Galde 27, negua/2020/invierno. Lourdes Pérez*.-
La esencia de mi oficio, lo que lo hace incomparable, es que cuenta historias, y yo quiero relatarles una hoy: la mía, con lo que me permitirán que vulnere una de las reglas fundamentales del periodismo, que es evitar hablar de una misma. Hablar de mi libro, vital y profesional.
Pertenezco, año arriba año abajo, a la primera generación de vascos que nació con ETA ya matando, si tomamos como referencia histórica el asesinato no planificado del guardia civil José Ángel Pardines del que se ha cumplido ya medio siglo. Y siendo honrada conmigo misma, nunca sabré cuál habría sido mi visión del tiro en la nuca y de los coches bomba si me hubiera dedicado a otro trabajo que no fuera el ejercicio del periodismo; si no me hubiera sentido atraída por el análisis político, por los charcos y los jardines; si hubiera tenido una percepción más punzante del miedo; si me hubiera topado con compañeros -con un entorno personal y profesional- menos comprometido contra las devastadoras consecuencias de la violencia. Hoy, en los días felices post-ETA en los que todos parecemos haber corrido delante de los ‘grises’ y haber actuado como escudos frente al terror, hay que hacer prevalecer la verdad en esta penosa historia nuestra: ni ETA amenazó a toda la sociedad ni todos reaccionamos frente a ella con la misma rapidez, contundencia y riesgo. Lo que nos sitúa en deuda con aquellos primeros lúcidos que, agrupados por Gesto por la Paz, proclamaron que matar a un ser humano era, simplemente, matar a un ser humano.
La memoria forma parte de mi ser y de mi trabajo. Hoy que alguien muy querido para mí se apaga víctima de un alzhéimer temprano, me percato de cómo nuestros recuerdos configuran nuestra identidad; de cómo somos, en gran medida, memoria. Yo no sería la periodista que soy, pero tampoco la persona que soy hoy, sin la experiencia de la violencia. Para lo bueno y para lo malo. Es una mochila que llevo conmigo, mi memoria, que no coincide con la de nadie más. Mi relato no es mimético al de ninguno de mis semejantes, ni siquiera en aquellos casos en los que mi vivencia se encuentre muy próxima a la de ellos. Por ello es preciso deslindar la memoria y el relato de la verdad. Porque en la confusión, en no pocas ocasiones interesada de esos tres términos, radica el desafío al que se enfrenta la Euskadi post-ETA. Porque rescatar la memoria de lo ocurrido no significa, necesariamente, contar la verdad. Porque este foro se titula ‘Salvar la memoria’, cuando quizá lo más apropiado y necesario sea ‘Salvar la verdad’.
Todos tenemos una memoria de lo que nos ha ocurrido, tamizada por la experiencia personal, por nuestra singular forma de ver el mundo. Por las gentes con las que nos hemos cruzado y a las que hemos visto morir asesinadas en esta Euskadi tan cuarteada por el sufrimiento y sus cicatrices. Todos tenemos nuestro relato, y se reclama legitimidad hasta para los que son radicalmente contrarios, radicalmente opuestos. Por eso hay que fijar en la pared de nuestra convivencia los clavos esenciales de la verdad.
-No se puede arrebatar la vida a otro ser humano por la fuerza de la fuerza. La violencia quita razones a quien la utiliza, y cuando es injusta de raíz y de consecuencias tan irreversibles como un asesinato, adultera hasta la putrefacción la pretendida causa que la sostiene.
-Arrojamos al suelo tantas veces y con tanta saña el jarrón de nuestra convivencia que el original, el que pudimos tener y con el que pudimos soñar, ya no es posible. Nadie puede restituir las vidas arrebatadas ni por la mano de ETA ni por los GAL ni por otras violencias limítrofes. No hemos interiorizado el destrozo colectivo que ello representa, y nos empeñamos en ocasiones en taponar con tiritas hachazos de los que aún mana la sangre del dolor y de la rabia. Hemos de asumir la envergadura de lo que nos ha ocurrido y que no hay vuelta atrás posible. Lo que sí es posible es reconocer comprometidamente el daño causado e intentar restañarlo. Y renunciar a hacer bandera de un pasado indefendible.
-Entre nosotros ha habido verdugos, cómplices, colaboradores de los verdugos, condescendientes con los cómplices, indiferentes, temerosos, lúcidos comprometidos, héroes por obligación y otros por un coraje muy íntimo. El relato que se escribe con párrafos como el de que ETA amenazó a toda la sociedad flirtea, cuando menos, con las ‘fake news’. No es cierto que el terror fuera colectivo, como no lo fue, hasta muy tardíamente, la respuesta cívica frente a ese terror. No todos corrimos delante de los grises y no todos hicimos de parapeto frente al hostigamiento al que ETA sometía a muchos de nuestros semejantes. Sostener que ETA nos acabó coaccionado a todos, aunque sea cierto que los mortíferos efectos de sus atentados condicionaron nuestra vivencia compartida del país, es falsear la verdad. ETA decidió conscientemente trazar una línea entre a quien mataba y a quien no. La triste verdad es que, como colectivo social, no estuvimos a la altura. Si no, ETA no habría durado lo que duró. La mancha de fuel que más ha contaminado nuestro oasis.
-Si todos tuvimos culpa, nadie acaba teniéndola. La dilución de las responsabilidades personales en las grupales, en las colectivas, actúa como un ‘totum revolutum’ de relatos mentirosos; es otro falseamiento de la verdad. Hay culpa –hay pecado- y hay culpables. Y su identificación –y en su caso, el precio ajustado a la legalidad y abierto a las posibilidades de reinserción que ofrece el marco constitucional que haya que pagar- es imprescindible para lo que llamaría una paz laica.
-Es posible vivir, y vivir muy bien, en esta sociedad que en tantas cosas puede congratularse de haberse ganado su puesto en el lugar privilegiado del mundo. Fue posible vivir bien, incluso, cuando los tiros silbaban a nuestro alrededor. Pero conviene no engañarse, no trucar la realidad: no vamos a generar la convivencia perfecta como si fuera posible recrearla en un alambique de políticas públicas y relatos entrecruzados. No existe la paz de laboratorio. Van a hacer falta al menos dos generaciones -la memoria de los vascos que ya no nacerán con la losa insoportable de la violencia- para que podamos aspirar a una Euskadi desintoxicada, crecida en un respeto escrupuloso a los derechos humanos que deberá empezar por el mandamiento irrenunciable del ‘No matarás’. No pasa nada: erradicada la violencia, me resulta menos lesivo para el bien común conformarnos con ir reconstruyendo esa convivencia paso a paso, día a día, desde la consciencia de nuestras imperfecciones, del hondo dolor acumulado y de todas las pérdidas que no tienen sutura posible, que simular que la hemos alcanzado con un simple chasquido de dedos. Ya no nos matamos, así que evitemos mentirnos a nosotros mismos.
-Es preciso dignificar a las víctimas. Y eso significa algo más profundo, más difícil y más comprometido, que resarcirlas con la ley en la mano y recordarlas a fechas fijas en el calendario. Las víctimas, admitámoslo, nos resultan incómodas porque no sabemos muy bien cómo tratarlas. Las conocemos por su vivencia de la pérdida. Pero no estoy segura de que lleguemos a empatizar genuinamente, tanto tiempo después, con ellas; que lleguemos a acercarnos tan siquiera a lo que representa que te hurten a golpe de coche bomba lo que más querías. A que te hayan obligado a seguir viviendo sin lo que significaba tu vida.
* Lourdes Pérez es periodista. Este texto es un resumen de la intervención de la autora en el foro ‘Salvar la memoria’ organizado por Gogoan en el Koldo Mitxelena de San Sebastián el 30 de septiembre de 2019.