Lourdes Oñederra
Ibiltari baten egunkaritik
Hay en Israel a lo largo del límite con Gaza miradores desde los que se puede contemplar la guerra. En Sderot –donde está el más próximo a la frontera, a pocos cientos de metros de la Franja– hay un prismático desde el que se puede ver aún con más nitidez, más cerca, la destrucción, la masacre, la aniquilación del pueblo palestino, las matanzas. Hay turistas que pagan, según leo, ochocientos euros por un tour de observación.

“Casandra”, Frederick Augustus Sandy.
Casandra –hija de Hécuba y de Príamo, rey de Troya– se solía asomar a la muralla de esa ciudad asediada por los griegos para vengarse del rapto de Helena –esposa de Menelao– por parte de Paris –uno de los hermanos de Casandra–. Como se sabe, los griegos terminaron por arrasar totalmente la ciudad.
Casandra, desde la muralla, veía impotente cómo los hombres luchaban, se herían unos a otros, se mataban. Casandra tenía el don de la profecía otorgado por el dios Apolo que la deseó, pero a quien ella rechazó. Entonces él la castigó condenándola a que nadie la pudiera nunca creer.
Al pensar en ese personaje mítico que me resulta extraordianriamente fascinante, la primera imagen que me viene a la cabeza es Casandra mirando desconsolada la batalla. Me quedó así grabada tras leer The Firebrand, la imponente novela de Marion Zimmer Bradley publicada en 1987 (traducida al español cinco años después bajo el título La antorcha).
A esa Casandra de la muralla este verano se le ha superspuesto en mi imaginación la que me ha transmitido la espléndida escritora Christa Wolf a través de las breves páginas de su intensa novela Casandra, que, sinceramente, leería en bucle hasta sabérmela de memoria: sintoniza tan bien con este momento de impotencia y desconsuelo que vivimos. Tengo muchas líneas del relato construido por Wolf subrayados. Selecciono para compartir aquí algunos, que me parecen particularmente oportunos.
Casandra, presa de los griegos vencedores como todas las mujeres troyanas supervivientes de la guerra, es forzada a convertirse en amante del caudillo de las tropas griegas, Agamenón –hermano del ultrajado Menelao–. En la nave que la llevaba a Grecia tuvo con él la única conversación que se permitió “con ese hombre” sobre algo que la había preocupado durante los largos años de la guerra: Ifigenia, la joven hija de Agamenón que él había sacrificado en el altar de la diosa Artemis para beneficio de la flota que lideraba. Le preguntó que por qué lo había hecho, que por qué había sacrificado a su propia hija por el bien de la empresa bélica, y él le contesto que lo había tenido que hacer. Y reflexiona Casandra: “No era eso lo que yo quería oír, pero palabras como ‘asesinar’ y ‘matar’, claro está, son desconocidas para asesinos y matarifes”.
Y algo muy de nuestro momento: “Lo que se dice suficiente tiempo, acaba por ser creído” y, a vuelta de página, “Se puede saber cuándo empieza una guerra, pero ¿cuándo empieza la preguerra? Si hubiera reglas, habría que difundirlas. Transmitirlas grabadas en arcilla, en piedra. Qué dirían. Dirían, entre otras cosas: no os dejéis engañar por los vuestros”.
Y yo diría, reflexionemos, en silencio (¿hay alguna otra forma de reflexionar?) y preguntémonos por qué nos oponemos a unas guerras y no a otras, a unas violencias y no a otras. Tal vez nos falta ese silencio.
Dejo terminar este artículo a la Casandra de Wolf: “Si habíamos creído que el horror no podía aumentar ya, entonces tuvimos que comprender que no hay límite para las atrocidades que los hombres se hacen mutuamente; que somos capaces de revolver en las entrañas del otro, de quebrarle el cráneo, buscando el punto culminante de su dolor. ‘Nosotros’, digo, y de todos los nosotros a que llegué, ése es el que más me costó. ‘Aquiles la bestia’ es mucho más fácil de decir que ese nosotros”.
Aquiles es el enemigo, el otro, lo que, en su bestialidad nos da la razón sin fisuras, nos justifica sin que tengamos que reflexionar, sólo posicionarnos.