Galde 44, Udaberria 2024 Primavera. Iván Igartua.-
Tras dos años de agresión militar continuada, convertida en la mayor conflagración convencional que se ha conocido desde el final de la II Guerra Mundial, no hay ya posiblemente ningún ámbito de la vida en Ucrania que no se haya visto directa y profundamente afectado por las consecuencias de la invasión decretada por Putin aquel 24 de febrero de 2022. El impacto principal se mide, desde luego, en vidas humanas: más de 11.000 víctimas mortales civiles, alrededor de 31.000 soldados ucranianos fallecidos, según datos oficiales, y tal vez –aunque solo hay estimaciones–no menos de 180.000 bajas entre las filas rusas. La destrucción de varias poblaciones (como Bajmut o Avdiivka en el este) es absoluta y trae al recuerdo las imágenes de Grozni, capital de Chechenia, completamente arrasada a comienzos de este siglo, ya con Putin como presidente de Rusia. A nadie se le podrán borrar de la retina las calles sembradas de cadáveres de Bucha, al noroeste de Kiev, ciudadanos desarmados –hombres y mujeres, niños y ancianos– que fueron masacrados a sangre fría cuando el ejército ruso trataba de acceder, sin éxito, al corazón de la capital ucraniana con el propósito de asesinar a Zelenski, derrocar a su gobierno e instaurar un régimen servil a Moscú. El asalto a la central nuclear de Zaporiyia, la voladura de la presa de Nova Kajovka en junio de 2023 y los ataques constantes con drones y misiles a decenas de ciudades engrosan el cúmulo de desmanes cometidos por el ejército invasor.
Toda esta devastación forma ya parte indisoluble de la historia criminal de la Rusia contemporánea. Sus efectos, que se han cebado especialmente en la vida cotidiana de las personas, son patentes también en otros terrenos, como el lingüístico o el identitario, en los que la agresión rusa ha generado una respuesta reactiva que hace presagiar –en buena lógica– un horizonte prolongado de ruptura de lazos culturales y sociales entre ambos países. No está de más recordar que ya en 2014 la intervención rusa en el Donbás (casi simultánea a la anexión de Crimea) se justificó como un acto de apoyo indispensable a los ruso hablantes del este de Ucrania, que estaban siendo víctimas –según Moscú–de un genocidio. El Kremlin hizo bandera de la protección de los rusos étnicos allí donde estuvieran, aunque la estrategia de ocupación dependía más bien delos objetivos del proyecto Novorossiya (Nueva Rusia), la incorporación futura a Rusia de varias comarcas orientales y meridionales del país vecino. La defensa a ultranza de ‘lo ruso’ se había cargado ya de tintes violentos.
El contexto lingüístico e identitario de la Ucrania actual es sin duda complejo, pero no más de lo que era la situación previa a la II Guerra Mundial, cuando en sus regiones occidentales convivían ucranianos, polacos, judíos y alemanes, entre otros. La shoah y los movimientos forzados de población redujeron drásticamente la diversidad social. En lo que respecta a la identificación étnica o nacional, a la altura de 2001 (fecha del último censo realizado en Ucrania), el 77,8% de la población se declaraba ucraniana, mientras que el 17,3% decía sentirse rusa (el resto, apenas un 5% se repartía entre la nacionalidad rumana/moldava, la húngara y la tártara de Crimea, principalmente). La identificación nacional no coincide del todo con la lingüística: hasta un 14,8% de los encuestados que se consideraban ucranianos indicaron como lengua materna el ruso, lo que significa que esta venía a ser la primera lengua de alrededor de un tercio de la población de Ucrania, en tanto que dos tercios correspondían a los hablantes de ucraniano.
Pero eso son los datos globales: si nos fijamos en su distribución geográfica, se aprecia un contraste muy pronunciado entre la Ucrania occidental y central, por un lado, y la oriental (e incluso meridional), por otro. En el oeste, los porcentajes de rusófonos nativos oscilan entre el 2% y el 5%, en el centro se sitúan en torno al 7-8%, mientras que en el este llegan hasta el 70-75% y en Crimea, al 77%. Las diferencias son ciertamente acusadas, reflejan la diversidad de las vicisitudes históricas de cada región (en el este y el sur los procesos de rusificación siempre fueron más intensos) y tienen repercusiones de carácter cultural e identitario. En Kiev el ruso es el idioma materno de un 30% de la población. En la capital nacieron grandes escritores e intelectuales en lengua rusa (Shestov, Bulgakov, Ehrenburg). Otros procedían de zonas centrales (como Gógol, que era de Poltava) o meridionales (como Babel, nacido en Odesa). Una de las razones que explican esa particularidad es el arrinconamiento secular de la lengua autóctona en amplios territorios de la actual Ucrania.
La imposición del ruso como lengua administrativa y cultural arranca en el siglo XVII, con las primeras prohibiciones y piras de libros escritos en ucraniano eclesiástico (como le ocurrió, en 1627, al Evangelio didáctico de Cirilo Trankvillion-Stavrovetski). Se consolida en tiempos de Pedro I y sobre todo bajo Catalina II para recrudecerse a mediados del siglo XIX y, posteriormente, a partir de 1924 (según han analizado recientemente Andrii Danylenko y Halyna Naienko). La actitud de la Rusia soviética hacia el ucraniano pasó de una apuesta inicial por la indigenización (así denominada, en ruso korenizatsiya), que promovió la escolarización en esta lengua, a una desconfianza cada vez mayor en sus consecuencias, que Stalin identificaba con la resistencia a las medidas de colectivización forzosa y con el germen del separatismo (como ha señalado Dominique Arel). En 1958 el ruso se convirtió por decreto en la lengua básica de instrucción del sistema educativo en toda Ucrania. Pero la rusificación, al no poder completarse, generó una fractura entre áreas geográficas (reflejada en el censo de 2001) que está, además, en el origen de una de las dos narrativas ideológicas que se han enfrentado tras la consecución de la independencia en 1991: la de la ‘identidad eslava oriental’, basada en la sublimación de la afinidad ruso-ucraniana y opuesta ala narrativa de la ‘identidad étnica ucraniana’ (según la terminología de Stephen Shulman). En ambos casos, el asidero fundamental es el idioma; de ahí el marcado carácter político de la elección lingüística. Solo la narrativa de la ‘identidad mixta ruso-ucraniana’, la de los ucranianos ruso hablantes, queda al margen de esa identificación determinista entre el factor puramente lingüístico y el identitario o nacional.
La ocupación militar rusa encontró impulso discursivo en la negación de la soberanía de Ucrania, un país cuya existencia únicamente se admite bajo la forma de la sumisión. Esa actitud, tan descarnada como obtusa, ha fortalecido el sentimiento de pertenencia a la nación ucraniana y lo ha hecho, además, en todas las regiones, incluidas las del este (con la salvedad del núcleo duro del Donbás). Hay claros indicios de que en las zonas orientales y meridionales los hablantes están modificando sus hábitos lingüísticos: mucha gente ha dejado de hablar ruso para hablar ucraniano, como revela un estudio centrado en la ciudad de Járkiv (debido a Julia Panter, de la Universidad de Nueva York). En el contexto brutal de la invasión el valor emblemático de las lenguas ha aumentado hasta llegar a cotas nunca antes alcanzadas: Putin ha hecho del ruso la lengua del agresor, el idioma del enemigo que pretende aniquilar a toda una nación.
Rusia invadió Ucrania con el pretexto de la unidad histórica (y hasta fraterna) de rusos y ucranianos, cuando en realidad lo que persigue el Kremlin es sojuzgar a un país vecino que anhela vivir en libertad e integrarse en la esfera política y defensiva europea. Serán ironías del destino: uno de los resultados del expansionismo belicista de Putin es que la sociedad ucraniana, también en el este y el sur, ha roto –imposible de calcular por cuánto tiempo–todo vínculo emocional e identitario con Rusia. Y la prueba es que la identidad mixta ruso-ucraniana, la de los ucranianos rusófonos (que no son pocos), no solo no ha abandonado, sino que ha reforzado su lealtad a la nacionalidad ucraniana. E incluso ha empezado a dar la espalda a la lengua rusa y a toda su actual carga simbólica, para muchos insoportable. Conscientes de ello, en Moscú han tratado de contrarrestar esos efectos mediante el secuestro y deportación de niños ucranianos –un crimen de guerra más– y la reeducación obligatoria. Da igual que los tiempos cambien: para algunos las recetas seguirán siendo las mismas, las de un pasado siniestro que en Rusia se resiste a desaparecer y que es probadamente capaz de arruinar la existencia de quienes han tenido el infortunio de no vivir lo suficientemente lejos.
Iván Igartua Catedrático de Filología Eslava en la UPV/EHU