Han sido meses de vértigo. Primero fue el impacto por la victoria electoral de Donald Trump convirtiéndose otra vez en presidente de los Estados Unidos. De nada sirvieron las denuncias en su contra, los casos judiciales que enfrentaba, o las mentiras y agresiones durante su campaña. Una vez en la Casa Blanca, sus medidas, discursos y desplantes por momentos mantuvieron un ritmo frenético, que alimentaba asombros y preocupaciones.
No puede sorprender que muchos periodistas y analistas pusieran toda su atención en la figura individual de Trump. Se analiza lo que dice o calla, sus acciones y sus resoluciones, como si él fuese el origen de todas las ideas y todas las políticas, mientras las demás personas, sea en el ejecutivo, el legislativo o en otras áreas, serían simples seguidores. Es la imagen de un vértice, una única cabeza, más allá de que sea descrita como ignorante o sabia, juiciosa o alocada.
Sin embargo, esa es una interpretación errada. Trump no actúa solo, y de hecho es parte de un colectivo que incluye a muchos otros que coinciden en ciertas posturas, y a la vez las producen. Al mismo tiempo, no olvida que un amplio sector de la ciudadanía estadounidense apoya esos cambios, e incluso hay grupos que los celebran. El presente artículo considera muy brevemente esa condición.
El conglomerado
Existe un conjunto de personas clave que explican y sostienen al gobierno Trump. Proveen ideas, redactan resoluciones y aplican acciones que determinan la gestión gubernamental, y a la vez, aseguran una legitimación pública. Estos integran lo que puede calificarse como el trumpismo, entendido como entidad colectiva, que tiene cierta heterogeneidad, aunque todos coparticipan en ese proyecto político.
El corazón del trumpismo está integrado al menos por tres tipos de actores. Primero se encuentran políticos con formación académica, algunos de fuste intelectual y con experiencia en la gestión estatal. En segundo lugar participan empresarios con mucho poder económico, y por lo tanto también político, que exudan megalomanías tecnológicas. Finalmente, el tercer tipo corresponde a los acólitos fieles de Trump que, simultáneamente, sirven como ejecutores y como un coro que alienta, celebra y reclama más.
Para describir a ese primer conjunto el mejor ejemplo es la figura de Russel Vought. Integrante del primer gobierno de Trump por un corto período, y ahora director de la Oficina de Administración y Presupuesto, la agencia desde donde se organiza gran parte del funcionamiento estatal. Después de haber participado en aquella primera administración, Vought se ubicó en el Center Renewing America, una ONG creada tanto como refugio para los trumpistas como usina de ideas durante la presidencia de Biden. No es un aficionado, ya que es doctor en judisprudencia de la Universidad George Washington, y eso puede explicar que se convirtiera en uno de los promotores de nuevas interpretaciones constitucionales que sirven como fundamentación conceptual del trumpismo.

Ediles y parlamentarios de Contigo Zurekin.
En el segundo conjunto, el ejemplo más conspicuo fue el billonario Elon Musk. Apoyó la campaña electoral de Trump, contribuía con ideas, y se desempeñó como asesor liderando el departamento para la eficiencia gubernamental. Desde allí fue el responsable de desmantelar programas y agencias, de maneras que se revelaron tanto inefectivas (se logró un ahorro insignificante) como arbitrarias (por ejemplo, cancelando unos gastos pero manteniendo los que beneficiaban a sus propias empresas). Más allá de su pelea con el presidente, no debe olvidarse que varios otros billonarios participan dentro del gobierno en distintos cargos. A modo de ejemplo, son conocidos billonarios integrantes del gabinete, como el Secretario del Tesoro, Scott Bessent o la de Educación, Linda McMahon. Se estima que el patrimonio total de estos magnates con cargos en el gobierno alcanzaría unos $ 450 mil millones de dólares1 . Asociados a ellos están quienes no son funcionarios pero lo apoyan , a veces muy visiblemente y en otras ocasiones con discreción (como lo muestra Jeff Bezos).
Finalmente, en el tercer conjunto se ubican los gestores entusiastas, que llevan las ideas a sus aplicaciones concretas, nunca las cuestionan, y a la vez las refuerzan y amplifican. En el ejecutivo esos son los casos de varios secretarios, como Pete Hegseth (Defensa) que fue militar y después tertuliano en la televisión; Howard Lutnick (Comercio), un empresario que alimenta la guerra arancelaria presidencial; o la Fiscal General, Pamela Bondi, quien fue una de las abogadas de Trump en el pasado reciente. Entre los legisladores, el ejemplo más conspicuo es el speaker en la Cámara de Representantes, el republicano Mike Johnson. En estos y otros casos, se ha cuestionado las capacidades, formación o idoneidad para los cargos, pero todos ellos comparten una lealtad incondicional al presidente.
Todo este conjunto comparte su rechazo lo que consideraban el persistente avance de una “izquierda” cultural y social (que califican como woke), y por lo tanto también detestaban las ideas y gestión del Partido Demócrata. Siguiendo distintos caminos coincidieron en que entre las posibles opciones para retornar al poder, la mejor de ellas volvía a ser Trump. Todo este conjunto, bajo todas esas formas, logra numerosos apoyos ciudadanos.
Un nuevo radicalismo constitucional
Entre sus principales ideas, el trumpismo defiende lo que se describe como un “constitucionalismo radical”. Rechazan modos recientes de entender la constitución al estilo liberal estadounidense, como los que otorgaban salvaguardas a los inmigrantes o protegía a minorías racializadas. Reclaman interpretaciones más fieles al texto original, y que por lo tanto son en varios aspectos semejantes a las manejadas en el siglo XVIII.
En ese giro, promovido por intelectuales trumpistas como Vought, se acepta que existen derechos, pero dejan de ser propios de las personas, y pasan a residir en las mayorías, para desde allí transferirse al gobierno. Los derechos y salvaguardas individuales se trasladan a quien gana la elección, en tanto éste representaría a todo el pueblo, y ese es el presidente.
Ese giro permite explicar la enérgica defensa que realizan del presidencialismo, como representante e intérprete de “todo” el pueblo. El presidente es el líder máximo, el primer magistrado, y al mismo tiempo el Ejecutivo se entiende por encima de los demás poderes. Se intentó en varias ocasiones imponer esta postura, conocida como ejecutividad unitaria, por ejemplo bajo los gobiernos Nixon y Reagan, pero nunca alcanzó los extremos actuales. La presidencia entiende como natural imponerse sobre el legislativo, al que consideran ineficiente y corresponsable de los problemas, y también sobre la justicia, dispuestos a desafiarla en todos los niveles, sintiéndose amparado por la inmunidad judicial que ésta concedió al presidente.
Esas posiciones se articulan con las de un nacionalismo simplista, defendido entre otros por el vicepresidente J.D. Vance. Aunque ahora es más conocido por sus desplantes agresivos, se formó en jurisprudencia en la Universidad de Yale, y ha fundamentado rechazar a la globalización contemporánea. Promueve un aislacionismo nacional anti-inmigración y detesta la diversidad cultural. En esas posiciones, como en las de Vought y otros intelectuales, asoma una y otra vez el resentimiento, el enojo y la disconformidad de los trumpistas hacia buena parte de lo que les rodea.
Una construcción conservadora
Las ideas y los animadores del trumpismo no se organizaron de un día a otro, sino que lo hicieron durante años. A lo largo del anterior gobierno, en manos de Joe Biden, distintos actores clave conformaron redes, de modo muy similar a cómo lo hacían los movimientos sociales y las ONGs en las décadas pasadas. Crearon el Conservative Partnership Institute (CPI), a partir del cual conformaron otros centros y programas, formalmente autónomos, pero coordinados entre sí. De ese modo, del CPI derivaron al menos nueve organizaciones, tales como el Center Renewing America (CRA), donde operaba Vought, o el America First Policy Institute (AFPI) donde trabajaba la fiscal Bondi2.
Toda esa red trabajó, por años, diseñando ideas, elaborando planes de acción, e incluso formando futuros funcionarios, identificando aliados y enemigos en la administración, y todo sazonado con distintas dosis de mesianismo. Alcanzó un gran poder, y logró alinear a otras organizaciones conservadoras mas antiguas (como la Heritage Foundation), que no se entusiasmaban con Trump.
Temor y resentimiento que alimenta el autoritarismo
El trumpismo entiende que enfrenta una crisis, la del deterioro estatal que ellos imaginan, incluso una guerra, ya que entienden que los inmigrantes los invaden. Añoran un pasado imaginado, pero el resentimiento y el miedo cruza buena parte de sus ideas y acciones. Mezclan tecnologías de última generación con el deseo de regresar al orden constitucional del siglo XVIII.
Desde esos sentimientos, sostienen a un personaje como Trump, para terminar alimentando, y eso desemboca en una deriva autoritaria. El trumpismo acepta la democracia formal, pero hostiga a la oposición política y a los movimientos ciudadanos3 . Desmonta agencias y programas que ejecutan políticas sociales, despide a quienes podían realizar evaluaciones independientes (por ejemplo en ambiente, salud y alimentos), manipula la justicia, lanza escuadras de enmascarados a cazar migrantes y no duda en enviar a la Guardia Nacional a las ciudades donde estalla la resistencia. Estos son los tiempos del trumpismo: el resquebrajamiento democrático en Estados Unidos y una deriva autoritaria.
1. All the President’s Billionaires: The Extraordinary Wealth in Trump’s Administration, L. Mannweiler, US News, 4 junio 2025, https://www.usnews.com/news/national-news/articles/how-many-billionaires-are-in-trumps-administration-and-what-is-their-worth
2. Inside the Trump Pan for 2025, J. Blitzer, The New Yorker, 15 julio 2024.
3. The path to American authoritarianism, S. Levitsky y L.A. Way, Foreign Affairs, febrero 2025.