ARTivismo cinematográfico contra el racismo, en el Festival de Cine de Donostia
(Galde 23, 2019/invierno). Rosabel Argote.-
Existe un cine que, sin ser explícitamente social, explota su potencial como arma de agitación masiva de conciencias para poner el dedo en la llaga de las indecencias políticas y las sin razones sociales. Entre ellas, las generadas por el racismo son especialmente dolorosas y, lamentablemente, frecuentes. Ello ha provocado que, a la vista de la expansión preocupante de los movimientos de extrema derecha y la xenofobia a nivel global, cada vez sea mayor el número de cineastas que están transformando su arte en «artivismo» para sumarse a la causa antirracista. Su objetivo no es frenar los mensajes populistas que generan fractura social e incitan al odio a las personas migrantes y refugiadas en Europa y Estados Unidos (no quieren frenarlo porque, de hecho, pocos colectivos defienden con mayor intensidad la libertad de expresión que quienes crean textos cinematográficos). Sin embargo, buscan visibilizar las contradicciones de una sociedad que, por un lado, llora la muerte del niño refugiado Aylan ahogado en la playa–y sale a la calle para gritar que se abran las fronteras–; y, por otro lado, rechaza a las personas refugiadas cuando llegan, por tener un color de piel diferente, un credo religioso injustamente demonizado o llevar hiyab.
Muchos ejemplos de este «cine artivista e incómodo» han ocupado un lugar importante en el catálogo de películas proyectadas en el Festival de Cine de Donostia de los dos últimos años. Así, en la 65ª edición del Zinemaldia, Happy End de Michael Haneke y The Square de Ruben Östlund, destapaban el cinismo europeo en la mal llamada “crisis de los refugiados”,como hiciera aquel Buñuel en El discreto encanto de la burguesía. Ambas cintas se implican en mostrar nuestra sociedad pudiente como una burbuja de confort e insolidaridad en la que las personas extranjeras parecen sobrar (bien porque sean una mancha en mitad de la blancura burguesa, según el universo hanekiano; o bien porque sean mero elemento de pose estética, según «el cuadrado» östlundiano). En The Other Side of Hope/ El otro lado de la esperanza, Aki Kaurismäki retrata a un joven refugiado sirio que viaja a Helsinki en un barco como polizón. Al llegar, se topa con una sociedad teóricamente civilizada que le da la bienvenida con pandillas de nazis a la caza de inmigrantes, o burócratas con entrenamiento para denegar toda solicitud de asilo. The Charmer/ El seductor, de Milad Alami, cuenta por su parte las vivencias desesperadas de un iraní en Copenhague. Y en Beyond Words/ Más allá de las palabras, de Urszula Antoniak, un chico polaco en Alemania se obsesiona por integrarse y borrar cualquier indicio de su origen. Se licencia en derecho en Berlín, ejerce como un exitoso abogado y cada noche en su casa, solo, practica la pronunciación germana para que su acento no tenga el más mínimo rastro de su procedencia polaca.
Esta lucha por la integración en la sociedad de acogida es también el punto de partida de la película Angelo, de Markus Schleinzer, que, proyectada este año ya en el marco de la 66ª edición del Festival, narra la historia de un niño africano que es trasladado a Marsella para ser sirviente de la corte ilustrada. Su ambientación en el siglo XVIII no es sino una metáfora de cómo hoy Europa trata a las personas extranjeras igual que antes trataba a las esclavas (humillándolas, denigrándolas, enfrentándolas a un techo de cristal, o de cemento, imposible de traspasar). Dicha denuncia tácita de Schleinzer es asimismo transmitida de forma expresa en el Festival por otra cineasta (Iciar Bollaín) en la presentación de su película Yuli (biopic del bailarín de ballet cubano Carlos Acosta), al afirmar que «el mensaje racista está resurgiendo en todas partes». Sus declaraciones son similares a las expuestas por Fermín Muguruza, a propósito del estreno de su película Black is Beltza, o por Spike Lee, en la presentación de Blackkklansman, sobre el Ku Klux Klan de Colorado en los años setenta. En esta película, los guiños a la actualidad son constantes, al incluir en el guión frases como “Make American Great Again” o “America First”, abrir la trama con un cameo de Alec Baldwin (imitador de Donald Trump en el programa televisivo americano “Saturday Night Live”), retratar la violencia policial contra la población afroamericana, o incluso cerrar la película con imágenes de las revueltas de Charlottesville en agosto del año pasado.
Y es que pasado y presente se juntan, tanto en el cine como en este escenario social actual de resurgimiento de los movimientos supremacistas, o de expansión creciente de los virus del racismo y la xenofobia. En sendos espacios (el del cine y el de la sociedad civil), las voces que buscan defender la cohesión social de los ataques de odio son diversas. Y al igual que hay diferentes movimientos ciudadanos a lo largo y ancho del planeta que están saliendo a la calle para decir ‘no’ al racismo, el cine también está ‘hablando’ con voces muy plurales de cineastas y cintas de gran heterogeneidad (pensemos, si no, en cuán diferentes son entre sí otras películas presentadas también en esta última edición del Festival, como Sophia Antipolis, de Virgil Vernier, en la aparecen brigadas ciudadanas para perseguir a inmigrantes; Entre dos Aguas, de Isaki Lacuesta, que retrata las dificultades de dos hermanos gitanos; o Manta Ray, de Puttiphong Aroonpheng, que se sirve de la poesía visual para traer a un primer plano las historias de rogynhas rechazados). El denominador común de todos estos filmes es su artivismo cinematográfico contra el racismo: un ejemplo de fusión del arte y el activismo digno de aplauso.