El debate sobre la energía nuclear está de regreso. Un debate que, si al menos en España, se consideraba zanjado desde la moratoria pactada en los años 90, hoy regresa en una coyuntura energética, climática y geopolítica inédita. En el caso español, además, el debate se enmarca en el contexto específico del inicio del calendario de “apagón nuclear” que deberá empezar en 2027 y finalizar en 2035 con el cierre de las cinco centrales aún activas: Almaraz en Cáceres, Trillo en Guadalajara, Ascó y Vandellós en Tarragona, y Cofrentes en Valencia. Todo ello perfila un nuevo frente de batalla cultural para el que es urgente actualizar los relatos. Porque si las batallas culturales son siempre endiabladas y la cuestión nuclear es particularmente controvertida, esta se da en un clima –en el sentido metafórico y literal de la palabra– muy distinto del que acompañó el movimiento antinuclear a finales del siglo XX.

Nuclear power plant Dukovany, view from National Nature Reserve Mohelenska serpentine steppe, Mohelno, Trebic district, Vysocina region, Czech Republic
La principal diferencia es que la actual crisis energética no es solo política o económica sino estructural. Es un hecho que los combustibles fósiles se agotan y, aunque hay nuevas oportunidades de explotación, nefastas en términos ambientales, como la extracción de petróleo y gas de los fondos oceánicos, nadie discute ya que el tiempo de la energía barata se acaba y nuestro modelo de desarrollo con él. No es la invasión rusa de Ucrania, no es la guerra comercial de Trump, no son solo los fallos de diseño en la implantación de las renovables. Son los límites físicos del planeta. Es cierto que el uranio también es un recurso finito y poco abundante –presente por cierto en las rocas de Groenlandia, que tanto codicia ahora Estados Unidos– pero su rentabilidad energética es tan elevada que su eventual carencia en un futuro medianamente lejano no parece argumento suficiente para contener nuestra voracidad. Sabemos también que las renovables no podrán sustituir completamente a las fósiles porque la electrificación total no es viable; que sin duda son parte de la solución, aunque para ello deban resolverse aún muchos escollos técnicos, pero la idea de un futuro en el que nuestro crecimiento se sostenga exclusivamente con renovables es una fantasía. Se mire como se mire, no hay energía suficiente.
En este panorama de urgencia, la nuclear regresa como lo que siempre fue pero en un escenario más acuciante, encarnando la eterna promesa de un crecimiento sin fin, perfecta compañera de un mito del progreso que nos resistimos a abandonar. Un mundo sin fin es precisamente el título del cómic más vendido en Francia en el año 2022, firmado por el ilustrador Christophe Blain y el ingeniero Jean-Marc Jancovici, un defensor del sector nuclear atípico, históricamente vinculado con el movimiento ecologista e inventor del método de contabilidad de carbono que se utiliza en todo el mundo para medir las emisiones de CO2. Además del éxito de ventas, la obra dio lugar a un sinfín de controversias, tribunas cruzadas en los medios generalistas, polémicas en el festival de comic de Angoulême e incluso acciones de agit-prop en librerías en las que activistas antinucleares se hacían pasar por representantes de la editorial para meter folletos de contestación entre sus páginas. Jancovici es claro al respecto: solo la energía nuclear nos permitirá seguir viviendo en la bonanza y solo ella podrá hacerlo además sin aumentar la huella de carbono. En resumen, nuclear o barbarie.
El caso de Un mundo sin fin es interesante por varias razones. Primero porque muestra cómo lo que llamamos batalla cultural se puede dar literalmente en el campo de la cultura. La obra, un excelente ensayo divulgativo sobre el funcionamiento y los parabienes de la energía nuclear, ha servido para aglutinar los principales argumentos del debate en un país como Francia, campeón de la implantación nuclear en el mundo que hoy se encuentra con un parque de centrales enorme y envejecido, reactores cerrados y una necesidad urgente de financiación. El comic de Blain y Jancovici ha servido para renovar el largo idilio de la sociedad francesa con la energía nuclear y los sacrificios presupuestarios que supone. Y segundo porque Jancovici, con su perfil ecologista pero institucional, propone como principal argumento su condición de energía “climáticamente sostenible” por su bajo nivel de emisiones de CO2. La dimensión climática es el segundo elemento que distingue el debate nuclear actual del que se dio en otros momentos, cuando el aumento de la temperatura media del planeta, aunque se conocía, no era considerado un problema. En términos de batalla cultural, es un giro de narrativa importante: de ser la energía más destructiva según el imaginario del siglo XX, la nuclear ha pasado a ser la mejor alineada con los objetivos de desarrollo sostenible. Un ejercicio de greenwashing que ha tenido además como consecuencia reventar la unidad del movimiento ecologista. Si, hace décadas, ser ecologista era ser antinuclear, hoy esta equivalencia está mucho menos clara.
Que la energía nuclear posea una débil huella de carbono es una realidad física pero encierra una paradoja difícil de ignorar. ¿Cómo puede ser ecológica una energía cuyo funcionamiento básico es un arma de destrucción de escala planetaria? ¿Una energía que, cuando falla, es la más letal de todas? ¿Una energía cuyos residuos más contaminantes –los llamados residuos de alta actividad, provenientes del combustible gastado de las centrales– permanecen activos, es decir radiactivos, durante 100.000 años? Solo obviando el pequeño problema de una toxicidad que supera cualquier marco imaginable y de unos riesgos de seguridad que siempre encaran nuevos imprevistos, se puede decir que la nuclear es, además de la compañera perfecta para el crecimiento sin fin, también para un futuro sin amenazas ambientales.
Identificar la nuclear con la sostenibilidad rompe la baraja también en términos económicos. Debido sobre todo a la gestión de los residuos –parte del combustible de las centrales se recicla pero esto representa un impacto minúsculo comparado con su magnitud temporal y su nivel de toxicidad– la nuclear tiene unos costes de mantenimiento extraordinariamente altos, lo que la convierte en un sector industrialmente poco rentable. Pero calificarla como “energía sostenible” permite atraer hacia ella las ayudas públicas destinadas a mitigar el cambio climático y favorecer la transición ecológica. Esta es probablemente la razón por la que en 2023 la Unión Europea la incluyó dentro de la taxonomía de “energías verdes”, cediendo a las presiones de países como Francia, que necesita alargar la vida útil de sus centrales. Una estrategia a la que también podría sumarse España si se replantea su calendario de cierre.
Este es a grandes rasgos el telón de fondo para el debate sobre el futuro de las centrales en España. Solo en este verano de 2025, hemos visto al Ministerio de Transición Ecológica abrirse a la posibilidad, ecológicamente cuestionable, de alargar el calendario de cierre y a las empresas propietarias (Iberdrola, Endesa, Naturgy y EDP) llevar a la justicia la pelea millonaria por unos residuos que, comprensiblemente, nadie quiere en su territorio. De momento, la llamada “solución transitoria” es que cada central almacene los suyos hasta que se construya el “almacén geológico profundo” previsto para nada menos que 2070. Para completar el cuadro, las y los representantes autonómicos se debaten entre las posiciones heredadas y sus coyunturas particulares. Es así como, por ejemplo, partidos tradicionalmente antinucleares como ERC buscan las palabras para explicar que no están en contra de mantener abiertas Ascó y Vendellós mientras que el PP, históricamente antiecologista y pronuclear, se niega a eliminar la ecotasa a la central de Alamaraz.
Si las confrontaciones políticas se ganan o se pierden en el terreno del relato, el movimiento antinuclear va a necesitar en los próximos años importantes esfuerzos en el campo de la narrativa, del lenguaje, de las representaciones y de los imaginarios, especialmente en dos aspectos: para argumentar la evidente insostenibilidad ecológica de este tipo de energía pero, sobre todo, para hacer el duelo por los tiempos de la abundancia. Ni con las renovables, que técnicamente no llegan, ni con la nuclear que, además de su toxicidad extrema y que se mide en tiempos geológicos, es un agujero negro para las arcas públicas. El mundo del crecimiento sin límites, basado en una energía tambien ilimitada, el mundo sin fin con el que sueñan los Jancovicis de occidente –ecologistas pero “progresistas” en el sentido de creyentes en el mito del progreso– no van a volver. Ese duelo es la batalla cultural más difícil porque, como todo duelo, antes que colectivo, es individual.