Muros y legalidad
(Galde 18, Primavera/2017). Jesús Espinosa.
Pablo de Greiff, relator especial de las Naciones Unidas para la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, se hizo eco de la Propuesta no de Ley aprobada en el Congreso el pasado mayo para reactivar la aletargada Ley de la Memoria Histórica. De Greiff volvió a conminar a España para que resuelva su relación con el pasado en este terreno ya que vulnera abiertamente las normas internacionales de los derechos humanos, vinculantes para todos los miembros de la comunidad internacional.
Los archivos juegan una función central en la promoción y realización del derecho a la verdad. Las víctimas de violaciones de derechos humanos, y sus familiares, tiene el derecho de conocer la verdad sobre los sucesos ocurridos y el Estado, por su parte, el deber de preservar la evidencia documental y garantizar su acceso. En este sentido, De Greiff recomendaba en su famoso informe de 2014 una mayor claridad de nuestra legislación en lo relativo a la privacidad y confidencialidad, apostando por la creación de una Ley de Archivos.
¿Por qué existen en España obstáculos de acceso a la documentación de archivo para las víctimas del franquismo y/o para profundizar en el conocimiento veraz del periodo que arranca en 1936 y concluye en las difusas líneas de la Transición? Para De Greiff, la disparidad según los archivos o funcionarios a cargo de los mismos, amén de la falta de inversión pública en medios técnicos y personal, era (y es) una realidad incontestable. Expresaba además su preocupación por la frecuente invocación a la Ley de Secretos Oficiales, que hoy no entraremos a discutir. El régimen de acceso a la documentación a que se enfrentan el ciudadano y el investigador tiene dos obstáculos: la legislación ya de por sí dispersa y el archivero leguleyo que atiende la solicitud de acceso. Esa es la realidad que cualquier investigador puede constatar, y que no se le escapó al relator de la ONU.
La Ley 16/1985 del Patrimonio Histórico Español, y en concreto su famoso artículo 57, reguló de manera grosera el acceso a la documentación depositada en los archivos públicos. En principio, la documentación puede consultarse libremente. Sin embargo los derechos se limitan, y este no iba a ser menos, transliterando el artículo 105 b de la Constitución de 1978. La primera regla protege al Estado, imponiendo la reserva de la Ley de Secretos Oficiales por el daño que pudiese ocasionar su difusión para la seguridad y la defensa del Estado o la averiguación de los delitos. Sin embargo, establece la posibilidad de solicitar la autorización de consulta. La segunda pauta protege al individuo. Determina que la documentación con datos personales de carácter policial, procesal, clínico o de cualquier otra índole que puedan afectar a la seguridad de las personas, a su honor, a la intimidad de su vida privada y familiar y a su propia imagen, no podrán ser públicamente consultados sin que medie consentimiento expreso de los afectados o hasta que haya transcurrido un plazo de 25 años desde su muerte, si su fecha es conocida, o de 50 años, a partir de la fecha de los documentos. Para gran parte de los archiveros, encargados de proporcionar el acceso a la documentación, estas son las únicas referencias aplicables, junto con la Ley 15/1999 de Protección de Datos de Carácter Personal. Pero no es así.
El avance democrático ha ido creando normas, al menos sobre el papel, que liberan al investigador del corsé de estas rígidas limitaciones. Una correcta aplicación de los principios de jerarquía normativa y de la legislación actual facilitaría la labor de los investigadores y permitiría avanzar en el conocimiento del pasado más reciente, al margen de la necesidad de crear una ley de Archivos. Empecemos por la Constitución de 1978, que en su artículo 44 protege la investigación científica. La Ley Orgánica 6/2001 de Universidades, que lo desarrolla, determina que la investigación científica es un fundamento esencial de la docencia y una herramienta primordial para el desarrollo social a través de la transferencia de sus resultados a la sociedad. El investigador siempre tiene un interés legítimo en la práctica de su investigación, ya que su ejercicio le produce un beneficio y si se le impide se le perjudica. Pero, es más, si se impide la investigación se está vulnerando el derecho constitucional relativo a la producción y creación científica, protegido por la vigente Ley de Propiedad Intelectual.
Uno de los muros más habituales que impiden el acceso a documentación es la supuesta intromisión al honor o los datos personales. La Ley Orgánica 1/1982 de protección civil del derecho al honor determina en su artículo 8 que no es intromisión ilegítima cuando predomine un interés histórico, científico o cultural relevante en el acceso a la documentación. En este sentido el fallo del Tribunal Constitucional 43/2004 desestimó la intromisión del honor en un documental emitido por la catalana TV3 basado en una investigación histórica sobre la represión franquista. Pero, es más, el Reglamento de la Ley de Protección de Datos de Carácter Personal, de 2007, habilita en su artículo 9 el acceso y tratamiento de datos para fines estadísticos, históricos o científicos. Además, la reciente Ley 19/2013 de Transparencia que afecta a la documentación ubicada en los archivos de oficina, centrales e intermedios, garantiza el acceso, pese a las limitaciones impuestas por otros artículos, que siempre han de estar razonadas.
Su artículo 14 limita el acceso cuando suponga un perjuicio a la seguridad nacional, la defensa, las relaciones exteriores, la seguridad pública, la prevención, investigación y sanción de los ilícitos penales, administrativos o disciplinarios, entre otros. Pero la ley es meridiana. Las limitaciones siempre han de ser justificadas y proporcionadas a su objeto y finalidad de protección y atender a las circunstancias del caso concreto, especialmente a la concurrencia de un interés público o privado superior que justifique el acceso. En el caso del personal investigador, amparado por la Ley 14/2011 de la Ciencia, la concurrencia es más que evidente, ya que la generación, difusión y transferencia del conocimiento científico permite resolver los problemas esenciales de la sociedad. Pero incluso cuando la información contenga datos especialmente protegidos por la Ley Orgánica 15/1999 de Protección de datos personales, el funcionario ha de permitir el acceso, aunque tenga que disociar datos que impidan identificar a la persona en cuestión. Y huelga decir que esta protección desaparece cuando el titular del derecho ha fallecido. Incluso el secreto estadístico, regulado en la Ley 12/1989 de la Función Estadística Pública, queda levantado a partir de los 25 años si se acredita un legítimo interés.
Respecto a la documentación depositada en los archivos históricos, el acceso a una documentación cuyos valores administrativos, fiscales o jurídicos han prescrito no debe ser, a priori, un obstáculo para su consulta, excepto para los aforados por la Ley de Secretos Oficiales. La invocación del tándem 25-50 años tan escuchada por los historiadores queda sobrepasada cuando existe el interés legítimo del investigador. Así lo reconoce el procedimiento establecido por el Real Decreto 1708/2011 que regula el régimen de acceso al sistema de archivos de la Administración General del Estado. El acceso a los datos se valida cuando el titular ha fallecido o existe un interés legítimo para su consulta. Y si ese interés coexiste con la persona titular del derecho se debe proceder a la disociación de los datos que impida la identificación de las personas afectada. ¿Qué hacer? La respuesta, en mi opinión, es plantear la batalla que entiende la Administración: iniciar recursos administrativos por parte de los investigadores con el respaldo jurídico de sus centros de investigación, ya que se está cercenando el ejercicio de su profesión.