Koldo Unceta. Iñaki Irazabalbeitia. Manu Gonzalez. (Galde 09, invierno 2015).
Pese a su apariencia formal, el TTIP (Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión) no es en realidad un tratado de libre comercio, al menos en el sentido que hasta hace poco se daba a este término.
Las áreas de libre comercio fueron tradicionalmente concebidas como acuerdos entre países para eliminar obstáculos a la entrada y/o salida de mercancías derivados de tarifas arancelarias, cuotas y contingentes, y otras medidas de diversa índole. Paulatinamente, el auge alcanzado por el comercio de servicios, así como el crecimiento continuo de las inversiones en el exterior, contribuyeron a configurar un nuevo escenario en el que las empresas más fuertes –y más activas en el ámbito global- comenzaron a exigir nuevas medidas liberalizadoras en las relaciones económicas internacionales. No se trataba ya de eliminar los obstáculos en aduana a los productos provenientes del exterior, sino de impedir que legislaciones nacionales diferentes generaran condiciones distintas de acceso al mercado para unas y otras empresas. Se había creado una situación en la que todo era ya potencialmente fuente de ventajas o desventajas competitivas, poniendo patas arriba los postulados convencionales sobre el comercio internacional y su regulación 1.
De esta manera, la capacidad de los Estados para establecer normas diferenciadas, y adecuadas a las necesidades de la población, comenzaba a ser puesta en entredicho con nuevos argumentos. El mercado, defendido por sus máximos valedores como el mecanismo más eficiente para asignar recursos y resolver los problemas de la gente, se convertía así, de pronto, en un fin en sí mismo. La eficiencia social quedaba relegada por completo–ni siquiera formaba ya parte del argumentario-, dándose por supuesto que todo aquello que limitara el alcance del mercado –incluyendo el bienestar humano y la protección de los derechos de las personas- constituía un problema y, como tal, debía ser enmendado.
En este proceso, el nacimiento en 1994 de la OMC (Organización Mundial del Comercio) marcaría el inicio de un nuevo tiempo. Las viejas discusiones del GATT (Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles) sobre reducción de aranceles y otros obstáculos al comercio internacional eran sustituidas ahora por un nuevo enfoque, capaz de responder supuestamente a las exigencias de la globalización. De esa manera, algunos gobiernos –en clara sintonía con las posiciones de las grandes compañías transnacionales- esperaban que la OMC estableciera un marco de funcionamiento en el que se igualaran las condiciones de la competencia, evitando que las empresas de algunos países pudieran gozar de ventajas sobre las provenientes del exterior.
Sin embargo, las previsiones que algunos habían hecho sobre la capacidad de la OMC para llegar a acuerdos sobre servicios, inversiones, y otros asuntos pronto comenzaron a mostrarse inalcanzables. La gran contestación social habida en Seattle (1999) puso de manifiesto las dificultades para legitimar un proyecto institucional que pretendía subordinar los derechos de las personas y la sostenibilidad medioambiental a los intereses de las empresas más fuertes y los gobiernos que les avalaban. Con posterioridad, los continuados fracasos de la ronda de negociaciones iniciada por la OMC en Doha en 2001, ha venido mostrando la distancia existente entre los intereses y las posiciones defendidas por distintos grupos de países. Por decirlo rápidamente, a las contradicciones existentes entre globalización irrestricta del comercio y bienestar de las personas -ya evidenciadas en Seattle-, vendrían a sumarse los conflictos de interés planteados por países y grupos de países cada vez más heterogéneos. La presencia entre estos últimos de nuevas potencias emergentes como China, India, Brasil, Rusia, etc., con intereses de corto plazo no siempre coincidentes y con importantes bazas de presión 2, han acabado por crear un clima en el que el multilateralismo se ha hecho cada vez más difícil.
Este nuevo contexto es el que, en buena medida, determina que propuestas como el TTIP –y otras de similares características- hayan adquirido tanta importancia para sus impulsores. Las principales empresas han interiorizado que el camino seguido hasta hace poco para defender sus intereses -a través de su gran capacidad de presión en las negociaciones multilaterales llevadas en el seno de la OMC- puede no ser el más fructífero. De ahí que hayan optado por una vía más pragmática, apostando por crear grandes mercados en los que campar a sus anchas, aunque estos no abarquen el conjunto del mundo. Más vale ir avanzando poco a poco y, a fin de cuentas, un mercado de casi 30 países 3 y 850 millones de personas -como el que representaría el área del TTIP- es una bicoca para muchas empresas transnacionales.
Nos encontramos pues ante una importante encrucijada que puede cambiar el destino de millones de personas y que, sin embargo, está pasando casi desapercibida dado el secretismo y la ausencia de transparencia con que quiere aprobarse esta iniciativa. El TIPP no va a crear normas iguales para que todas las empresas se vean obligadas a salvaguardar los derechos de las personas y la sostenibilidad de la vida. Por el contrario, se trata de igualar a la baja, sacrificando definitivamente dichos derechos en el altar de los intereses de las grandes corporaciones. Las legislaciones ambientales y sociales, la provisión de servicios públicos indispensables, el acceso universal a la sanidad o a la educación, los planes de conciliación laboral y familiar, y hasta las propias bases de la democracia, son abiertamente cuestionadas y corren grave peligro.
Se pretende cerrar así el círculo que comenzó a trazarse hace tres décadas con la liberalización de los movimientos de capitales. Una liberalización que abrió enormes posibilidades de negocio para muchas empresas, las cuales vendrían a exigir nuevas liberalizaciones a cada dificultad que se encontraban en el camino iniciado. Una espiral infernal en la que los derechos y conquistas sociales logradas a lo largo de más de un siglo se han visto crecientemente amenazados y/o vulnerados. En este contexto, la propuesta del TTIP supone la definitiva separación entre la economía –entendida como la buena administración del oikos– y el mundo de los negocios. Significa la renuncia a avanzar hacia una organización más justa y eficiente –tanto social como ecológicamente- de la producción, la distribución y el consumo, optándose por la defensa a ultranza de la rentabilidad empresarial como referencia y principio básico de actuación. Supone un paso más en la renuncia a hacer de las políticas públicas el centro del debate, delegando en el mercado toda la responsabilidad sobre el futuro de las personas y el respeto a los derechos humanos.
El TTIP no supone el establecimiento de una zona de libre comercio, sino la creación –con el aval de las instituciones- de un área de impunidad para la actuación de las grandes empresas. No supone avanzar hacia un mercado más eficiente, sino aceptar la mercantilización de todos los órdenes de la vida sin limitación ni contrapeso alguno. De hecho, este tratado supone la renuncia de los estados a ejercer su soberanía, aceptando que las empresas –que a fin de cuentas representan intereses privados- puedan demandarles ante tribunales de arbitraje por osar a legislar en favor del interés público. Por ello, la aprobación del TTIP representaría en cierta forma el harakiri de las instituciones públicas y, probablemente, el final de un proyecto –el europeo- que más allá de su actual expresión política y de sus importantes déficits democráticos, representaba también para muchos un ámbito desde el que pensar a medio plazo en un proyecto socialmente más justo y ecológicamente viable.
De ahí que sea tan importante lo que suceda en los próximos meses y la capacidad de respuesta que, desde ambos lados del atlántico, pueda llegar a articularse. Los antecedentes del movimiento que logró paralizar el AMI (Acuerdo Multilateral de Inversiones) en 1998, o las propias protestas que rodearon la cumbre de Seattle de la OMC en 1999, muestran que el futuro no está escrito, como algunos pretenden.
Koldo Unceta. Catedrático de Economía Aplicada de la UPV/EHU
Iñaki Irazabalbeitia. Exeuroparlamentario
Manu Gonzalez.
Notes:
- Koldo Unceta: Teoría y práctica del comercio internacional: mitos y realidades, en Boletín Ice nº 2730, 2012 (pp. 31-42). ↩
- No debe olvidarse que, por ejemplo, según The Wall Street Journal China posee actualmente 1,27 billones de dólares de deuda soberana de Estados Unidos, una cantidad que equivale al 10,6 % del total de la misma. ↩
- Todos los de la Unión Europea, más EE. UU. ↩