(Galde 11, verano 2015). Jabi Ayesa. Por segundo año consecutivo el Zinemaldia presentó en su Sección Oficial una película rodada íntegramente en euskera. Puede parecer que de esta manera el festival se reserva una pequeña cuota para el cine de aquí. Sin embargo tanto “Loreak”, la película de la pasada edición, como “Amama”, la propuesta de la presente, no responden a la necesidad de cumplir con compromisos. Ambas son películas por las que cualquier festival pelearía para su exhibición. Seguramente tendremos que esperar algunos años para que esta coincidencia se repita. Mientras, nos queda disfrutar del estreno de “Amama” y celebrar que “Loreak” haya sido elegida para representar al estado español en la 88 edición de los Oscar en la categoría de Mejor Película de Habla no Inglesa
“Amama” es una propuesta sugerente, poética y poco convencional. Altuna nos cuenta la historia de un caserío y de sus moradores. Tres generaciones conviven bajo un mismo techo. Desgraciadamente los muros de la convivencia son altos e infranqueables y solo traerán dolor y sufrimiento. Tomas e Isabel se ven en la obligación de luchar para sacarlo adelante y perpetuar su estilo de vida, el único que conocen. Sin embargo, sus hijos tienen aspiraciones y proyectos diferentes, alejarse del caserío y de sus ancestros es la forma de alcanzar una vida más plena. En medio de todos ellos la amama presencia en silencio como estos mundos chocan entre si y será la que mejor entienda qué es lo que verdaderamente se dirime en semejante lucha.
La principal baza de “Amama” es que no esconde sus orígenes. Se presenta como cine vasco en estado puro, con un ADN propio que surge de las raíces y de las costumbres. No se trata aquí de reivindicar su label o de reabrir el ajado debate sobre lo que es cine vasco. Nos referimos a su referencialidad hacia muchos aspectos que confluyen en lo que podíamos llamar “la cultura vasca”. Si seguimos la obra de Altuna encontramos en muchos de sus cortos los mimbres sobre los que se construye “Amama”. Las sidrerias (Txotx), las apuestas de bueyes (40 ezetz), los peleas de carneros (Topeka), los arrantzales (Sarean), conforman el escenario sobre el que discurren sus personales historias. Todo ello, matizado por esa mirada hacia lo vasco o desde lo vasco. En “Amama” el interés hacia este mundo se centra en el caserío entendido no solo como lugar habitable en el que confluyen varias generaciones sino también como símbolo, como el crisol en que se amalgaman los aspectos fundamentales de la cosmovisión de este pedazo de tierra. Es además de un edificio, el punto exacto, el lugar preciso en que se dan cita los aspectos fundamentales de esta historia. Lo viejo y lo nuevo, lo rural y lo urbano, el pasado y el presente, la tradición y la modernidad, las nuevas y las viejas generaciones, el hombre y la mujer,… chocan en este espacio como si de dos carneros se tratara. El caserío es el conflicto pero también la respuesta a todos los porqués de esta película.
Como su director reconoce “Amama” se nutre de influencias reconocibles y de vivencias personales. Altuna fija su mirada en Oteiza o en Kirmen Uribe para intentar diseccionar el alma vasca. Estas ideas prestadas se van a fundir con una personalísima mirada llena de sentido y de significado. Altuna se refugia en un lirismo sugerente, cargado de simbolismos y de construcciones visuales potentes, densas, perturbadoras. Y lo hace con una plasticidad pasmosa, creando bellas imágenes, metáforas visuales, un poco evidentes en algunos casos, pero interesantes en otros. Esta puesta en escena contribuye a crear una personalísima atmósfera que tan bien le sienta a la película pero también supone sacrificar su narratividad y su acción dramática en aras de este comentado lirismo.
Es difícil sacar adelante una propuesta tan arriesgada como “Amama”. Su autenticidad radica en ser un producto muy poco convencional y esto puede ser al mismo tiempo su debilidad. Este mundo que narra Altuna tiene un interés para los que estamos cerca. Habrá que ver si también cautiva a un espectador no tan cercano. Esas señas de identidad que tanto nos gustan, tan personales y tan locales si se quiere, requieren un esfuerzo para el espectador foráneo. Esperemos que se entienda lo que cuenta Asier Altuna, porque de verdad merece la pena.
Jabi Ayesa