente sociales, esencialmente cariñosas, radicalmente afectivas, ansiando dejar atrás el aislamiento forzado para volver a tocarnos, a abrazarnos, a juntarnos… Tan es así que hasta hemos sabido de la existencia de una patología, conocida como el «síndrome de la cabaña», que supuestamente afectaría a quienes, finalizado el confinamiento, manifiestan temor o rechazo a salir de nuevo a la calle, a recuperar la interacción social, a volver a sumirse en la relacionalidad masiva y cálida.
Pero, en realidad, ni éramos tan sociales ni hemos sufrido tanto con la suspensión o limitación forzada de tantas formas de interacción y contacto durante el tiempo de confinamiento.
CONTACTO FÍSICO: ENTRE LA NECESIDAD Y EL EXCESO.
¿De verdad nos relacionamos tanto, y con tantas personas? Según la Encuesta sobre Capital Social 2017 del Eustat la población vasca cuenta, de media, con una red próxima de familiares y amigos que asciende a 13 personas, siendo 24 las que configuraran la red amplia.Se trata, además, de redes muy homogéneas: la mayoría no cuenta entre sus amistades con personas de otras creencias religiosas, otra nacionalidad, diferente posición social o distinta tendencia política. Somos interactuantes selectivos. Escogemos escrupulosamente con quién nos relacionamos, para qué, cómo y durante cuánto tiempo. Nuestra prosocialidad es limitada. Lo era antes de la pandemia y lo seguirá siendo tras esta.
El contacto físico es una necesidad humana básica de la que depende no sólo nuestro bienestar emocional sino, en la fase de lactancia, la supervivencia física. Se trata de una constante biológica. Diversos (y atroces) estudios han comprobado que las crías de mono nacidas en laboratorio muestran un fuerte apego por las telas y gasas utilizadas para cubrir el suelo de sus jaulas, aferrándose a ellas cuando se retiran por motivos de limpieza para sustituirlas por otras. También que los cachorros lactantes criados en jaulas metálicas, pese a ser correctamente alimentados, presentan altas probabilidades de fallecer durante sus primeros días de vida. En esto, no somos diferentes: para desarrollarnos correctamente necesitamos de caricias tanto como de calorías. Afortunadamente, no se han hecho experimentos similares con bebés humanos… ¿o sí?
En un fascinante libro titulado El tacto, el antropólogo y biólogo Ashley Montagu cuenta que el emperador Federico II (1194-1250), deseando saber cuál sería la lengua que usarían «naturalmente» los seres humanos si se criaran sin escuchar la voz de nadie, ordenó a una serie de nodrizas que alimentaran y asearan a un grupo de niños, sin dirigirles ni una sola palabra, caricia o gesto cariñoso; según parece, todos fallecieron. De hecho, la pediatría moderna advierte contra el llamado síndrome de consunción, que puede afectar a lactantes privados de contacto corporal, llegando a desarrollar depresión profunda con pérdida de apetito, debilidad e incluso fallecimiento. De ahí que en muchos hospitales se promueva que personas voluntarias se comprometan a abrazar bebés (baby cuddlers), particularmente en el caso de prematuros, de manera que estos sientan el contacto humano en todo momento, cuando sus progenitores no puedan hacerlo.
Ahora bien, el contacto personal profundo también tiene límites igualmente marcados por la biología. El profesor de Antropología Evolucionista de la Universidad de Oxford Robin Ian MacDonald Dunbar es famoso por formular la hipótesis conocida como «número de Dunbar», según la cual los seres humanos tendríamos un límite cognitivo para mantener relaciones estables con otras personas, que rondaría los 150 individuos. Pueden ser menos, pero no es fácil que sean más, ya que esto tiene que ver con la capacidad de nuestro cerebro para considerar a otras personas como integrantes de un mismo grupo cercano. Juan Luis Arsuaga ha escrito sobre esto en sus libros El collar del neandertal y El sello indeleble (en colaboración con M. Martín-Loeches).
DESDRAMATIZAR LA DISTANCIA SOCIAL. Durante el confinamiento se ha discutido la pertinencia del término «distancia social» utilizado por el Gobierno como recomendación profiláctica para minimizar el riesgo de contagio por coronavirus. Hablar de distancia social nos parecía algo así como negar nuestra naturaleza profundamente social, como consagrar la a-socialidad como nueva norma de comportamiento.
Sin embargo, y aunque parezca paradójico, la distancia social es una estrategia de interacción, como señala el antropólogo Edward T. Hall, fundador de la proxémica, el estudio del uso que hacen los individuos en sus respectivas culturas del espacio interpersonal (La dimensión oculta, 1972). Los seres humanos mantenemos distintos tipos de relaciones, íntimas, personales,sociales y públicas, y a cada una le corresponde una distancia determinada para su correcto desarrollo, que varía entre diferentes culturas. Una distancia excesiva puede hacer fracasar una relación, pero lo mismo ocurre con una cercanía inmoderada. El distanciamiento (social y psicológico) es, en sociedades complejas, una forma de mantener la relación social. El sociólogo Erving Goffman analizó la «desatención cortés» (civil inattention), una estrategia de interacción que podemos considerar como una ficción relacional, pero que usamos cotidianamente y nos permite gestionar los numerosos contactos no elegidos que constituyen el grueso de nuestra vida social: «El componente esencial es que cada copresente presta una atención visual suficiente para demostrar que aprecia la presencia del otro (y que se admite abiertamente esta atención), pero que, al apartar con rapidez la mirada, se da a entender que no hay un motivo especial de curiosidad.» […] Estamos con probabilidad delante de la forma más delicada de ritual interpersonal, expresión que regula constantemente el intercambio social de las personas. Mediante el ritual de desatención cortés, la persona muestra que no alberga razón alguna para desconfiar de los demás, serles hostil o tratar de evitarlos» (Behavior in public places: Notes on the social organization of gatherings, 1963).
Un estudio de 2017 dirigido por la psicóloga Agnieszka Sorokowska («Preferred Interpersonal Distances: A Global Comparison», Journal of Cross-Cultural Psychology, 2017) analiza en 42 países cuál es la distancia preferida a la hora de interactuar con una persona desconocida, conocida o cercana. Su lectura nos obliga a revisar algunos estereotipos sobre las distintas culturas del contacto y la distancia social. Por ejemplo, en los países del norte («fríos) la gente se acerca físicamente más cuando interactúa con una amistad íntima o una pareja que en los países del sur («cálidos»), donde nos acercamos más a las personas extrañas y a las conocidas, pero no tanto a las íntimas. Y aunque la proxémica aritmética haya que tomarla con cautela, en el caso de España la distancia media cuando se interactúa con una persona íntima sería de 61,17 centímetros, y de 98,50 cuando se trata de una extraña. Prácticamente un metro, esta sería la distancia «normal»: un poco más y estaríamos en la distancia extraordinaria recomendada para casos de pandemia.
(RE)INSTITUCIONALIZAR EL CONTACTO. «La impersonalidad de la vida en nuestro mundo moderno se ha vuelto tan acusada que hemos producido, en efecto, una nueva raza de Intocables. Nos hemos vuelto extraños unos para con otros, no sólo evitando sino defendiéndonos activamente de todas las formas de contacto físico ‘innecesario’. La capacidad del hombre occidental para relacionarse con sus prójimos ha quedado muy atrás respecto a su habilidad para conversar con las computadoras, comunicarse con los coches y hablar con juguetes». No es algo escrito estos días pasados. El ya citado Montagu lo decía en 1979 en un libro titulado El contacto humano (escrito con F. Matson).
Pensar que la pandemia es la causa de nuestros distanciamientos o que va a ser el motivo de nuestro reencuentro es pecar de ingenuidad y sucumbir al pensamiento mágico. El problema de nuestro déficit relacional no es la pandemia que nos ha confinado temporalmente. Hay factores estructurales que lo explican.
El psiquiatra Humphry Osmond analizó el diseño de los espacios físicos y su efecto sobre la interacción entre las personas, distinguiendo entre espacio sociopetalo sociópetay espacio sociofugalo sociófugo (Some Psychiatric Aspect of Design, 1966). Hay espacios diseñados de tal manera que separan y aíslan a las personas que los habitan, y hay otros pensados para favorecer la interacción social. Y lo cierto es que el diseño de nuestras ciudades las vuelve crecientemente sociófugas. Pero no solo es cuestión de diseño físico, de hardware. Más preocupante aún es el diseño ideológico, simbólico, discursivo, ese software del miedo, la exclusión, el cierre, el desprecio y la irresponsabilización que amenazan con una rebrutalización de las sociedades europeas (George L. Mosse, De la Grande Guerre au totalitarisme. La brutalisation des sociétés européennes, 1999).
Las personas sin hogar no se han vuelto invisibles para la mayoría de la sociedad, la que ha podido quedarse en casa porque disponía de una, por efecto de la pandemia. El drama de las personas migrantes y refugiadas no se ha detenido. La gran catástrofe afectivo-relacional es la que se ha producido en las residencias de personas mayores y en los hospitales donde se ha muerto en soledad. Nada de esto ha sido causado por el confinamiento, aunque este haya podido agudizarlo.
Estos días de incertidumbre han sido también días propicios para redescubrir lo que de verdad hace que nuestras vidas puedan sostenerse y florecer: una vivienda digna, un ingreso garantizado, un entorno familiar y vecinal cohesionado, unos servicios sociales universales de calidad, un sector primario que produce alimentos abundantes y sanos, naturaleza, cultura accesible. Todo eso que nos resulta imprescindible y valioso comparte una característica fundamental: la projimidad, una proximidad cuidadosa y atenta, empática, solidaria.
Hasta ahora, nuestra vida ha cambiado por necesidad. Si queremos sacar algo bueno y duradero de esta crisis tenemos que conseguir que estos cambios obligados se conviertan en cambios elegidos: transformar la necesidad en virtud. Y en virtud colectiva. Practicar, de verdad, la projimidad: cuidarnos y cuidar, valorar a quienes cuidan, tanto en el espacio privado como en el ámbito público. Relocalizar al máximo nuestras vidas: producir local, consumir local. Repolitizar el espacio local, convirtiéndolo en el eje de una democracia participativa, de una barriocracia. Llenar nuestras calles y plazas de fiesta, de lucha, de memoria, combatiendo su conversión en no-lugares vaciados de vida.
Esto no es algo que vendrá como consecuencia automática de la crisis. Para no repetir el error de 2008 habrá que trabajar duro, organizarse y empujar. Afortunadamente no partimos de cero: en nuestros barrios y pueblos hay muchas asociaciones y organizaciones sociales que ya trabajaban antes desde la clave de la projimidad, que han seguido haciéndolo y que continuaránahora que termina el confinamiento. El primer día que salgamos a la calle, o el segundo, o el tercero, será importante que nos acerquemos a ellas y nos sumemos a su trabajo. Ahí se juega la auténtica socialidad, no solo emocional, sino institucionalizada. Resistente. Duradera.