Galde 35 negua 2022 invierno. José Antonio Pérez Pérez[1]
El corresponsal de El País en Washington, Iker Seisdedos, publicó un interesante reportaje el pasado 25 de noviembre, coincidiendo con el 400 aniversario del Thanksgiving Day, el día de Acción de Gracias, la fiesta más familiar y entrañable que se celebra en Estados Unidos. En su trabajo, el periodista recordaba el origen de una conmemoración que rememora el amistoso encuentro que se produjo entre los peregrinos ingleses que llegaron a bordo del Mayflower en 1620 huyendo de la persecución religiosa que sufrían en su país de origen y un puñado de nativos del continente americano. Según cuenta la leyenda, porque de eso se trata, estos últimos ayudaron a los colonos a salir adelante después de enseñarles a cultivar la tierra cuando el hambre comenzó a diezmarles. Un año más tarde, todos juntos, como buenos hijos de Dios, celebraron una comida de hermandad que sirvió para que los ingleses agradecieran a los nativos su colaboración y les ayudasen a sobrevivir tras las duras condiciones que se encontraron a su llegada al nuevo mundo. El mito, como casi todos los que adornan las historias nacionales, fue inventado en el siglo XIX y a partir de entonces se difundió por las escuelas de los EEUU, especialmente tras la Guerra de Secesión, cuando el presidente Lincoln se sirvió de esa leyenda para tratar de unir a una nación partida en dos. Pero sobre todo, fue la industria Hollywood, una auténtica maquinaria de contar y vender historias, reales y de las otras, quien ayudó a extender el mito hasta el último rincón del planeta. Los estadounidenses lo aprenden con cinco años en todos los colegios del país. Los ingleses y los indios se juntaron como hermanos y compartieron un pavo para celebrar aquel amistoso encuentro que tanta dicha trajo a los primeros. A continuación los nativos desaparecen de la historia. Y de la conmemoración.
Sin embargo, para la nación Wampanoag, que habita la península de Cape Cod desde hace más de diez mil años, no es precisamente un día de celebración, sino todo lo contrario. El pasado 25 de noviembre, mientras millones de norteamericanos se reunían en torno a una mesa, se cogían de las manos y rezaban a Dios dando gracias por los favores recibidos antes de trinchar el pavo con salsa de arándanos, los nativos se manifestaban por las calles de Plymouth, donde habían recalado los ingleses en la costa del posterior estado de Massachusetts, para conmemorar el National Day Of Mourning, su particular jornada de luto nacional con el fin de protestar, según rezaba en la convocatoria, contra “el genocidio de millones de nativos, el robo de sus tierras y el borrado de su cultura”.
Aunque en la historia española hay ejemplos muy similares (véase la polémica sobre el descubrimiento de América, percibido como un auténtico genocidio por amplios sectores sociales y políticos al otro lado del charco), la celebración del Thanksgiving Day puede ser un buen ejemplo para reflexionar sobre el significado que tienen las conmemoraciones, incluso las más entrañables, para diferentes grupos, y especialmente entre aquellas comunidades con una fuerte identidad nacional. Vivimos tiempos de memoria. Y de traumas. Individuales y colectivos. Algunos de estos últimos, se experimentan con carácter retroactivo. Traumas que nos atan al pasado y nos convierten en eslabones de una cadena interminable de afrentas y sufrimientos que se extienden hasta nuestros días. Generaciones que afortunadamente no han padecido la persecución, el acoso ni la violación de los derechos humanos más elementales, reivindican en nombre de sus antecesores y de la comunidad a la que dicen representar, una revisión sobre la historia que conmemora determinados hechos y olvida otros de forma selectiva y caprichosa. Hablan en nombre de los muertos, de las víctimas reales, son portadores de su memoria y luchan por recuperarla frente al relato hegemónico que supuestamente pretenden imponer las instituciones desde arriba. En España el movimiento a favor de la Memoria Histórica, impulsado a principios de este siglo, resulta un buen ejemplo.
Todo ello nos lleva a plantear una serie de cuestiones. ¿Quién o quiénes conmemoran unos determinados hechos? ¿Por qué se eligen unos en detrimento de otros? ¿Qué reacciones provocan en los grupos que se sienten excluidos? ¿Qué papel cumplen las conmemoraciones en las políticas públicas de la memoria que se impulsan desde las instituciones? ¿Son solo estas últimas las encargadas de recordar y difundir determinados acontecimientos que forman parte de nuestra historia? ¿Se debe legislar sobre una materia tan delicada y comprometida? Y si se hace, ¿cuál debe ser el límite, el negacionismo de los hechos más terribles que pretenden algunos grupos? ¿Qué debe predominar en las conmemoraciones, la historia o la memoria? ¿Deben revisarse las conmemoraciones en función de los cambios de sensibilidad que se produzcan dentro de una sociedad sobre diversos temas? Esta batería de preguntas, inspirada por la lectura de Todorov, es solo una pequeña muestra de los numerosos e incómodos frentes que se abren en cuanto ampliamos el foco de una cuestión que hoy en día está sometida al ojo escrutador de los medios, pero sobre todo, de una concepción muy diferente sobre el respeto a los derechos humanos que poco o nada tiene que ver con la que predominaba en la época en la que se cometieron la mayor parte de las atrocidades que ahora se juzgan desde una perspectiva moral y política.
A reavivar el debate sobre todas estas cuestiones ha contribuido, sin duda, la profunda revisión sobre nuestro pasado que se está produciendo en casi todos los ámbitos, el protagonismo cada vez más notorio de movimientos sociales tan importantes como el feminismo, la denominada izquierda woke o la exitosa campaña impulsada por el Black Lives Matter, convertida ya en fenómeno global. Uno de los objetivos de las protestas contra determinadas conmemoraciones han sido los monumentos que recuerdan la figura de determinadas personalidades que hoy resultan incómodas: descubridores/conquistadores y esclavistas. Pero tampoco se puede minusvalorar la presión que en un sentido contrario ejerce el populismo nacionalista y la extrema derecha, movimientos que tratan de recuperar determinadas conmemoraciones y versiones maniqueas sobre nuestro pasado más reciente, relatos nacionales (y sociales) excluyentes, empeñados en revivir y recrear pasados gloriosos de un mundo uniforme e inamovible que, afortunadamente, si alguna vez existió, ya no.
Una cuestión fundamental es el papel que deben jugar las instituciones públicas en la preservación de la memoria, sobre todo la de aquellos colectivos que se vieron perseguidos por motivos de carácter político, étnico, sexual o religioso. El Estado, en cualquiera de sus formas y expresiones, sobre todo cuando hablamos de regímenes democráticos incompatibles con la imposición de relatos oficiales sobre el pasado, debe ser especialmente sensible con este tipo de cuestiones sin renunciar a promover una historia rigurosa, incluso sobre los capítulos más incómodos. En este caso, la legislación sobre políticas públicas de la memoria debería ser respetuosa con esta disciplina, sin promover relatos autocomplacientes ni equidistantes que sirvan para sortear la complicidad que tuvo una parte de la sociedad (y el propio Estado) cuando apoyó o justificó determinadas violaciones de derechos humanos, pero consciente de lo imposible que resulta aspirar a una memoria inclusiva, plural y compartida. Tal cosa no existe. Como no existe la garantía de no repetición. Nadie, ninguna sociedad, ni siquiera el Estado, puede garantizar que no se reaviven las brasas que alumbraron el fanatismo, cuando este cuenta todavía con elementos que siguen legitimando los crímenes cometidos en nombre de unas ideas. Pero pueden ayudar a tratar de evitarlo. Los memoriales tienen ahí una labor fundamental, sobre todo pedagógica. Bien lo sabemos en el País Vasco, marcado durante décadas por un terrorismo que estigmatizó a las víctimas y contó con el respaldo de una parte de la sociedad vasca.
- Profesor de la UPV/EHU. ↑