(Galde 02, primavera/2013). 1Ha pasado el tiempo desde aquel 15 de mayo del 2011 y, como siempre, el aliento se ha ido extinguiendo. Seguramente, entre muchos de los que estuvieron en la plazas, el desánimo ha cundido. Suele suceder que cuando no se miden realmente las fuerzas, se transita con facilidad de la euforia a la depresión. Los medios, además, ayudaron mucho. La ilusión de la novedad, de la que se nutren, es una mercancía peligrosa. Conduce a encontrar originalidad, peso y corriente de fondo en lo que es cíclico, estadísticamente irrelevante y circunstancial. Lo mismo da lo genuinamente singular que lo de siempre. Todo se confunde en la fascinación ante el recién llegado. Basta con ver cuántas renovaciones de ideario y terceras vías se han devorado en los últimos tiempos. No menos de dos por año. Como los partidos del siglo en el fútbol. No cabe descartar que los activistas asumieran esa misma perspectiva. Y eso, a la larga, es malo. Uno se cree un superhombre y, cuando descubre que no es más que uno entre tantos, acaba convencido de que es un mierda. A los indignados cierto día les dijeron que habían inventado la pólvora, o al menos el nombre de la pólvora, al añadir una tercera palabra española –junto a «liberalismo» y «guerrilla»– al léxico político internacional, y a los pocos meses descubrieron que los mismos que los habían tratado como genios, no se acordaban del invento ni del inventor. No es un plato de fácil digestión. Lo contó como nadie Billy Wilder en Sunset Boulevard.
Pero cuidado, si no hay que creerse el relato del día de los titulares a cuatro columnas tampoco hay que dar por buena la necrológica. Por lo pronto, sí que hubo algo nuevo y fue importante. La novedad, como siempre, lo era sobre el trasfondo de las expectativas. Los mismos medios y sujetos políticos que a diario constataban, no sin complacencia, la escasa capacidad de convocatoria de los sindicatos y daban por muerta la pulsión cívica, tuvieron que recomponer la figura y el tono al ver que el difunto todavía respiraba y levantaba la voz. Muchos derrotados no iban a admitir con naturalidad su condición. Cuando salieron a las calles, su número sorprendió como una suerte de modesta refutación de un diagnóstico repetido mil veces y asumido por muchos como verdad irrebatible: el fin de las ideologías, en este caso, el de las discrepancias. Pero la novedad no era sólo que el muerto estaba vivo. Había algunas más, aunque quizá no las que se destacaron. No está de más entretener algunas notas en algunas singularidades, quizá las más desapercibidas.
1. La bondad de la acción colectiva. El activismo, como tal, no es nuevo. Ni tampoco necesariamente bueno. Hay una favorable disposición hacia los movimientos sociales que, cuando menos, resulta precitada. Los linchamientos, la quema de brujas, las juventudes fascistas o la kale borroka también constituyen acciones colectivas. Si uno elogia la participación colectiva en los empeños, sin más matizaciones, debería aprobar cosas como éstas. En todo caso, de procesos de esa naturaleza nos interesan sus condiciones de posibilidad, los requisitos para que surjan. Para aprender. La socialización compartida, los bajos costes de comunicación, el trato frecuente, la confianza, la facilidad para reconocer y penalizar al free rider y algunas cosas más facilitan la colaboración entre los protagonistas de los empeños colectivos. La teoría de la acción colectiva, entre otras, se ha ocupado de precisarlas. Una teoría con vocación empírica, que nada nos dice acerca de la bondad o perversidad de los objetivos que se defienden.
2. Los costes de coordinación. La novedad en los mecanismos de coordinación (las redes sociales, los teléfono móviles), en principio, resulta irrelevante teórica y normativamente. Simplemente facilitan la comunicación, como pudieron hacerlo en su día el telégrafo o el teléfono. Sin duda eso allana en camino para la participación. A veces nos olvidamos de las precarias condiciones en las que se dieron las revoluciones francesa o americana: los representantes de los Estados o las Federaciones viajaban durante días o semanas y, al llegar, se encontraban con imprevistos problemas y respuestas, que nada tenían que ver con los que los convocaron, y sin posibilidad de comunicarse con sus electores. Un mundo inimaginable en estos días en los que cualquiera, desde cualquier parte, puede acceder a los presupuestos generales del Estado y contarle a medio mundo sus descubrimientos o sus ocurrencias. El guión teórico es el de siempre: siempre hay que ponerse de acuerdo. La novedad son las facilidades. Pero la mejora en el medio deja intacta la calidad del mensaje.
3. Los peligros de la red. A lo anterior hay que añadirle una salvaguarda: para bien o para mal, los medios pueden condicionar la calidad del mensaje. Los nuevos medios conceden muchas posibilidades para la transparencia informativa y el control democrático. Permiten acceder a los presupuestos del estado a cualquier ciudadano, acceder a hemerotecas para tasar a sus políticos, asistir en directo a los debates parlamentarios y mil cosas más. Y, sobre todo, pueden hacer llegar a otros como ellos sus apreciaciones o sus informaciones. Pero también tienen sus peligros: la compartimentación entre ciudadanos, que sólo atienden a los de «su peña» e ignoran toda información incompatible con sus ideas, puede hacer imposible la deliberación democrática; el predominio de la consigna, los 140 caracteres del tuit, sobre el razonamiento; la circulación instantánea de informaciones no ponderadas o simplemente falsas, que se confirman por su propia proliferación, puede desatar una catarata de desatinos, sostenidos en el eco de su propia voz.
4. La limpieza democrática del 15-M. Las novedades, al menos en la historia reciente, afectaban al contenido, a su vocación democrática, en los procedimientos y en las reclamaciones. Era una suerte de descontento general a la búsqueda de una cristalización política. Algo que, si se piensa bien, resulta bastante raro, porque es como decir, «a la búsqueda de un contenido». Una circunstancia poco común en las acciones colectivas. El proceso, si se quiere, lo era todo. En eso, se acercaba a las corrientes más renovadoras de la teoría democrática. Me explico. Buena parte de la reflexión contemporánea -acaso la mejor- en filosofía política atañe al cómo decidir. En particular, la justificación epistémica de la democracia deliberativa se ocupa de exponer las condiciones en las que las decisiones mejorarán en su calidad: información pública, exposición contrastada de argumentos, imparcialidad en los criterios, presencia de los afectados, transparencia, etc. No nos dice qué ideas son las mejores, qué distribución es la más justa, cómo debemos hacer frente a esto o aquello, sino cómo hemos de decidir acerca de esas cosas. Es de suponer que, una vez en la mejor democracia, cada cual defenderá sus ideas, dispuesto, eso sí, a corregirlas a la luz de los juicios ajenos. La decisión final, el contenido si se quiere, ya llegará, como resultado del propio proceso deliberativo. En el 15-M esa vocación democrática se tradujo –sobre todo en sus primeros momentos- en una preocupación por la pulcritud de los procedimientos: protocolos explícitos para evitar la manipulación de las asambleas; prevención frente a las portavoces estables; rigor en las agendas de decisión y en la composición del demos; alerta ante los agitadores de oficio, idas y venidas en los procesos de decisión en aras de aumentar los consensos.
Repárese que, en eso, se parece poco a otro movimientos sociales que operan bajo el leninista procedimiento de «la correa de transmisión». Los nacionalismos y muchas religiones son, también en eso, deprimentemente ejemplares. Hay una sola idea, la construcción nacional o la doctrina salvadora, que se pasea por mil organizaciones distintas que, en rigor, no tienen otra función que la de extender aquí y allá el mismo mensaje, modulado, eso sí, a cada circunstancia particular. No pocas veces son los mismos individuos que, en distintos medios, agitan según sus diferentes identidades. Ofician en distintos momentos como padres, abogados, socios de club deportivo, vecinos, etc. Unas pocas personas resuenan como centenares. Después, el mensaje ya diseminado, se vuelve a recuperar y se presenta como una reclamación compartida de «la sociedad civil». El contenido está predeterminado y no es susceptible de discusión. Si acaso, se decora el procedimiento, pero siempre, a sabiendas de cuál tiene que ser el resultado. Exactamente lo contario de lo que vimos en el 15-M.
5. Los límites de la participación. En la travesía que lleva de los sistemas de decisión a las decisiones, de la democracia a los contenidos, se corría peligro de encallar. Los escollos eran de diversa naturaleza. Algunos afectaban a la posibilidad de perfilar objetivos y propuestas. El acuerdo a la hora de decir que muchas cosas no funcionan no asegura el acuerdo en las propuestas acerca de cómo hacerlas funcionar. Los debates, si no se acotaban, podían dispersarse en infinitos problemas y propuestas. Al final no era raro que surgieran objetivos inconciliables, al modo como años atrás sucedió con el movimiento antiglobalizador, donde convivían agricultores europeos proteccionistas con altermundistas partidarios de abrir los mercados a la producción de los países pobres. Otros problemas derivaban de las reservas a la institucionalización. Las cuestiones clásicas de la democracia, cuántos, quiénes y cómo se decide, son algo más que formalismos. No una constitución o unos estatutos organizativos, pero sí algo que se les parece, al menos en sus funciones, resulta necesario si no se quiere recalar en el principio de que «quien resiste gana», de que el último que se queda, en pleno acuerdo consigo mismo, acabe por hablar en nombre de todos. Tampoco faltaron problemas derivados de cierta disposición inaugural que conducía a discutirlo todo desde el principio, incluyendo asuntos sobre los que no faltan resultados procedentes de la investigación empírica, no susceptibles de abordarse mediante la participación democrática, o de la experiencia acumulada de unos sistemas democráticos, que se han enfrentado a ellos en más de una ocasión.
6. El sentido de la participación. En las tradiciones democráticas, en particular en las inspiradas en el republicanismo, hay dos miradas acerca de la participación. Dos defensas, si se quiere. Para unos, calificados como neo-aristotélicos, la participación es un fin en sí mismo. No importa la calidad de las decisiones sino el mismo hecho de decidir, que contribuye a la excelencia humana, a realizar una parte, acaso la mejor, de la naturaleza humana, la condición de animal político. En su versión más actualizada, algunos apelan al ejercicio de autonomía. Para los otros, calificados como «neo-romanos», la participación es un medio para otras cosas, para mejorar la calidad normativa de las decisiones, que cuajarían en leyes justas, que impiden la dominación y el despotismo, la arbitrariedad. En este caso, la democracia sería el mejor medio de proteger la libertad, de impedir la tiranía o un populismo plebiscitario que veta la posibilidad de discrepar.
La distinción puede parecer una pejiguera académica sin mayores implicaciones políticas. Puede que sea así. Pero algunas interpretaciones del 15M invitan a no despacharla con precipitación. Y es que había dos modos de entender el lema de «no nos representan». En sentido estricto ese lema no condena la representación, sino a los representantes. Es más, avala la importancia de la buena representación y, si acaso, lo que defiende es mejorar su calidad: control de los políticos, listas abiertas, transparencia de su gestión, sistemas de elección, etc.
En el otro caso, se condena la idea misma de representación en nombre de una democracia directa, no siempre precisada en su diseño. Esa segunda interpretación supone una visión de la participación, del activismo que, en el mejor de los casos, podría encontrar sus avales en las ideas neo-aristotélicas y, en el peor, en las retóricas comunes a democracias populistas, desprovistas de todo tipo de restricciones, controles constitucionales y separación de poderes. Importaría la participación «directa», no su calidad. Una democracia directa que prescindiera por completo de órganos representativos y que relegara la totalidad de las decisiones legislativas y al menos las más importantes de las ejecutivas directamente al pueblo, que debiera pronunciarse, por ejemplo, a través de votaciones semanales, sería una muestra consumada de esa democracia populista. Todos votando todo el tiempo sobre todo: impuestos, tipos de interés, planes hidrológicos. Las preferencias de cada uno traducidas –si es que eso es posible, pero esa es otra historia– directamente en una voluntad general, sin que medien deliberaciones públicas, ponderación de razones, búsqueda de información.
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Quizá las últimas líneas resulten un tanto melancólicas. No quieren serlo. Si acaso, aspiran a ser una invitación a la autoconciencia crítica, a no ignorar que, como en el poema de Brecht, que «también el odio contra la bajeza desfigura la cara. También la ira contra la injusticia pone ronca la voz». Quizá la mejor lección de la historia del ideal democrático, del que, con sus carencias y limitaciones, también forman parte nuestras democracias, sea una prudente cautela respecto a lo que podemos hacer.
Notes:
- Este texto recoge algunas partes adaptadas de la conclusión de Félix Ovejero, ¿Idiotas o ciudadanos?. El 15-M y la teoría de la democracia, Montesinos, Barcelona, 2012. ↩