(Galde 15 – verano/2016). José Ignacio Lacasta Zabalza. El día 28 de agosto del año 2016, a las cero horas, ha comenzado una nueva etapa (ojalá que sea nueva era) en Colombia. Se ha iniciado el alto el fuego definitivo entre el Estado colombiano y las FARC, tras casi cuatro años de negociación en La Habana.
La Corte Constitucional ha fijado las condiciones del plebiscito que tendrá lugar el día 2 de octubre, consistente en votar un sí o un no a los Acuerdos de La Habana. Ha rebajado de modo notorio la proporción necesaria de votos, a un 13% del censo electoral (lo que se concreta en la exigencia de unos 4,4 millones de sufragios emitidos), de manera aproximada, como requisito para que el proceso plebiscitario sea válido.
Porque aquí aparece ya uno de los principales obstáculos para que llegue a buen puerto este proceso; se trata de la abstención, endémica y consustancial a todas las votaciones colombianas, que supera no pocas veces el 60% del censo. Recordemos que las últimas elecciones presidenciales fueron ganadas por Santos gracias a la actitud positiva de la izquierda, salvo alguna empecinada excepción (que siempre las hay), en uso de un sentido común que le dio su respaldo en las urnas al hoy presidente, frente al riesgo del triunfo en la segunda vuelta de la ultraderecha. La diferencia, si mal no se recuerda, fue de medio millón de votos; es decir, que el país estaba dividido casi por la mitad.
Y ese es el riesgo fundamental del plebiscito, para dejarlo bien claro, que lo gane la ultraderecha de Álvaro Uribe, quienes no desaprovechan la ocasión para defender la guerra, que es lo suyo, so capa de no desear la “paz con impunidad” (fenomenal tergiversación mendaz y propagandística que cala en amplios sectores de la sociedad). La última de Uribe ha sido traer a colación el caso de Arnaldo Otegui, para comparar situaciones incomparables (la guerra de Colombia y la actividad armada de ETA) y deducir que esa incoherente España está a favor de los acuerdos con “los terroristas” (en el lenguaje bélico uribista) en Colombia, pero les prohíbe la actividad política en el suelo patrio.
Reconozcámoslo además: el gobierno no ha comunicado bien estos Acuerdos de paz, expresados en más de doscientas apretadas y enrevesadas páginas, de difícil lectura para cualquier persona. Se echa en falta un buen resumen que, en unos pocos párrafos de síntesis, haga llegar al gran público la trascendencia de este asunto.
Entre tanto, la ultraderecha uribista viene fuerte, con consignas precisas y aprovechamiento de cualquier circunstancia para promover el no. Hace unos pocos días se ha podido ver una terrible campaña, de las de sonrojo ajeno, contra la ministra de Educación Gina Parody. Miles de personas manifestadas en las calles de las ciudades importantes o principales; y, dentro de esas vergüenzas, la conducta del cardenal de Bogotá, monseñor Salazar, quien ha animado a esa enorme movilización –según sus palabras- “contra la ideología de género”. Y todo por unas cartillas escolares de educación sexual, de una sencillez completa, para evitar las discriminaciones y persecuciones por la diversa orientación sexual de los y las estudiantes en colegios y centros de enseñanza. Lo que recuerda no poco a lo que pasó en España (los más mayores lo recordarán) con El libro rojo del cole. Pero el caso es que Gina ha expresado en público hace tiempo su condición de lesbiana y es bien conocida la personalidad de su pareja también mujer. Así que ese sector de la ultraderecha ha fabricado groserías irreproducibles contra Gina, una mezcla de falsedades (se le acusa a la ministra de querer educar a los niños en la homosexualidad) y ha fomentado la exhibición de una fuerza religiosa, católica sobre todo, pero también evangélica, en plena actividad explosiva de su fanatismo.
Y ¿qué tiene que ver todo esto con la campaña del no en el plebiscito? Pues muchísimo, porque ese nacionalcatolicismo, también ese protestantismo fanático, son la columna vertebral de las huestes del no. No es fortuito que Uribe comenzase su actual campaña guerrera en un centro religioso evangélico de Bogotá. Es la ultraderecha beligerante, que tantas similitudes ideológicas y de estilo confesional tiene con el añejo franquismo español.
Una periodista española, Salud Hernández-Mora, es una de las cabezas visibles de ese frente contra los Acuerdos de paz de La Habana. Su especialidad es no decir la verdad de lo que está en liza y meter a cambio infundios que nada tienen que ver con la realidad de lo acontecido. Así nos sugiere que: los tribunales especiales dedicarán más tiempo a revisar los crímenes de los paramilitares y a perseguir civiles que a juzgar a jefes subversivos.”
¿Dónde se ha dicho o escrito semejante cosa? La respuesta es contundente: en ninguna parte. Habrá un tribunal especial que juzgará crímenes imprescriptibles y de lesa humanidad, los delitos atroces, lo que ocurre es -y ahí les duele- que esa justicia puede llegar a entender de esos delitos cometidos así mismo por militares, paramilitares y la trama civil de la ultraderecha colombiana.
Reprocha Salud Hernández-Mora al acuerdo alcanzado cuando este afirma, según ella, que: son los paramilitares, aunque ya no existan, el único peligro para la paz venidera.
Otro embuste de los gordos: ¿no existen los paramilitares? Pues hay que explicar quiénes son los asesinos de las 35, ¡35!, personas defensoras de los derechos humanos en diversas regiones y solamente en lo que va del año 2016. El clan Úsuga, Los Urabeños, Los Rastrojos, etcétera, son los autores paramilitares de esas y otras fechorías como el paro armado organizado no hace tanto, con policías muertos a bala, contra el actual gobierno de Santos. Por cierto, en coincidencia de jornada con otra movilización nacional de corte uribista, lo que no es nada casual; y suena más a división del trabajo que a cualquier otro acaso o factor.
Como los predicadores de los tiempos de San Agustín, los políticos uribistas y Uribe mismo tienen tanto más éxito cuanto más se alejan de la realidad y de la verdad. Lanzan al aire y repiten hasta la saciedad que Santos ha entregado Colombia a las FARC. Se olvidan que Uribe las combatió durante largos años y que los espacios geográficos que ocupaba y ocupa la guerrilla no han surgido en un abrir y cerrar de ojos; y soslayan la verdad, sobre todo, pues con toda la intensidad antiguerrillera de Uribe en sus muchos años de uso del poder estatal, con todas sus sostenidas campañas en pro de la seguridad democrática, que así se llamaba su principal política, lo cierto es que no expulsó a las FARC del territorio nacional ni acabó con ellas ni las descabezó, como puede observarse sin más en la composición de la mesa negociadora de La Habana.
Es de un profundo ridículo caracterizar a Santos, según lo hace el uribismo, como un “castrochavista”. Pues un personaje así de la oligarquía bogotana, de la célebre rosca en el lenguaje colombiano, tan exclusiva ella, es palmario, salta a la vista, que nada tiene que ver con el castrismo ni con el chavismo. Pero, con el ejemplo nazi de Goebbels por horizonte, se trata de repetir ad nauseam algo muy falso hasta que se convierte en posible para sus seguidores incondicionales. Como cuando se afirma desde las filas uribistas que los Acuerdos van a acabar con la propiedad privada. No hay quien lo diga, lo escriba y ni siquiera lo piense. Pero hay que acusar de algo tan grave a los promotores de la paz para meter el miedo colectivo en el cuerpo social, que es otro de los resortes típicos y preferente caldo de cultivo para los virus de esta propaganda ultraderechista.
Si bien el plato fuerte de la ultraderecha colombiana son las emociones, las pasiones, que no, nunca, las razones. Han logrado expandir durante todos estos años el retrato imaginado de los dirigentes de las FARC en sus escaños parlamentarios. No sabemos si eso va a ser así (legalmente pudiera ser); pero ya dan por hecho que Timochenco se va a sentar en el Parlamento y lo agitan una y otra vez para acrecentar el enfado social contra uno de los líderes guerrilleros más detestados por el gran público. Procedimiento que recuerda muy mucho a los dos minutos diarios de odio exigidos a la sociedad en el régimen totalitario criticado por Orwell en su célebre 1984.
Con todo, las FARC no demuestran ser muy conscientes de lo mucho que ha crecido en Colombia la aversión social hacia su acción militar; más que nada, a partir del conocimiento público de lo deleznable de los secuestros o plagios en el lenguaje jurídico y político colombiano. Los rehenes encadenados en la selva en condiciones infames y sus familias desgarradas son imágenes que, a través de las televisiones, se han quedado para siempre en la retina del pueblo colombiano. Experiencia social y de opinión pública de la que, por cierto, tendría que tomar buena nota el ELN, cuyos dirigentes, en una reciente rueda de prensa, han intentado justificar sus cientos de secuestros en tanto que ingresos económicos. Con una motivación financiera disparatada por su choque con toda ética humana elemental, lo que daña de un modo terrible su vislumbre ante la sociedad; situación que nos lleva a repensar en lo que durante el pasado decía ETA acerca de su impresentable “impuesto revolucionario”.
Para no postular lo que en realidad defienden, que es la guerra, se han agarrado los uribistas a propugnar que lo que pretenden es la “paz sin impunidad” y “renegociar” (verbo favorito) las condiciones de lo alcanzado con las FARC. Aunque, si triunfase el NO, y ellos lo saben a la perfección en su falaz planteamiento, no se tendría nada que renegociar ni negociar pues se habrían cargado de modo frontal los Acuerdos de La Habana. Porque según ellos, y a tenor de lo que mantiene Hernández-Mora, en Colombia no hay guerra civil. Sino una agresión de 30.000 partidarios de la guerrilla (“financiados con narcotráfico, minería ilegal, extorsión y secuestro” dice la periodista española) contra 44 millones de colombianos. Como si toda la población estuviera de acuerdo con el paramilitarismo, con el exterminio planificado de los más de dos mil militantes de la Unión Patriótica, la apropiación ilegal de las tierras de millones de desplazados, con los crímenes cometidos por los casi dos mil militares encarcelados hoy día y con las ejecuciones extrajudiciales de también miles de personas o “falsos positivos” (demostrados ciudadanos inocentes asesinados por los militares como si fueran guerrilleros).
No es de extrañar semejante cinismo entre quienes exigen que se acabe la impunidad y la fomentaron a favor de los paramilitares desmovilizados bajo la presidencia de Uribe. ¿De dónde han salido, si no, las bandas criminales, las famosas bacrim, dedicadas al narcotráfico y a la delincuencia común, y al asesinato de defensores de los derechos humanos, que hoy todavía asolan Colombia?
La Paz sin mentiras se titula un magnífico artículo del escritor colombiano Juan Gabriel Vásquez contra esos artistas del bulo que son los uribistas. Destaca su aplomo, la santa desvergüenza que recomendaba Escrivá de Balaguer, entre quienes, al más alto nivel de su partido, son capaces de estar imputados por contratar un hacker (y eso está filmado en un vídeo que obra en un sumario del poder judicial) para sabotear los Acuerdos de la Habana y, por otro lado, reivindicar que no haya impunidad en este proceso de paz. Agrega Vásquez que de las 52 objeciones de Uribe a los Acuerdos, capitulaciones les llama el muy malintencionado líder antioqueño, sólo cuatro tenían algún fundamento real en tanto que el resto lo componían 48 palpables patrañas.
Entre tanto descaro irracional de la ultraderecha colombiana, bueno será escuchar la voz de la razón en el periódico El Espectador, a cargo de Héctor Abad Faciolince (31. 7. 16). Abad Faciolince, en su cualidad de víctima, pues su padre fue asesinado por los paramilitares, y de buen intelectual, ya que es autor del excelente libro de memorias El olvido que seremos, tiene muy claro el por qué de la oposición de Uribe y los suyos a los Acuerdos de La Habana. No es, dice, por la reforma agraria ni mucho menos por la propiedad de la tierra; tampoco por la sustitución de cultivos y el asunto de las drogas ilícitas; nada les inquieta la desmovilización y la concentración de las tropas guerrilleras en las zonas preparadas para ello; y el plebiscito en sí mismo no es que les quite el sueño a los uribistas. Lo que les desvela, y lo corroboran de manera expresa las ya aquí citadas inquietudes de Salud Hernández-Mora, es la posibilidad de la justicia especial prevista en los Acuerdos para que alcance también en la práctica al paramilitarismo y sus impulsores, a los militares condenados que, para mejorar su suerte procesal, decidan contar todo lo que saben y salte así al conocimiento público toda la trama que ha regido buena parte de la política represiva de ese país durante tantísimos años; bien oculta pero nada implícita, compuesta por miembros de las fuerzas armadas y de orden público, pero también, escribe Abad Faciolince, por “un grupo conspicuo de empresas y civiles que los asesoraron y apoyaron económicamente”. Como, se añade en estas líneas, el hermano de Uribe, Santiago, hoy imputado y apresado por la justicia ordinaria, debido a sus connivencias con el paramilitarismo.
Y, si retornamos a considerar la suerte o devenir del mismo plebiscito, no está de más concluir que el panorama aparece bien preocupante. Que es irresponsable creerse que el apoyo internacional o las expectativas inversoras en las riquezas de Colombia, factores que en efecto son muy fuertes, como el actual respaldo explícito y hasta ahora inédito de los EE.UU., van a sortear por sí mismos los escollos con los que se encuentra el SÍ. Tanto como engañarse y subvalorar la enorme fuerza irracional y pasional de la ultraderecha colombiana. O despreciar la capacidad de Uribe para convencer a los muchos suyos que le adoran y que, de cierto y de antemano, ya están convencidos de todo lo que les diga. Y los apoyos de todos ellos entre los medios de comunicación principales y secundarios. Medios que suelen practicar la equidistancia, como si se pudiera poner en el mismo plano moral la paz o la guerra, el respeto o la muerte del prójimo, lo cual favorece, hay que estar ciego para no verlo, al uribismo. Porque lo que al fondo está en juego es el Estado esquizofrénico, en certeras palabras del jesuita Javier Giraldo, un modelo institucional que, durante largos años, décadas, se ha permitido conjugar la más adelantada democracia, y la muestra son muchos de los valores postulados por la Corte Constitucional, con millares de asesinatos continuados de sindicalistas, periodistas, defensores de los derechos humanos y meros disidentes. Según lo escribe Javier Giraldo: A pesar de los esfuerzos formales por construir un Estado de Derecho, sobre todo desde la Constitución de 1991, el poder real lo sigue ejerciendo una minoría poderosa articulada a intereses transnacionales, llegando a configurar un Estado esquizofrénico en el cual lo formal se apoya en lo legal y lo real se apoya en las mil redes clandestinas de violencia paraestatal cuya relación con el Estado es negada rotundamente por los funcionarios del régimen y los medios masivos de información.
Cierto que hoy hay grupos sólidos y entusiastas que laboran fuerte por la paz, indígenas, afrodescendientes, jóvenes universitarios, organizaciones de mujeres, numerosas víctimas y otras muchas personas. Pero es una incógnita, para las encuestas también, lo que vayan a hacer las nuevas clases medias y urbanas colombianas, entre las que tuvo un importante éxito el uribismo y su política gubernamental de seguridad democrática. No lo olvidemos.
ARTÍCULO CITADOS.
-Abad Faciolince, Héctor, “Los motivos del NO”, El Espectador, 31. 7. 2016.
-Hernández-Mora, Salud, “Un `show´ necesario?”, El Tiempo, 26. 6. 2016.
-“ Iván Márquez, el potentado”, El Tiempo, 18. 7. 2016.
-“Votar `no´ “, El Tiempo, 24. 7. 2016.
-Giraldo, Javier SJ, (13. 5. 2011), Algunos rasgos de la crisis ética, jurídica y política del País, Universidad de Antioquia, Medellín.
-(7. 8. 2016), “¿Paz en Colombia?”, Desde los márgenes, 4 págs. Vásquez, Juan Gabriel, “La paz sin mentiras”, El País, 18. 8. 2016.