Ciudades cuidadoras, ciudades cuidadas

MozaPaisaje

(Galde 11, verano 2015). Begoña Pernas Riaño y Marta Román Rivas – Gea21

Una pregunta indiscreta: “¿quién te cuida?”

Hace poco, mientras tomábamos un té, mi amiga me preguntó: “Y a ti, ¿quién te cuida?” Esta incisiva pregunta consiguió removerme, porque fui consciente de mi saldo negativo entre ingresos y gastos, esto es, entre cuidados recibidos y ofrecidos.

Si nos hiciéramos colectivamente una pregunta similar “¿quién cuida en esta sociedad?” deberíamos también incomodarnos al descubrir quién está realmente contribuyendo a sostener el bienestar personal y colectivo. Observaríamos en primer lugar el fuerte desequilibrio en la distribución de esta tarea entre mujeres y hombres. Según estudios del tiempo, del total de horas de cuidado infantil no remunerado, las mujeres asumen el 81,5%, frente al 17,5% que asumen los varones. Una proporción muy similar se encuentra al analizar el reparto de las más de cuatro mil millones de horas dedicadas anualmente al cuidado de mayores, donde las mujeres representan el 80%. 1

En la distribución desigual del trabajo no remunerado, oculta bajo el velo de las “decisiones personales”, hallamos un sistema de segregación sexual que no solo atribuye a las mujeres el cuidado, como si se tratara de su segunda naturaleza, sino que al mismo tiempo menosprecia y hace invisible el valor de esta ingente labor de la que depende el bienestar físico y emocional de nuestra especie.

Esta injusta “solución” social sobrecarga a las mujeres, limitando sus posibilidades laborales y vitales, es una de las mayores causas de conflicto e infelicidad doméstica, y resulta cada vez más insostenible socialmente. Se habla de “crisis de los cuidados” porque las estrategias personales – como la bajísima natalidad española- no pueden compensar el desequilibrio entre las necesidades crecientes y la saturación de las familias, la debilidad de las redes de proximidad y la insuficiencia del Estado de bienestar.

En la búsqueda de soluciones, la reivindicación de unos servicios públicos de calidad es absolutamente necesaria. Pero incluso en un improbable escenario de amplitud y generosidad de los servicios de atención y cuidado, seguiría haciendo falta reflexionar sobre las necesidades sociales, buscar nuevas fórmulas de relación y nuevos agentes para esta tarea. Esto es así porque muchas necesidades de cuidado no pueden satisfacerse con servicios privados o públicos (ni es deseable que así sea), bien porque son puntuales y no son programables, o bien porque precisan el vínculo del conocimiento y del afecto para que sean realmente satisfactorias. La soledad de muchos ancianos es un buen ejemplo de una necesidad creciente que no puede resolverse en el marco burocrático o comercial de “prestación de un servicio”.

Las ciudades tienen un amplio campo de acción para crear ese marco de relación social y pueden contribuir a mejorar las condiciones en las que se desarrolla la vida cotidiana, permitiendo que colectivos vulnerables como menores, mayores o personas con discapacidad puedan disfrutar de mayor autonomía. A su vez, pueden mimar a quienes cuidan reconociendo y haciendo más sencilla, agradable y satisfactoria su labor.

La palabra cuidar procede del latín cogitare, pensar

El cuidado está vinculado al hecho de contemplar e integrar las necesidades de otros dentro de las propias atribuciones y prioridades. Es muy interesante que el término arraigue en el verbo “pensar” antes que en el verbo “hacer”, situando el origen del cuidado en la misma atención sobre alguien o algo. De este modo, podemos plantear que una ciudad que cuida es aquella que destina tiempo, energía y recursos a pensar, precisamente para incluir en sus actuaciones las complejas y variadas necesidades de la ciudadanía y, especialmente de quienes más cuidado precisan.

¿Cómo piensa una ciudad en clave de cuidados? Aquí incluimos tres fórmulas que pueden ayudar a abordar esta necesaria tarea: pensar en las relaciones antes que en las piezas aisladas;  pensar desde la complejidad para facilitar la vida; pensar desde lo público para retejer lo social.

Pensar en la relación antes que en las piezas

Hoy en día estar a cargo de un menor, de una persona mayor, o de un pariente enfermo es, para cualquier persona que habite en una ciudad y no tenga recursos económicos o un fuerte apoyo familiar, una auténtica locura. Esto es así porque nuestras ciudades están hechas de piezas sueltas, por el triunfo de la zonificación y de la sectorización, lo que las convierte en inconexas. La ciudad, desparramada por el territorio, es en sí misma cronófaga (devora tiempo) y generadora de dependencias y desigualdad, porque aquellos que no tienen acceso a la movilidad motorizada o tienen dobles jornadas ven recortadas sus posibilidades de acceder a los bienes de la ciudad.

Las necesidades humanas son, por el contrario, complejas, cambiantes y están profundamente imbricadas. Una no es solo ni todo el tiempo “una enferma”, un “escolar” o  un “trabajador” que además tiene que dormir y comer. Es a la vez muchas cosas, y si tiene que resolver cada necesidad en lugares específicos y alejados, se agotará intentando unir las piezas que la ciudad ha distribuido en el territorio. Mientras se cura, estudia o hace la compra, es también una ciudadana o ciudadano que necesita crear lazos de confianza, quizás incluso conversar con otros. Si la ciudad ha podido crecer y fragmentarse en piezas especializadas ha sido porque una parte de la población –las mujeres sobre todo- cubría las distancias y luchaba para mantener la continuidad temporal y de sentido que la ciudad rompía.

La visión urbanística convencional y la forma misma de trabajar de las administraciones, repartiendo colectivos y actividades en departamentos (urbanismo, salud, educación, vivienda, etc.), explican la dificultad para pensar en las relaciones entre las personas y entre las cosas. Una ciudad que cuida significa pensar primero en las relaciones entre las partes: ¿quién va a trabajar a esas oficinas (también quién las limpia, no sólo quien se sienta en sus despachos) y cómo llega? ¿Quién utiliza y cómo el equipamiento deportivo? ¿Qué necesidades tiene y quien las cubre?, ¿Pueden incluirse en el equipamiento otros servicios?, etc.

Cada necesidad puede resolverse restando tiempo y recursos a las personas que cuidan o sumando, es decir, aportando además del servicio o del equipamiento, otros bienes urbanos: reequilibrio entre los barrios, conciliación de la vida personal y familiar, nuevos empleos, calidad del espacio público o relaciones sociales más sólidas.

Pensar la complejidad para facilitar un uso sencillo

La simplificación del proceso de planificación, buscando soluciones rápidas, baratas, estandarizadas o fáciles de gestionar, genera vidas muy complejas para quienes tienen que habitar esos espacios. Todo aquello que se ahorra en las fases iniciales de diseño y planificación urbana es pagado con creces por quienes tienen que dedicar su tiempo, su esfuerzo o su dinero a retejer lo que está troceado, inconexo y sin sentido.

En todos los ámbitos existe esa equivalencia entre los “ahorros” iniciales y los “costes” de uso, unas injustas transferencias que castigan a los más vulnerables: cuando se construye vivienda sin criterios bioclimáticos se genera un elevado gasto energético para sus ocupantes. Del mismo modo, si se diseñan equipamientos “autistas” en bordes urbanos alejados, se exige una fuerte inversión de tiempo, energía y dinero para los que necesitan acceder a ellos. No digamos cuando se permiten desarrollos residenciales masivos y sobredimensionados totalmente incapaces de dotarse por sí mismos de seguridad o vitalidad urbanas.

Para evitar estos despilfarros, las fases de planificación deben integrar equipos multidisciplinares y participación social. Planificar de forma compleja implica invitar a otros a pensar la ciudad: vecinas y vecinos, desde luego, pero también departamentos contiguos que no se incluyen nunca en las intervenciones urbanas, aunque luego tengan que hacerse cargo del mantenimiento o de los problemas generados por o alrededor de la intervención. Para ello, hacen falta tiempo y recursos, que se recuperarán sobradamente al obtener inversiones que multipliquen sus efectos en un barrio o en la ciudad.

Pensar desde lo público para retejer lo social

En el creciente universo de los cuidados, se producen trasvases de ida y vuelta entre lo privado –la familia- y lo público –servicios y equipamientos- con una gran y creciente presencia del mercado. Pero hay un ámbito que ha sido empobrecido, cuando no totalmente barrido, siendo como es imprescindible para satisfacer necesidades de forma igualitaria: se trata de la red social, las relaciones por proximidad de diversas organizaciones locales y del vecindario. Un ejemplo: el cuidado de los niños solía ser un asunto de las familias en sentido amplio, en el que colaboraban los vecinos cercanos y hasta los transeúntes. Algo tan sencillo como jugar en la calle se ha vuelto imposible, al volverse hostil el espacio público, lo que convierte el cuidado de menores en una actividad mucho más individualizada, exigente y solitaria.

Las relaciones sociales basadas en la comunidad de intereses de clase y en una vida de barrio estable no pueden resucitarse, pero la intervención urbana puede ayudar a retejer lo social o terminar de destruirlo. Si no existen lugares de encuentro, las personas no se encuentran, así de simple. El espacio público de calidad (lo que no quiere decir aséptico),  el calmado del tráfico, el diseño abierto de los equipamientos y su uso múltiple (por diferentes colectivos y en diferentes tiempos), el impulso a la participación social y la vida asociativa, la promoción de viviendas con zonas comunes y espacios de sociabilidad, etc., son medidas con las que la ciudad puede contribuir a crear lazos y a fortalecer lo público, que necesita ser redefinido. Pues no es sólo la titularidad pública de los bienes y servicios, sino una esfera material y simbólica que obliga a pensar de forma colectiva la mejor forma de resolver nuestras necesidades y conflictos. Una ciudad cuidadora es sobre todo una ciudad que se hace esa pregunta: “Y a ti, ¿Quién te cuida?”.

Marta Román Rivas (Madrid, 1962). Licenciada en Geografía e Historia (1985). Trabaja como consultora desde el año 1986. Es socia fundadora de la empresa gea21 en donde desarrolla su actividad profesional desde 1995. Fue cofundadora del Colectivo de Mujeres Urbanistas (1995-2004), grupo de debate y acción social dirigido a trabajar por la equidad de género en el espacio construido. Otro de sus campos de especialidad está relacionado con la infancia y la ciudad.

Begoña Pernas Riaño, licenciada en Geografía e Historia y máster en evaluación de políticas públicas, es consultora y socia de la empresa gea21. Como profesional y como miembro de la organización sin ánimo de lucro Mujeres urbanistas, ha ayudado a introducir en la agenda pública y en la investigación  social la relación entre género y urbanismo. Para ello, ha colaborado en la realización de procesos participativos con mujeres en distintas localidades,  ha impartido conferencias, y realizado estudios sobre el tema.

Notes:

  1. María Ángeles Durán “Encuesta CSIC-ASEP 2000 sobre tiempo de trabajo no remunerado” 2001.

Categorized | Dossier, Política

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