Galde 41, Uda 2023 Verano. Vera Carnovale.-
La violencia revolucionaria en la Argentina: acciones, autocríticas, preguntas abiertas.
Las organizaciones revolucionarias armadas que actuaron en la década del setenta en Argentina fueron un componente clave del escenario de movilización política y protesta social configurado a partir de la sublevación popular conocida como el “Cordobazo” (mayo de 1969). Habiendo incorporado la lucha armada como parte de su estrategia para la toma del poder, y al abrigo de una caracterización del proceso político como “guerra revolucionaria” o “guerra integral”, estas organizaciones desplegaron un amplio abanico de acciones políticas y militares destinadas a “acumular fuerzas”. Las acciones militares fueron de diversa envergadura, naturaleza y suerte: desarmes a policías; “expropiaciones” (de vehículos, de dinero, de alimentos); repartos de bienes de primera necesidad en barrios pobres; toma de localidades y edificios públicos; ataques a comisarías, dependencias policiales y guarniciones militares; atentados con explosivos; y, también, aquello que con el correr de las décadas constituiría tanto el blanco de las condenas políticas de sus detractores como el tema tabú de la memoria militante, esto es, las ejecuciones selectivas de personas o “ajusticiamientos”.
La mayoría de esas ejecuciones constituyó la venganza o represalia guerrillera por la tortura, asesinato y desaparición de militantes populares[1]. Esta venganza asumió, paralelamente, dos modalidades: una personalizada y otra indiscriminada. La primera fue aquella por la cual se individualizó y ejecutó a los responsables de los crímenes mencionados; al tiempo que la represalia indiscriminada recayó indistintamente sobre miembros de una determinada fuerza, en tanto tales: a través de estas ejecuciones no se castigaba al individuo en sí por un crimen particular sino a la institución de la que formaba parte por sus prácticas represivas. “Es la única forma de obligar a una oficialidad cebada en la tortura y el asesinato a respetar las leyes de la guerra”, explicaba un comunicado del ERP. La venganza fue, así, el intento de normativizar el enfrentamiento político y bélico, leitmotiv de una justicia revolucionaria practicada y reivindicada por la militancia armada setentista.
Fue fundamentalmente a partir de la derrota política y militar de estas organizaciones que emergieron los cuestionamientos más extendidos a su accionar. La tesis del desvío militarista, de la sobreestimación de la lucha armada o del progresivo proceso de militarización que las habría aislado de las masas se extendió primero, como forma de autocrítica, por la propia militancia. Más tarde, aquella tesis fue resignificada en un espacio político-cultural más amplio bajo fórmulas dicotómicas de concebir la relación entre política y violencia: ya fuera por razones de contexto represivo o como derivas de las propias formulaciones ideológicas, lo cierto es que la política, se advertía, había sido “desplazada” cuando no “reemplazada” por la violencia.
Ahora bien, estas interpretaciones que se sustentaban, fundamentalmente, en la necesidad de explicar la derrota, sus tramas y sus causas, excluyeron del debate, por varias décadas, el problema de la ética y, por supuesto, el de las ejecuciones selectivas. La inquietante pregunta que muy tempranamente (1979) planteara Toto Schmucler (intelectual marxista y padre de un joven desaparecido) desde las páginas de la revista Controversia que nucleaba al exilio argentino en México, “¿Los derechos humanos son válidos para unos y no para otros?”, provocó en las miradas retrospectivas más incomodidades y silencios que respuestas y consideraciones.
Veintiséis años después, sin embargo, el sentido de aquella pregunta reapareció, virulento, a partir de la célebre carta abierta que Oscar del Barco, filósofo y antiguo militante revolucionario, dirigiera a la revista La Intemperie, luego de haber leído allí una entrevista en la que un ex miembro de la primera guerrilla de inspiración guevarista de la Argentina (el EGP) relataba dos ajusticiamientos internos que habían tenido lugar en esa organización.
“Ningún justificativo nos vuelve inocentes”, decía en su carta Oscar del Barco, “no hay ‘causas’ ni ‘ideales’ que sirvan para eximirnos de culpa. […] El principio que funda toda comunidad es el no matarás. No matarás al hombre porque todo hombre es sagrado y cada hombre es todos los hombres […]. Sé, por otra parte, que el principio de no matar, así como el de amar al prójimo, son principios imposibles […]. Pero también sé que sostener ese principio imposible es lo único posible. Sin él no podría existir la sociedad humana. Asumir lo imposible como posible es sostener lo absoluto de cada hombre, desde el primero al último”.
La carta de Oscar del Barco dio en el punto neurálgico de las conciencias adormecidas, de las memorias nostálgicas y los relatos consagratorios. Los cientos de respuestas no se hicieron esperar y configuraron un irritado debate polarizado entre la condena ética “descontextualizada” y la justificación epocal. ¿Cuál debía ser, en definitiva, el fundamento inalienable? Aunque el célebre debate saliera publicado un par de años después bajo el título de No Matar, lo cierto es que sus ecos se apagaron más rápido de lo esperable. Me permito, sin embargo, retomar un hilo argumentativo que rescataba del olvido la intervención de Maurice Merlau-Ponty, cuando a fines de los años cuarenta los crímenes del stalinismo convocaron las plumas de la intelectualidad europea. El humanismo del Alma Bella y la no-violencia practicada desde la buena conciencia no puede menos que implicar la observación pasiva del mal, la complicidad con las múltiples y opresoras formas de la violencia en la historia, decía por aquel entonces el filósofo marxista francés. Es la maldición de la política, traducir los valores en el mundo de los hechos. De ahí que el humanismo, al intentar realizarse rigurosamente, devino en violencia revolucionaria. El terrorismo revolucionario fue, de alguna manera, el humanismo moderno llevado hasta sus últimas consecuencias. El problema es, en todo caso, concluía certero el francés, establecer si la violencia con la cual se pacta es progresista y tiende a suprimirse o si tiende a perpetuarse; si se trata de una violencia transitoria para acabar con toda violencia o si se perpetúa y/o desata una violencia mayor.
Volviendo a la experiencia argentina, he señalado que las ejecuciones en venganza buscaban normativizar el enfrentamiento político y bélico. Pero esa voluntad normativizadora no tuvo efecto normativizador alguno. A la muerte por muerte le siguió el terror por terror, y la guerrilla quedó atrapada en una guerra de aparatos en la que sólo podía perder; al tiempo que las simpatías populares que había sabido convocar se fueron congelando, rápido, frente a tantos “ajusticiamientos” cuyos sentidos no resultaban fáciles de dilucidar. Las represalias indiscriminadas no hicieron más que cerrar filas en el campo enemigo, reforzando los lazos simbólicos entre sus integrantes y ofreciendo argumentos y sentidos para que tanto convencidos como temerosos se lanzaran al combate contrarrevolucionario hasta la aniquilación total.
El inimaginado abismo abierto entre las esperanzas de los revolucionarios y su destino ha dificultado, sin embargo, la reflexión sobre la responsabilidad que le cupo al propio conglomerado de la revolución en el urdido del entramado trágico que selló su suerte. La consolidación en el espacio público de una memoria militante que ofrece nada menos que la paz de la autocomplacencia, ha hecho el resto. Inscribir la violencia en un nuevo orden emancipador era la promesa legitimante. Y es allí, en esa promesa incumplida de emancipación y el consecuente naufragio de sentido, donde radica el fragmento más trágico de la historia de la revolución. Si la maldición de la política es que debe traducir los valores a los hechos, esa promesa incumplida ¿no obliga, acaso, a repensar los vínculos entre violencia, humanismo y revolución?
Vera Carnovale. (Universidad de Buenos Aires/CONICET).
- En el transcurso de mi investigación -la única, dicho sea de paso, centrada en el análisis de las ejecuciones en tanto práctica– he logrado identificar un total aproximado de 300 casos de personas ejecutadas selectivamente por la guerrilla entre 1970 y 1979. De ellos, 242 corresponden a integrantes de las fuerzas represivas legales o ilegales. Véase: Carnovale, Vera: Los combatientes : historia del PRT-ERP. Buenos Aires: Siglo XXI, 2011. ↑