Galde 48. Udaberria 2025 Primavera. Luis Castells.-
La cuestión se suscita a la hora de encarar sucesos que se produjeron durante la Transición y con la democracia, y que resultan para algunos, incómodos, para otros utilitarios, y en todo caso denigrantes desde una perspectiva democrática. Abarcan un conjunto de hechos de diversa naturaleza, aunque los más significativos se relacionan con los asesinatos y la violencia ejercida fundamentalmente contra ETA y grupos o personas próximas –aunque también afectaron a gentes que no tenían relación alguna con esta organización–, y se produjeron durante dos períodos concretos: 1975-1981 y 1983-1987. No se suele quedar aquí la denuncia de graves delitos generados desde aparatos del Estado pues en ocasiones se incluyen hechos ciertos y punibles como los excesos y abusos policiales, en especial el llamado «gatillo fácil», e incluso el tema torturas, aunque estas suelen tener un tratamiento distinto y específico.
Vayamos por partes. Dejemos sentado que todo lo señalado (actuaciones asesinas desde ámbitos paraestatales o ultraderechistas, violencia policial) fueron hechos extremadamente graves, que no pueden obviarse o restar importancia y en los que había una implicación o consentimiento de aparatos del Estado. Dicho esto, hay que señalar dos elementos desencadenantes que animaron su existencia: en primer lugar, la persistencia de elementos neofranquistas en ámbitos del Estado como consecuencia del resultado de la Transición; en segundo lugar, la propia existencia de ETA. ¿Qué pretendemos decir? La Transición se llevó a cabo a partir de una «correlación de debilidades» (Vázquez Montalbán) en la que ninguno de los dos sectores que entraron en liza (el reformismo suarista versus la oposición) disponían de la capacidad de imponer su proyecto al otro. El resultado fue un híbrido que permitió alcanzar la democracia, pero con significativos lastres y uno de ellos, quizá el más notable, fue la continuidad de franquistas en los aparatos del Estado, especialmente en el Ejército y en las Fuerzas de Orden Público. Tal situación generó un marco erizado de dificultades, pues la expresión más sensible de lo que debía ser el nuevo estado democrático –el orden público quedaba al cuidado de miembros de la seguridad del Estado en ocasiones añorantes del franquismo. Esta continuidad supuso la presencia de grupos dispuestos a saltarse las normas del Estado de derecho, en especial si había que hacer frente a ETA.
Aquí entra en juego el segundo elemento de la ecuación, ETA, cuya existencia fue el combustible necesario que alimentó «la guerra sucia». ¿Qué hubiera ocurrido si ETA hubiera cesado su actividad tras las elecciones de junio de 1977 y la amnistía de unos meses más tarde? Se puede aventurar razonablemente que esa «guerra sucia» no hubiera tenido lugar y que el panorama respecto a la violencia ultra no hubiera diferido sustancialmente de lo acaecido en otras partes de España. A este respecto hay que reiterar una consideración ya manida, y es que, frente a ciertos tópicos socializados, ETA nunca luchó por la democracia. Es más, fue, junto a la extrema derecha neofranquista, la que con más ahínco y empeño se opuso a su llegada. Ambos extremos se entrelazaron en ese propósito común. Con la democracia las ramas de ETA lanzaron una campaña de asesinatos (318 entre 1978 y 1982) que tuvo el efecto de impulsar un clima social de hastío y desesperanza en que las reacciones violentas contrarias a esta organización, encajaran o no dentro de un Estado de derecho, estaban bien consideradas. Al mismo tiempo, a ETA esas acciones reactivas ilegales le beneficiaban en la medida en que encajaban en su estrategia de represión–acción a la par que daban aliento a su retórica victimista.
Ahora bien, estas circunstancias no aminoran la entidad de sucesos y comportamientos habidos. En primer lugar, de los protagonizados por las fuerzas policiales tales como el uso indiscriminado de armas, con el «gatillo fácil» como la expresión más destacada, o la brutalidad en la represión de las manifestaciones, así como las intervenciones de miembros de las FOP en calidad de «incontrolados» agrediendo a ciudadanos. Fueron sucesos que distaron de ser ocasionales en Euskadi y tuvieron un enorme calado en la sociedad vasca de la Transición, ensombreciendo a ojos de muchos la calidad democrática del nuevo sistema. Referido al período que transcurre entre junio de 1977 y 1982 se registraron, según mis estimaciones provisionales, 20 muertos por el uso de armas por parte de fuerzas policiales en distintas situaciones en el País Vasco y Navarra.
Mayores repercusiones alcanzaron las actividades ilícitas que se produjeron en los dos periodos señalados (1975-1981 y 1982-1987), en lo que comúnmente se conoce como la «guerra sucia». Durante el primero, en buena parte bajo el gobierno de Suárez y de UCD, se ocasionaron 32 asesinatos y 35 heridos. De entre las víctimas, solo unas pocas eran miembros reconocidos o supuestos de ETA. Otras eran simpatizantes del radicalismo abertzale y otras murieron simplemente por estar en el lugar del atentado o como víctimas vicarias para infundir temor entre la población. Es una trama necesitada de mayor conocimiento y estudio, y aunque no parece que hubiera una implicación directa del Estado, sí la hubo de miembros de su aparato y, en todo caso, el gobierno mantuvo una actitud consentidora.
La violencia ilícita desarrollada bajo el gobierno socialista y representada bajo las siglas de los GAL se saldó con el asesinato de 27 personas y otras tantas heridas, muchas de las cuales no tenían relación alguna con ETA o su mundo. Mantuvo similitudes con la primera etapa, aunque con una diferencia fundamental. En este caso está probada la complicidad del Ministerio del Interior del gobierno socialista, que favoreció e impulsó distintas iniciativas delictivas que se desarrollaron bajo el amparo del Estado con el resultado de muerte. De cualquier manera, había un común soporte argumental tanto en la primera como en la segunda experiencia de «guerra sucia»: ante la imposibilidad de doblegar a ETA había que primar la razón de Estado frente a la idea del Estado de derecho. Se produjo, pues, una «quiebra de los imperativos morales» que todo Estado de derecho debe mantener, tal como titulábamos un trabajo reciente en el que he participado.
Son hechos que están mereciendo un creciente tratamiento historiográfico y esa línea de abordar esta violencia ilícita debe reforzarse rompiendo con varias tendencias simultáneas. Por un lado, se contribuye a desmontar una apuesta ideológica generada desde ámbitos del radicalismo nacionalista que consiste en hablar prioritariamente y de manera sesgada de esta violencia y de sus víctimas, diluyendo de este modo el daño generado por ETA. Se busca así una interesada y falsa contraposición entre unas causas y otras, entre unas víctimas –las de ETAy las otras las de la violencia institucional–, entendiéndose que son estas, sobre todo, las merecedoras de reparación. Por otro lado, se evidencia la inconsistencia del cliché de que la historiografía académica obvia la atención a esta violencia ilegítima, lo que no resiste un contraste con la producción bibliográfica de los últimos años.
Se propone, pues, un tratamiento integral de las dos violencias habidas en Euskadi, la protagonizada por ETA por un lado y la ilícita amparada institucionalmente por otro, contextualizando su entidad y el alcance que tuvieron una y otra. Ello nos permite abordar ese interesado y empíricamente falso eslogan de la existencia de los «dos bandos» con que el nacionalismo radical y aledaños justifican, a veces velada pero siempre intencionadamente, la existencia de ETA. La nula inserción social de esa violencia institucional, su carencia de un proyecto político, su acotada extensión cronológica, su naturaleza básicamente reactiva, e incluso el limitado daño producido comparativamente con ETA, a la par que la interiorización de su condición ilícita e ilegítima y, por tanto, inmoral, son, entre otros, factores que invalidan la existencia de una supuesta «guerra» entre dos bandos simétricos.
Además, abordar con el máximo rigor esta violencia amparada por el Estado no implica poner en cuestión ni los logros de la Transición ni la existencia de un sistema democrático. Es una investigación que implica, sí, denunciar que en el estado democrático que se estableció en España se produjeron graves vulneraciones y que, como su consecuencia, hubo víctimas que deben ser reconocidas como tales. Precisamente lo que distingue a un Estado de derecho es identificar y asumir sus errores, para a continuación repararlos. Esta es su fortaleza.