El 17 de septiembre de 1988 ETA asesinó a un hostelero de Santurce, José Luis Barrios, bajo la acusación de ser traficante de drogas. Unos meses antes había hecho lo mismo con otros dos empresarios hosteleros del bajo Deba, Sebastián Aizpiri y Patxi Zabaleta. Tres casos que nos muestran una de las caras de ETA quizás no demasiado investigada por la historiografía pero que ha tenido una gran repercusión simbólica hasta hoy, la justificación del asesinato sobre la acusación de ser traficantes de drogas.
El fenómeno de las drogas se convirtió en uno de los objetivos estratégicos de ETA hacia inicios de los años ochenta, cuando la banda comenzó a debatir sobre el origen de este fenómeno y su repercusión social. Fue así como señaló al Estado como máximo responsable de la expansión de las drogas entre la juventud vasca y, de hecho, le acusaba de introducir heroína entre ésta con el objetivo de desmovilizarla políticamente y, por extensión, desmovilizar al movimiento independentista. En realidad, tal y como señala el historiador Pablo García en su trabajo ETA y la conspiración de la heroína, la cruzada contra la droga formó parte fundamental de la estrategia armada de ETA para construir nación y consolidar estructuras de contrapoder en oposición al Estado. Para llevar a cabo sus objetivos pusieron en marcha dos virulentas campañas desde inicios de los ochenta hasta 1992 que se saldaron con una treintena de asesinatos. La primera campaña se extendió hasta mediados de los ochenta y, en muchos casos, la acusación de traficante era una justificación para asesinar por la negativa a pagar el llamado impuesto revolucionario, tal y como le pasó a Arturo Quintanilla, que murió asesinado delante de su mujer y su hija en Hernani en 1983.
La segunda etapa se inició hacia 1988, y fue una respuesta estratégica a la debilidad interna que la banda encaraba. La mala prensa de los atentados de Hipercor (1987) y la casa cuartel de Zaragoza (1987); la creciente colaboración con Francia que había llevado a la detención de algunos jefes etarras e iría finiquitando aquel territorio como su santuario logístico; la firma del Pacto Ajuria Enea de lucha contra el terrorismo desde el plano institucional (1988); y la incipiente condena al terrorismo desde la propia sociedad vasca –donde destacó Gesto por la Paz, fundado en 1986-, le fue pasando factura y se encontró en la necesidad de un cambio de estrategia. Ahí fue donde encontró en las drogas un filón justificador, máxime cuando el contexto de finales de los ochenta resultaba propicio, pues el miedo a estas generaba una enorme alarma social –sobre todo el fenómeno del SIDA- y una aversión hacia aquellos que se enriquecían con el tráfico de estupefacientes. Ahí fue cuando ETA pasó a la ofensiva e inició su segunda campaña.
En realidad, esta campaña fue más importante para la rama juvenil JARRAI -algo lógico, por otra parte, pues este fenómeno afectaba fundamentalmente a jóvenes-, que le dedicó, si bien no la centralidad de sus debates, sí un espacio propio, tal y como se desprende de sus actas internas. El asunto tuvo la suficiente trascendencia como para que, en el verano de 1988, el mismo en que mataron a Barrios, JARRAI lanzara una potente campaña contra las drogas que estuvo articulada en dos frentes, el institucional y el de la movilización popular, al tiempo que señalaban directamente al PSOE -en sus palabras, con la ayuda de los demás partidos, PNV, EE y EA- como principal responsable del fenómeno. En su actuación en el campo institucional, proponían incluir mociones en los ayuntamientos con el objetivo de “crear contradicciones a los partidos con sus propias bases”, en alusión a PNV, PSOE, EE y EA, que presuponían las iban a rechazar.
En cuanto al frente de movilización popular, que iba dirigido sobre todo al sector juvenil, destacaron las campañas en las fiestas patronales de los pueblos y municipios vascos. Se contemplaba que estas durasen “todo el verano, teniendo como punto álgido las fiestas de cada pueblo”. Esto último no resultaba extraño pues eran estos espacios hegemonizados en gran medida por el nacionalismo vasco radical y considerados estratégicos en su labor de difusión de ideario y de atracción y captación de nuevos militantes. Para difundir su visión sobre la cuestión de las drogas en estos eventos sociales, se proponían pintadas como “cuelgues de camellos o de picoletos ofreciendo jeringuillas” e incluso se planteaba denunciar “a traficantes del pueblo o incluso el generar movilización para exigir que se vaya”. Los considerados responsables del fenómeno en Euskadi, el gobierno del PSOE, también eran aludidos con slogans como “Barrionuevo asesino. Tirapu camello” (en alusión al ministro de Interior del PSOE José Barrionuevo y al Gobernador Civil de Guipúzcoa, también socialista, José Ramón Goñi Tirapu) o “ponga un pico en su vida. Es un consejo del Ministerio del Interior”.
Un análisis de esta campaña de verano nos lleva a cómo se articuló el primer paso para la justificación del asesinato, que era el de la exclusión y deshumanización del objetivo. JARRAI se había autoproclamado juez popular, al dictaminar primeramente si la persona era o no traficante, y luego imponer su pena, que iba desde la expulsión del municipio al asesinato. Y esta última fue precisamente la sentencia de Sebastián Aizpiri, Patxi Zabaleta y José Luis Barrios, todos ellos asesinados este año. Los tres casos presentaron patrones comunes. Aizpiri, Zabaleta y Barrios habían convertido sus negocios hosteleros en rentables actividades económicas, algo que pudo dar lugar habladurías o rencores entre vecinos y conocidos. El hecho de que alguien de la comunidad prosperara y ascendiera de clase social generaba suspicacias y envidias en conocidos de toda la vida. Si además de ello aparecían unos pasquines anónimos acusándolo de algo que podía encajar con ciertas conjeturas sobre el origen de tal prosperidad, el poder del rumor aumentaba así como las emociones que lo sustentaban, como bien señala el historiador Alain Corbin en La ciudad de los caníbales- y con ello, a posteriori, la justificación del asesinato. La traducción social de la envidia encontró aquí uno de sus nichos. “Cuando el río suena, agua lleva”, pensarían muchos, y así, el “algo habrá hecho” tan asentado y manido para justificar los asesinatos de ETA se convertía en “era traficante”, diluyendo de esta manera la responsabilidad moral.
En esta disolución de la responsabilidad, el poder del rumor resultó fundamental. Las campañas de difamación pública fueron una realidad a la que se enfrentaron muchas de estas víctimas antes de ser asesinados. En el caso de Aizpiri y Zabaleta ambos probaron, incluso publicando una nota en la prensa, su total desvinculación con el mundo de la droga. Barrios por su parte no prestó atención cuando unos pasquines con su nombre aparecieron por las calles de Santurce. Dio igual que intentaran defenderse o que hicieran oídos sordos y trataran de seguir con su vida, el resultado en los tres casos fue el mismo. Murieron abatidos por las balas de ETA.
Las reacciones sociales a estos asesinatos fueron dispares. En el caso de los tres hosteleros citados, los actos de condena fueron multitudinarios, verdaderas expresiones de indignación y rabia. No obstante, éstas tuvieron que convivir con las expresiones públicas de regocijo por tales muertes, como le ocurrió a la familia de Barrios que, en la manifestación de condena por el asesinato, al pasar en silencio por delante de la Herriko Taberna vieron cómo sacaron unos bafles a la calle con la música a todo volumen y la canción “mándalos, mándalos a la mierda, que se piquen, que se piquen ellos y sus amigos los maderos”, a ritmo punk, en alusión a las drogas (picarse significa pincharse de heroína). Una simple prueba de cómo convivieron estas familias con el poder de los rumores a nivel local, el poder de la acusación y hasta dónde podía llegar el estigma. Las víctimas, por su parte, vivieron una doble victimización. Todavía hoy se escuchan justificaciones a esos asesinatos.