Bioeconomía para el siglo XXI

Del cartel del film «El triángulo de la tristeza», Palma de Oro en Cannes, 2022.

Galde 39, negua 2023 invierno. Santiago Eraso.-

Entre cometas y motos de agua, veleros y yates de lujo

Hace unos meses terminé de leer Bioeconomía para el siglo XXI 1, una excelente recopilación de textos sobre Nicholas Georgescu-Roegen, editados por Luis Arenas, José Manuel Naredo y Jorge Riechmann. El autor, nacido en 1906 en Rumanía y exiliado a EE. UU., donde murió en 1994, en su empeño por corregir la desconexión que los saberes contemporáneos establecen entre disciplinas científicas, naturales, sociales o humanistas, llamó «bioeconomía» a su forma de abordar los estudios que llevaba a cabo, que luego se han conocido como «economía ecológica». Él se oponía a la lógica de la especialización de los saberes que domina la ciencia contemporánea y reflexionaba sobre las implicaciones económicas que tienen otros campos del conocimiento como la demografía, la política, la ética y la ecología.

Este heterodoxo matemático, economista y estadístico publicó en 1971 La ley de la entropía y el proceso económico 2, obra que ha sido reconocida años después como uno de los estudios más importantes de las ciencias sociales de las últimas décadas. Como señalan los editores, esta publicación puso las bases para una revolución en la teoría económica moderna y marcó un punto de inflexión en el análisis de los fenómenos económicos. De hecho, a pesar de que su influencia es aún limitada porque la concepción clásica de la economía sigue imponiendo sus criterios para «medir» el mundo, algunas de sus teorías se emplearon para redactar Los límites del crecimiento 3, el célebre informe encargado por el Club de Roma al MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts). En este documento, por primera vez de forma oficial, se advertía que, si seguía el incremento de población, la industrialización, la producción de alimentos, la explotación de recursos naturales y la contaminación alcanzaríamos el próximo siglo -en el que ahora ya estamos- los límites absolutos de crecimiento posible. Ya han transcurrido cincuenta años y, para nuestra desgracia, todavía hoy el sistema productivo continúa expandiéndose y, en consecuencia, tal y como se predijo, nuestros ecosistemas se están transformando en un sentido imprevisible.

Aplicando a la economía los principios de la termodinámica, es decir, que la energía ni se crea ni se destruye solo se trasforma (1º principio) y, que en esa transformación, la energía pierde calidad y se degrada, disminuyendo así sus posibilidades para el aprovechamiento humano (2º principio), Georgescu-Roegen expuso que toda producción económica es la creación de un conjunto de bienes y servicios, pero al mismo tiempo de males y perjuicios que hay que tener en cuenta para valorar y medir mejor los límites razonables de cada proceso productivo.

Georgescu-Roegen fue precursor del término decrecimiento y muy crítico con el concepto de desarrollo sostenible. Creía que, en esencia, la ciencia económica debía tener una finalidad ética para mejorar las condiciones de vida de los más pobres, respetando siempre los límites impuestos por la naturaleza. Nunca se cansó de señalar que la economía convencional se concibe exenta de responsabilidades sociales, a la vez que niega la importancia de los factores culturales en las decisiones de producción, distribución y consumo. «El máximo de cantidad de vida –decía- exige una tasa mínima de agotamiento de los recursos naturales, porque todo exceso para satisfacer necesidades no vitales lleva consigo una menor cantidad de vida en el futuro».

Por tanto, la vida humana no puede desligarse del conflicto intergeneracional que exige elegir entre excesos presentes y vidas futuras. El antropólogo, investigador y activista ecosocial Emilio Santiago Muiño suele hablar del placer de vivir a escala humana o de la lujosa pobreza y nos recuerda que Georgescu-Roegen, frente a los estilos materiales de vida de las élites, siempre fue partidario de una economía popular que redistribuyera lo suficiente como para asegurar a todos los seres humanos la cobertura de sus necesidades básicas sin tener que renunciar al principio democrático de la organización social y sin incurrir en derivas autoritarias. Es decir, la justa medida entre la autorregulación y la normativización institucional necesaria. En cierto sentido, proponía modificar los marcos culturales que definen el placer de vivir, para ligarlo a un consumo más cualitativo que cuantitativo, al ocio inmaterial y a tipos de trabajo más estimulante y menos vinculado al productivismo innecesario.

Parafraseando a la activista brasileña, Marcia Tiburi, cuando se refiere a los movimientos sociales latinoamericanos y su relación con la vida buena, es necesario activar con la práctica otras formas de pensar la economía porque, en definitiva, esta no es más que una manera de relacionarnos, una suma de intercambios entre los seres del mundo vivo. En este sentido, es muy importante escuchar las teorías que el eco-feminismo ha avanzado sobre las diferentes teorías relacionadas con los cuidados, cuando proponen pensarlos como el centro de toda actividad económica y no solamente un sector específico relacionado con los trabajos sin remunerar, casi siempre desempeñados todavía por mujeres. Es decir, el cuidado en el sentido más amplio de la atención escrupulosa que debemos prestar al mundo, en su dimensión natural, social y cultural.

Terminé de leer Bioeconomía para el siglo XXI en una playa mientras contemplaba a la gente gozar del tiempo de descanso. Era una de esas imágenes populares de las que se podría deducir que es posible compartir el placer de vivir juntos, aunque tengamos distintas formas de hacerlo. En el trasfondo del paisaje se vislumbraban diferentes costumbres y rituales, casi como un espejo de nuestra existencia. En este sentido, me llamó mucho la atención el contraste que había entre un padre con una niña que disfrutaban discretamente jugando con una simple cometa y el exhibicionismo de otras personas que hacían piruetas en el agua alardeando con sus estruendosas motos de agua. La misma diferencia que se percibía entre algunos veleros navegando con el impulso del viento y los ostentosos yates de recreo, que consumen altas dosis de gasóleo.

El mismo día que el Museo Guggenheim de Bilbao celebraba el 25 aniversario de su fundación el 18 de octubre de 1997, un crucero transatlántico de lujo con 645 privilegiados turistas zarpaba por primera vez desde Getxo (Bizkaia) a Miami. La metáfora de gran navío de titanio, que tantas veces se ha empleado como imaginario de este museo, se convierte en pesadilla cuando la realidad de ese otro palacio flotante para privilegiados nos pone ante el espejo de la cultura del despilfarro clasista. Seguramente, muchos de aquellos turistas tampoco tendrían pudor en desplazarse a alguna de esas gigantescas estaciones artificiales para deportes de nieve que, mientras se derriten los casquetes polares o los glaciares de todo el mundo, se están construyendo en pleno desierto de Arabia Saudí o en Emiratos Árabes o, en menor medida, sin ir tan lejos, en los mismos Pirineos.

Son ejemplos de modos diametralmente opuestos de entender el ocio que ejemplifican las teorías sobre la entropía de Georgescu-Roegen según la cual toda actividad de producción, movimiento, calefacción, refrigeración, iluminación etc, implica la degradación irreversible de una cierta cantidad de energía que, por lo tanto, ya no puede utilizarse al final del proceso y, por tanto, su empeño por entender la economía como un subsistema necesariamente integrado en los ciclos de la naturaleza y no al revés, como se empeña la ortodoxia económica dominante.

Estas representaciones del poder económico pueden configurar una amplia lista de relatos del absurdo que han conformado el inconsciente cultural de la modernidad capitalista y nuestra subjetividad consumista, que está atravesada por una condición individualista del deseo, aderezada con buenas dosis de retórica libertariana: defensa absoluta de la libertad como derecho natural que no puede ser interferido de ningún modo; una concepción de las personas como individuos que gozan, sobre todo, del derecho de propiedad absoluta sobre sí mismos y, por extensión, el pleno derecho a la libertad ilimitada de mercado; un rechazo absoluto de cualquier medida igualitaria o de fórmulas sociales que intenten aplicar pautas a la libertad, por tanto la justificación de un Estado mínimo y que, además, esté al servicio de sus intereses particulares.

El artista Robert Smithson, uno de los fundadores del land-arto arte de la tierra, en su ensayo «Entropía y los nuevos monumentos» 4, retomó los argumentos de Georgescu-Roegen en torno a la relación entre entropía, valor y placer de vivir para subrayar una tendencia ineluctable en el desarrollo económico y que él denominaba el «desagüe de energía» que produce una suerte de inversión temporal por la cual lo obsoleto no proviene del pasado, sino del futuro. Las ruinas ya no serían el residuo desolado de la historia que, utilizando la figura del Angelus Novus del pintor Paul Klee, Walter Benjamin describió en su Tesis sobre la filosofía de la historia (1940), sino la fría normalidad del porvenir. La montaña de residuos entrópicos que se acumula en los paisajes naturales aparecen así como la consecuencia lógica de la proliferación del despilfarro y del lujo.

Entre el exceso compulsivo, basado en una concepción de la libertad caprichosa, y la restricción máxima y autoritaria puede estar la moderación de lo suficiente que todas las personas podamos asumir. Yayo Herrero en Ausencias y extravíos 5 nos recuerda que necesitamos sumar y multiplicar, pero en un mundo con límites hay que reivindicar, sobre todo, la precaución de restar y el imperativo político de dividir. En una cultura de la desmesura del crecimiento se siente repugnancia al pensar en la desaceleración, el freno, el descenso, la suficiencia, pero eso es justamente lo que debemos hacer. Introducir la ecología en la cultura implica hacerse cargo de los conceptos de límite y renuncia. Es decir, asumir restricciones y racionamientos (ración y razón) que respondan a acuerdos establecidos con criterios democráticos y responsabilidad social mutua, que compaginen las necesidades y obligaciones comunes sin menoscabo de las libertades y los derechos individuales básicos.

Aprender a dividir entre las que somos ayuda a pensar en qué vida puede ser esa en la que quepamos todas y no dejemos a nadie atrás. Cuánto queda y a cuánto tocamos son preguntas políticas centrales. Por eso es imprescindible echar bien las cuentas, porque ya no salen si seguimos con los mismos criterios de explotación. Únicamente salen si se miden como cuenta de resultados, si los beneficios en forma de dinero, luz o combustible alcanzan solo a unos pocos y «se olvida» –subraya Herrero que hay que dividirlos entre miles de millones de seres humanos, un enorme denominador que obliga a repensar los conceptos de abundancia y escasez.

Aunque la igualdad sea una utopía, no por eso vamos a renunciar a un mundo donde las diferencias económicas y sociales no sean tan grandes como con las que ahora existen y, por tanto, podemos exigir y también ser consecuentes para que la distribución de los bienes y recursos sea más justa. Hoy, parafraseando a Yayo Herrero, la rebelión contra los límites es el peor de los extravíos. Y restar y dividir, un ejercicio de amor.

 

Notes:

  1. VV.AA., Bioeconomía para el siglo XXI. Actualidad de Nicholas Georgescu-Roegen, Los libros de la Catarata, Madrid, 2022.
  2. Nicholas Georgescu-Roegen, La ley de la entropía y el proceso económico, Fundación Argentaria – Visor distribuciones, Madrid, 1996.
  3. Donella H. Meadows, Dennis L. Meadows, Jorgen Randers y William W. Behrems, The Limitsto Growth, Universe Books, Nueva York, 1972.
  4. Robert Smithson, «Entropy and the new monuments», Artforum, junio 1966.
  5. Yayo Herrero López, Ausencias y extravíos, Revista Contexto, Madrid, 2021.

Categorized | Dossier, Política

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