Galde 48. Udaberria 2025 Primavera. Alberto Coronel Tarancón.-
Se dice que la ciencia está bajo amenaza. Y es cierto. Pero habría que matizar. La parte de la comunidad científica que trabaja a favor de la acumulación de beneficios corporativos, ya sea en el departamento de I+D de una fábrica, o en el laboratorio de una farmacéutica, sigue sin correr ningún peligro. Sin embargo, cuando la verdad científica contradice los intereses de la Gran Industria, entonces la historia es muy distinta.Y este es uno de los grandes problemas de las ciencias de la Tierra cuando recaban evidencia empírica sobre la crisis planetaria. Sus disciplinas no pueden dejar de recolectar pruebas verídicas y contrastables que alumbran directamente la responsabilidad ecocida de las industrias más poderosas del planeta tierra, como la petrolera, la agraria, la cárnica, la armamentística o la automovilística. Estas son algunas de las grandes industrias llamadas a reducirse notablemente si queremos lograr que algún día nuestras sociedades abandonen el sendero suicida de la insostenibilidad.
Pero ellas tienen una forma distinta de pensar qué es sostenible y qué no lo es. Y para defender la legitimidad de su forma de ver las cosas, no solo generan dudas en torno a los consensos científicos perjudiciales para sus intereses, sino también proyectan la sombra de un poder maligno escondido detrás de todas las organizaciones que participan de su producción y diseminación cultural. De este modo, la verdad científica queda subsumida y resignificada como la máscara y la punta de lanza de alguna perversa estrategia política.
Los lobbies son los perros guardianes del poder corporativo en lo que al control de los flujos de información se refiere. Las redes de lobbies, como el Atlas Network, o las nuevas tecnologías de microtargeting, herederas de Cambridge Analytica, los adiestran y orientan. Y sabrán disculparme los perros, pero de entre todos los animales de la biosfera, solo los leales han sido preferidos de los proyectos autoritarios. Por todas partes volvemos a escuchar los viejos ladridos.
Estos guardianes del interés corporativo hacen de todo.Y de todo incluye redes de organizaciones, partidos políticos, medios de comunicación y grupos de telegram que movilizan la coacción directa a través de hooligans digitales. Ellos son el análogo virtual de los fascistas que se bajaban de un camión y en menos de diez minutos habían destrozado la sede de un sindicato, pero en lugar de jóvenes con camisas planchadas, botas de piel y barras de hierro, ahora son, en su mayoría, bots, u hombres adictos a la autoafirmación mediada por el desprecio. Así es la guerra: le da un empleo hasta al más desgraciado de los resentidos sociales, el gran ejército de reserva de los proyectos reaccionarios.
Hablo de algo que documentó muy bien la periodista ambiental Marta Montojo en Ballena Blanca. El título del reportaje es: «En los oscuros callejones del negacionismo». Aquí, Montojo bucea por grupos de Telegram con miles de seguidores. Grupos donde se comparten perfiles de científicas y científicos divulgadores, noticias de la AEMET, o noticias sobre cualquier iniciativa científico-ecologista, ya sea la defensa del lobo, la importancia de restaurar el curso natural de los ríos o los peligros ligados al aumento de la temperatura planetaria. Compartida sobre el paredón de una red social de fusileros, el perfil de la persona señalada se inunde de mensajes de odio. En palabras de Montojo: “Más de la mitad de las científicas en España denuncian haber recibido ataques, muchos de ellos con referencias a su aspecto físico”. Emboscada tras emboscada, el miedo cala en la persona que hace el esfuerzo de divulgar ciencia compleja, hasta el punto de convertir la divulgación científica en una praxis peligrosa para la salud mental de quien lo intenta.
Estas prácticas son una lacra. Un síntoma de la fuerza de la deriva reaccionaria que toma forma en nuestras sociedades. Y, como dice Montojo: «Los científicos que, a la vez, divulgan, merecen, como mínimo, mi respeto.». Y también merecen el mío, el vuestro y el de todos. Pero detrás de este fenómeno hay algo más que el crescendo de la violencia social; algo más que la indiscutible degeneración de la opinión pública por las vías de la desinformación, y algo más que el dolor y la soledad de la científica violentada. Esta oleada de odio pone al descubierto algo que, hasta ahora, no parecía un problema: la absoluta inexistencia de organización política en el seno de la comunidad científica. O también: el hecho de que, durante mucho tiempo, la comunidad científica haya ignorado que ella también es un actor político. Se trata, más bien, de los efectos acumulados de un conformismo normalizado pues, como señalaba Manuel Sacristán en 1979, la división entre el trabajo manual y el intelectual siempre facilitó que la comunidad científica se identifique con las clases sociales privilegiadas, y a distancia con las oprimidas. Y lo que está sucediendo en estos momentos es que capas sociales tradicionalmente privilegiadas están padeciendo formas de violencia que venían padeciendo los grupos sociales oprimidos. Acostumbrada a mirar lo real a través de una lente, una fórmula o un sistema de recolección de datos, la comunidad científica lleva demasiado tiempo auto percibiéndose como un sujeto políticamente neutral. Lo cierto es que nunca fue neutral, sino simplemente conformista.
Como militante y portavoz del movimiento Rebelión Científica he conocido a científicos, científicas, académicas y académicos dispuestos a organizarse, conscientes de que su rol no puede limitarse a escribir papers y describir la catástrofe. Hoy, muchas de estas personas están a la espera de juicio. Pero no solo los perfiles científicos están a la espera de juicio, y, aunque participe de un movimiento que busca activar el poder político de la comunidad científica y académica, nunca aceptaré que un científico detenido sea más heroico o merezca más respeto que cualquier otra persona que haya luchado en defensa de la democracia y de la dignidad de la vida en el planeta Tierra. Es más: no es que admire que «los científicos» salgan a la calle. Es exactamente lo contrario. Que existan personas que poseen un conocimiento científico preciso y profundo de la catástrofe ambiental en marcha y, aún así, deciden no participar en la organización social de la protesta es algo que me produce una profunda vergüenza ajena.
Para participar de una asamblea o de una manifestación basta con tener un cuerpo que siente y opina. Para participar en una asamblea científica, como un congreso, hay que ser doctor, tener financiación, saberes expertos y buena mano con la escritura académica. Para firmar una ILP, basta con el derecho de ciudadanía. Para firmar un artículo científico hace falta muchísimo trabajo y muchos años de educación superior. Para hacer política, uno puede ser cualquiera, pero para hacer ciencia hacen falta títulos. Digámoslo de una vez.La comunidad científica tal y como está organizada es un espacio VIP en comparación con la comunidad política. Ahora bien, dejando de lado si esto es justo o no, lo que está claro es que, para que la ciencia y la comunidad científica sean respetada en los espacios públicos, hace falta algo más que un CV, y algo más que aplicar la ciencia a la producción industrial para que los coches rueden y los aviones vuelen. Hacen falta procedimientos democráticos que vinculen frecuentemente a la comunidad científica y la sociedad política, tales como las asambleas ciudadanas por el clima, los proyectos de ciencia ciudadana, o que la ciencia bien divulgada posea, por derecho, un espacio amplio en los grandes medios de comunicación.
La comunidad científica debe dar un paso adelante si no quiere que la sigan arrinconando. Debe enfrentarse a las raíces de su propio conformismo, revisar los privilegios que la paralizan y converger, junto al resto de las fuerzas democráticas, en la lucha contra el avance de lo que Karl R. Popper denominó la sociedad cerrada: aquella donde un presidente como Donald Trump decide si el calentamiento climático existe o no, quién es hombre y quién es mujer; qué color de piel es el indicador de un peligro social y qué agencias de meteorología deben dejar de investigar para dejar de malgastar recursos que podrían invertirse en armas. Porque la pereza de la democracia produce monstruos, y dichos monstruos tienen la cara de corporaciones cuyos intereses no negocian con la verdad científica: la combaten.
Una vez más: el tipo de verdad que construye el conocimiento científico necesita algo más que ciencia para ser socialmente identificada y políticamente defendida fuera de los laboratorios, las universidades, los congresos y los centros de investigación. Y este algo más no es otra cosa que la democracia social bien entendida. La convergencia política de la comunidad científica con el resto de las fuerzas democráticas. No hay alternativa. Cuando la verdad científica nace, crece y se reproduce a puerta cerrada, el día que sale a la calle nadie sabe reconocerla.