A la derecha nunca le ha gustado la idea de la solidaridad, más allá de algunas versiones más humanistas, o más en la línea de la democracia cristiana o más en la línea de la democracia cristiana, que habían surgido tras la segunda guerra mundial. Sin embargo, en los últimos tiempos, esa desconfianza y ese rechazo hacia las ideas solidarias, se han ido transformando paulatinamente hasta convertirse en abierta hostilidad. La última expresión de ello fue la decisión tomada por Trump hace unos meses de desmantelar la USAID, Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional, organismo encargado de canalizar los programas de cooperación y ayuda humanitaria en ese país. Es, sin duda, una manifestación más de esa “derecha sin complejos” que reclamaba Aznar, en un llamamiento a acabar con los miedos o recelos que pudiera haber a desmarcarse abiertamente de algunas ideas más propias de la izquierda pero que habían logrado obtener un amplio consenso de la comunidad internacional.
En efecto, desde el fin de la segunda guerra mundial se había consolidado un fuerte consenso en torno a la justicia social y la defensa de los derechos humanos que casi nadie se atrevía a cuestionar. El enorme coste humano que tuvo la derrota del nazismo había hecho surgir un fuerte incremento de las ideas humanistas que, en el plano internacional, se había plasmado en diferentes tipos de propuestas solidarias. Primero fueron las iglesias cristianas del norte de Europa (quienes propusieron por vez primera la idea de destinar el 0,7% del PIB a la cooperación) a las que muy pronto se unieron diferentes gobiernos de unos y otros países, creando Agencias estatales especializadas en canalizar la Ayuda Humanitaria y la Cooperación al Desarrollo.
A esa época corresponde también la creación del Banco Mundial, del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo), o de la FAO. Se trataba de un amplio entramado internacional (bilateral y multilateral) destinado a promover el desarrollo de las sociedades más pobres, muchas de ellas recién llegadas a la independencia tras un largo período de colonización.
Tampoco convendría ser excesivamente ingenuos, detrás de estas iniciativas se escondían muchas veces intereses mercantiles o geoestratégicos. Detrás de los acuerdos para otorgar paquetes de ayuda al desarrollo había a veces contraprestaciones comerciales para el acceso a fuentes de materias primas, arreglos para el establecimiento de bases militares y otros asuntos de distinta naturaleza. Y, en sentido contrario, no son pocos los ejemplos de retirada de la ayuda por razones estratégicas. Desde la conocida retirada, por presiones de los EEUU, de la financiación del Banco Mundial para la presa de Assuan tras la firma de los convenios de colaboración del gobierno de Nasser con la URSS en los años 60, han sido muchos los ejemplos de condicionalidades y amenazas de retirada en de la ayuda y la cooperación. A diferencia de la de las ONG, la solidaridad de los gobiernos estuvo muchas veces marcada por intereses de distinta naturaleza.
Es también necesario mencionar las denuncias surgidas desde distintos sectores sociales del sur global que han considerado que la cooperación y la ayuda al desarrollo han servido, más en general, para forzar procesos de occidentalización de muchas sociedades, contribuyendo a la destrucción de culturas y formas de organización locales, en aras de una idea de progreso no siempre acorde con el respeto a la identidad cultural o a la preservación de los ecosistemas. Denuncias y críticas que es preciso asumir para hacer de la cooperación una fuerza transformadora y democrática.
En esta situación, durante varias décadas se vino a consolidar un orden internacional que, a trancas y barrancas, logró canalizar importantes cantidades de ayuda humanitaria. En el peor de los casos sirvieron para paliar el sufrimiento de millones de personas, y en el mejor para generar nuevas oportunidades de desarrollo personal a los habitantes de determinadas zonas del mundo. Y en ese contexto, la derecha acabó aceptando un orden internacional basado formalmente en los valores de la solidaridad y la justicia social, a la vez que trataba de sacarle partido obteniendo a cambio ventajas comerciales y geopolíticas. Lo cierto es que este orden internacional liberal se ha caracterizado por su capacidad de asumir importantes y, a veces, irreconciliables incoherencias y contradicciones.
Todo esto ha saltado por los aires con la llegada del Trumpismo. De un plumazo, Trump decidió acabar con una idea ─la de la cooperación para el desarrollo─ que sigue siendo imprescindible. Porque las limitaciones del actual modelo de cooperación internacional y la necesidad de sustituirlo por otro más amplio, democrático y comprensivo, no pueden obviar que la ayuda humanitaria y el flujo de recursos desde los países más ricos hacia los más pobres continúan siendo necesarios. La ayuda humanitaria no basta, pero sigue siendo fundamental en un mundo caracterizado por la privación, la violencia, la destrucción de los recursos y la discriminación de millones de personas. Además, la naturaleza agresiva, reaccionaria y autoritaria de las decisiones tomadas a un ritmo vertiginoso en EEUU en estos primeros meses de mandato de Trump ya están teniendo consecuencias que hacen que esta ayuda, lamentablemente, sea aún más necesaria. Un mundo más violento, más injusto, desigual e insostenible, como el que está generando esta deriva reaccionaria y autoritaria, necesitará sin duda más cooperación.
En estas circunstancias, desmantelar USAID representa un golpe directo a la democracia y los derechos humanos, y supone un anuncio al resto del mundo de que en el futuro las relaciones internacionales deberán regirse únicamente de acuerdo a los intereses de las grandes empresas. Que el cierre de USAID fuera una de las primeras medidas de Trump destaca no solo su valor simbólico, sino su peso estratégico, dada la centralidad histórica de la cooperación en la configuración del sistema internacional. Para el trumpismo, ya no es necesaria la retórica humanitaria para encubrir sus intereses. Esta es ya una retórica que estorba y que hay que desechar cuanto antes, de forma contundente, hasta el punto de proponer sin rubor la limpieza étnica en la Franja de Gaza para hacer de un territorio devastado, y cimentado sobre un genocidio y el uso de la hambruna como arma de guerra, una ciudad de vacaciones para una élite turística mundial. O hasta el punto de prescribir la política de seguridad de los países de la OTAN, con la directriz (con amenazas incluidas en caso de incumplimiento) de dedicar el 5% del PIB de los presupuestos a gastos en defensa. Por ello, el cierre de la agencia estadounidense responde a una visión conflictiva y violenta del orden internacional.
No se trata ya solo del caso de un free rider que quiere desentenderse de los asuntos globales y aprovecharse de los esfuerzos realizados por otros países sin que ello afecte a sus propios recursos. Estamos ante un actor poderoso que quiere dinamitar cualquier estructura de solidaridad, apoyo y cooperación internacional. Si es beneficioso para sus intereses, no importan las consecuencias devastadoras para la humanidad de este museo político de los horrores.
No solo es preocupante la amenaza global a que nos enfrentamos con cada una de las medidas anunciadas. Es igualmente alarmante el efecto en cascada producido en otros países en forma de cierre de agencias, estructuras y fondos de cooperación. Ya lo han anunciado países como Francia, Bélgica, Suecia, Suiza, Países Bajos o el Reino Unido, cuyo gobierno ha asumido públicamente la “inevitabilidad” de detraer recursos de cooperación internacional para sufragar el aumento del gasto en defensa. Todo ello en un contexto de creciente securitización, confrontación, vulneración de derechos y aceleración de un modelo productivo extractivista. Un contexto que amenaza la sostenibilidad de las vidas en el planeta y la propia supervivencia del ser humano como especie biológica, como planteó Barry Commoner en los años setenta del siglo pasado.
En este momento crítico, en que los desafíos planetarios hacen imprescindible la acción colectiva global, urge una respuesta del resto de países y de la sociedad civil internacional. Renunciar a la idea de que debemos seguir cooperando con mucha más fuerza es renunciar a construir un mundo vivible para el conjunto de la humanidad. Por este motivo no hay mejor respuesta posible que una defensa radical de la cooperación internacional. Pero dicha respuesta no debería basarse en defender los viejos esquemas de la ayuda al desarrollo, sino que tendrá que descansar en nuevas referencias de alcance global como la redistribución, la reciprocidad, el respeto mutuo y las responsabilidades compartidas, aunque diferenciadas.
Es momento de que la comunidad internacional lance un mensaje claro en esta dirección. Aún a riesgo de pecar de excesiva ingenuidad, esperamos que Europa esté a la altura de las circunstancias y que su mensaje sea nítido en defensa de la cooperación como respuesta democrática a los problemas del mundo. Lamentablemente las perspectivas no parecen muy halagüeñas, como se demostró el pasado mes de junio en Sevilla en la conferencia internacional sobre financiación del desarrollo. Por un lado, las opciones de participación de la sociedad civil mundial, que se habían ido diluyendo a lo largo del proceso preparatorio, quedaron en casi nada durante la fase de negociación y en los días de la propia conferencia. Y por otra parte las conclusiones y los acuerdos fueron un tanto decepcionantes, después de que algunos países del Norte global se dedicaran a poner palos en las ruedas con el objetivo aparente de mantener un pie en un sistema injusto en el que algunos ganan a costa de los intereses de la mayoría.
Estamos, sin duda, en un momento crítico en la historia. Lo sabemos, y no debemos mirar hacia otro lado aceptando así que la injusticia y la barbarie acaparen el sentido común y la agenda política al tiempo que desplazan a otras visiones del mundo y opciones políticas. Los únicos caminos decentes, y posibles desde un principio de realidad atento a la complejidad de la crisis civilizatoria que atravesamos, son la estrategia del aislamiento al matonismo y la confrontación desde la defensa de la democracia y la justicia global. Las principales amenazas a las que se enfrenta la sociedad global son la pobreza, la desigualdad, la discriminación y la vulneración de derechos, el autoritarismo, la emergencia climática y la crisis ecológica. Sobre estos elementos deberá construirse una agenda de actuación que plante cara al trumpismo y permita defender el futuro. Frente a la deriva securitaria basada en el rearme, la competencia y la destrucción del planeta, solo cabe una propuesta basada en la defensa de la convivencia y la justicia global ─social y ecológica─ y el refuerzo de la democracia. La cooperación internacional es una pieza fundamental para ello, lo que nos lleva a reivindicarla y defenderla con todas las fuerzas. Ese debería ser el horizonte de la Unión Europea y otras muchas partes del mundo si realmente queremos afrontar el desafío civilizatorio al que nos enfrentamos.
Ignacio Martínez. Profesor de la Universidad Complutense de Madrid
Koldo Unceta. Catedrático Jubilado de la UPV/EHU