La guerra de bloques derivada de las elecciones generales y municipales debilita a la nueva política surgida en 2015
(Galde 25, uda/2019/verano). Alberto Surio.-
La elección de José Luis Martínez-Almeida, del PP, como nuevo alcalde de Madrid, se ha convertido en todo un símbolo que la derecha española ha convertido en una especie de emblemático y codiciado trofeo de guerra. La mayoría PP-Ciudadanos, con el respaldo externo de la ultraderecha de Vox, permite mantener el control conservador en las instituciones madrileñas (Ayuntamiento de la capital y gobierno de la Comunidad), y salva los muebles al PP que, pese a su retroceso electoral, consigue retener importantes parcelas de poder. Su líder, Pablo Casado, evita el descalabro y su caída tras su espectacular derrota en las elecciones generales del 28 de abril.
Loa comicios municipales de mayo han mantenido en líneas generales la dinámica de bloques resultante de las elecciones generales. El PP y Ciudadanos han articulado un frente ideológico que, con el concurso de Vox, puede convertirse en un dique de contención y en un factor de confrontación al previsible futuro nuevo Gobierno de la izquierda. Existen excepciones, como en Castilla-La Mancha, en donde Ciudadanos y el PSOE se han puesto de acuerdo para determinadas alcaldías de capitales, pero el mensaje de conjunto que se lanza es que la formación naranja ha decidido alinearse con la derecha y, lo más significativo, aceptar una relación altamente contaminante con la ultraderecha. Es verdad que sin participar en gobiernos de coalición pero sí mediante una negociación a través del PP que le va a llevar a compartir políticas de evidente involución social. Las propuestas de Vox aceptabas por la Junta de Andalucía gobernada por PP y Ciudadanos en relación con la violencia de género -«violencia intrafamiliar» según la terminología aceptada en la negociación a propuesta de la extrema derecha- son solo un elocuente botón de muestra de este retroceso.
En la izquierda, el Partido Socialista ha ganado posiciones. Pero la caída de Unidas Podemos, que hace cuatro años logró un gran resultado que permitió ‘las alcaldías del cambio’, ha frustrado la hegemonía del bloque del centro-izquierda en algunos lugares relevantes. La división en Madrid entre Pablo Iglesias e Íñigo Errejón ha sido particularmente funesta y ha quebrado posiblemente la posibilidad de una mayoría electoral de la izquierda. El PSOE ha sido primera fuerza en numerosos municipios en los que, al final, la suma entre PP. Ciudadanos y Vox ha apeado a sus candidatos de las alcaldías porque no tenía aliados a su izquierda.
Colau, un factor nuevo.
En Cataluña, el movimiento más significativo se ha producido en Barcelona, con la reelección de Ada Colau como alcaldesa tras su pacto con el PSC y después de recibir, sin contrapartidas, los votos de Manuel Valls, el candidato impulsado por Albert Rivera. La posición de tres de los seis concejales de esta formación en el Ayuntamiento barcelonés para evitar que la capital de Cataluña tuviera un alcalde independentista como Ernest Maragall, constituye sin duda una de las expresiones más novedosas del laberinto político derivado de los comicios. Valls -crítico con los flirteos de Rivera con Vox- ha dado un patadón al tablero y se ha movido todas las piezas.
La inesperada elección de Colau ha provocado un agrio desencuentro entre el mundo político de los comunes y el universo de ERC, que se muestra dolido y agraviado por la decisión de la alcaldesa de aceptar los tres votos del exprimer ministro francés, que encarna, en su opinión, la negación de todos los derechos nacionales de Cataluña. La sombra del juicio a los dirigentes del procés independentista se proyecta de forma inquietante sobre estos movimientos, y sobre todo la posibilidad creciente de que los líderes que se sientan en el banquillo sean condenados a penas por delitos de sedición, que se apunta en determinados medios políticos como una salida intermedia entre las peticiones más duras y la estrategia de sus abogados defensores.
El nuevo mapa municipal de Cataluña complica la apertura de ERC a los comunes, que era el objetivo estratégico de Oriol Junqueras para ampliar la base social soberanista a favor de un proceso que desemboque en un nuevo referéndum pactado de autodeterminación. En ese sentido, se perfila una alianza entre los comunes y los socialistas, tanto en Barceliona como en el área metropolitana, que puede cristalizar en la emergencia de una ‘tercera vía’ entre el unionista clásico y el secesionista. Una tercera vía que, por un lado, se distancie de Ciudadanos, que ha perdido mucho fuelle en Cataluña en estas elecciones, pero también del bloque independentista, que no consigue superar la barrera del 50% de los votos.
La investidura de Sánchez.
El telón de fondo que se atisba en el horizonte será el debate de investidura de Pedro Sánchez como nuevo presidente del Gobierno. Un proceso que no contará, como era por otra parte previsible, con la abstención de Ciudadanos y del PP, y que por lógica obliga a Sánchez a negociar los apoyos de Unidas Podemos y del PNV, junto a los regionalismos cántabros y valencianos, pero que va a necesitar también la abstención de Esquerra Republicana de Cataluña. Junqueras ha dejado claro por activa y por pasiva que la intención de los republicanos no es bloquear de entrada la legislatura. Ahora bien, ante su base social es cierto que determinados desencuentros -el desplazamiento de Ernest Maragall como candidato de la lista más votada en Barcelona es el último- presagian un comienzo cuando menos complicado. La abstención de ERC llegará al final, pero se hará de rogar y puede precipitar todavía algunos capítulos sorprendentes sin que la cuerda termine por romperse. El objetivo último sería, de entrada, propiciar un escenario de no agresión que tendría que probarse a medida que avanza la legislatura pero que tendrá su gran prueba de fuego una vez se conozca, posiblemente en otoño, la sentencia del juicio a los dirigentes del procés.
Una compleja cooperación.
Más problemática se presenta la relación entre el PSOE y Unidas Podemos. La primera entrevista entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias ofreció una imagen conciliadora y amable. Ambos dirigentes políticos se esforzaron en transmitir una apuesta de buscar un «gobierno de cooperación» entre ambas fuerzas políticas. Iglesias parecía asumir que no era una condición imprescindible que el PSOE acepte la fórmula convencional de la coalición, mientras negocie acuerdos de gobierno que incluya ministros propuestos por Unidas Podemos. Pero, más allá de la creatividad semántica que se explora para esquivar posibles problemas, el conflicto de fondo llegara cuando Unidas Podemos plantee formalmente que Iglesias sea su representante en el Gobierno. Un planteamiento que suscita el rechazo en sectores del PSOE y que el mismo Sánchez quiere evitar a toda costa. Entre otras cosas porque teme que una hipotética desestabilización en el mundo de Podemos, que nadie descarta después de su retroceso en las urnas este año, pueda al final lastrar al Ejecutivo.
En ese sentido, la amenaza de unas nuevas elecciones se convierte más en una finta de presión que en una advertencia real. A Podemos, desde luego, no le interesa un anticipo electoral en el que podría acentuar su línea descendente. Y a Ciudadanos tampoco, con un líder, Albert Rivera, que empieza a ser abiertamente cuestionado por sectores que en su día le jalearon. Las críticas de Francesc de Carreras, uno de los líderes fundacionales de Ciudadanos en Cataluña, a Rivera por haberse decantado abiertamente por el bloque de la derecha, colapsando cualquier acercamiento al PSOE y forzando a Sánchez a tener que pactar con Podemos y los independentistas, resulta muy reveladora de la marejada de fondo que empieza a atisbarse, todavía en baja frecuencia, en el ámbito del débil liberalismo constitucionalista español.
La ‘nueva política’ que emergió con fuerza en 2015 empieza a tropezar con poderosos escollos y las formaciones tradicionales -PP y PSOE- a contar con el viento de cola. Los populares, que han perdido espacio por la aparición de la ultraderecha, cuentan en el fondo con su respaldo expreso a la hora de la verdad. Y los socialistas ganan la batalla por la hegemonía en el centro-izquierda y se convierten en un referente europeo en un momento de horas bajas para los partidos socialdemócratas. Pero no terminan de sumar con Podemos una mayora suficiente.
El eje PNV-PSE y el ‘día después».
La Comunidad Autónoma de Euskadi y Navarra vuelven a reflejar una pluralidad de pactos que muestra la diversidad ideológica y el abanico de las alianzas. El País Vasco ofrece la imagen de una clara mayoría nacionalista en la que el PNV puede exhibir músculo institucional, con el poder en las tres capitales (Vitoria, San Sebastián y Bilbao), y con el futuro control de las tres diputaciones forales de Bizkaia, Gipuzkoa y Álava. Pero los resultados del 26 de mayo han reforzado la coalición entre el PNV y el PSE, los dos partidos que salieron fortalecidos de las urnas, aunque este último con la salvedad de San Sebastián.
El Euskadi Buru Batzar del PNV ha impuesto su apuesta estratégica de coalición con el PSE, lo que resulta más llamativo en Gipuzkoa, en donde la ejecutiva territorial encabezada por Joseba Egibar, y que representa la línea más soberanista, ha encajado con disciplina las decisiones de su ejecutiva nacional a la hora de apoyar a los candidatos socialistas. El caso de Irun era especialmente delicado ya que se había producido un desencuentro en la pasada legislatura entre su alcalde, José Antonio Santano, del PSE, y el delegado jeltzale de Urbanismo, Xabier Iridoy, que se saldó con el cese de este último y la ruptura del gobierno municipal. La amenaza de una alternativa del PNV, barajada en algunos momentos en ámbitos jeltzales, hubiera abierto una crisis en las relaciones entre nacionalistas y socialistas. El miedo a esta desestabilización ha operado de forma clara y ha zanjado el conflicto. No obstante, las fuentes nacionalistas que conocen la situación confían en que un relevo a medio plazo en la alcaldía -a la que Santano llegó para sustitur a Alberto Buen en 2002- pueda reconducir las relaciones.
El eje PNV-PSE se ha fortalecido también porque ha emergido una posible alianza entre EH Bildu y Elkarrekin Podemos que, desde la izquierda, pudiera disputar la hegemonía en el medio y largo plazo al nacionalismo institucional. Es aún un movimiento embrionario (Errenteria, Ordizia y Durango son sus exponentes), pero la mera posibilidad de que pueda cuajar con el tiempo ha forzado la apuesta del PNV por su coalición con el PSE. Una alianza que se extenderá a las diputaciones y que permite intuir algún tipo de entendimiento entre nacionalistas y socialistas en relación con el debate sobre el nuevo estatus de autogobierno, lo que previsiblemente provocará el descuelgue de EH Bildu de esta dinámica.
En Navarra, el laberinto es bastante más complicado, Los resultados de las elecciones forales permitirían un ‘Gobierno de progreso’ entre el PSN, Geroa Bai, Unidas Podemos e Izquierda-Ezkerra, pero necesita la abstención de EH Bildu para evitar la posibilidad de un bloqueo y consiguiente adelanto electoral. De nuevo, la única salida para garantizar ese Ejecutivo pasaría por algún tipo de pacto de no agresión entre los socialistas y la izquierda abertzale. Sin embargo, las desconfianzas siguen siendo profundas. La incompatibilidad entre el PSN y EH Bildu es manifiesta, como se vio con la elección de Enrique Maya , de la coalición Navarra Suma, como nuevo alcalde de Pamplona. Y el mapa de pactos municipales en la Comunidad foral puede también complicar la estrategia de investidura de María Chivite, la candidata socialista a la Presidencia del Gobierno foral. Un año más la incertidumbre política planea sobre las fiestas de San Fermín. La solución al jeroglífico: antes del 26 de agosto, fecha tope para la investidura. Si no hay acuerdo, nuevas elecciones.