En Presente en la creación: mis años en el Departamento de Estado, libro de memorias de Dean Acheson, el que fuera secretario de Estado del presidente Truman (1945-1953) describe el papel de Estados Unidos como arquitecto principal del orden internacional de posguerra. También existe una abundante historiografía que destaca el papel de Estados Unidos, comprometido con el internacionalismo liberal y la contención del comunismo, en la creación de las Naciones Unidas, las instituciones de Bretton Woods (Fondo Monetario Internacional y Banco Mundial), o –de manera más renuente– el sistema multilateral de comercio. Fue también relevante la participación de otros actores, como las nuevas naciones surgidas de la emancipación de las antiguas colonias, pero el papel de Estados Unidos, hegemón indiscutible de esa era, fue crucial en la adopción de la declaración universal de derechos humanos, el impulso a la descolonización, las políticas de desarrollo internacional, el Plan Marshall de 1947, que Truman extiende al mundo en desarrollo en 1949, o la creación de la Agencia para el Desarrollo Internacional (USAID) por parte del presidente Kennedy en 1960.
En una visible paradoja, hoy el trumpismo y la internacional reaccionaria en la que se inscribe califican esas mismas instituciones y normas como expresiones del “globalismo”, que no sería sino la expresión internacional de una supuesta ideología progresista o “woke” que esas organizaciones internacionales, supuestamente, estarían promoviendo. El trumpismo lidera hoy ese proyecto, pero lo comparte con una pléyade de nuevas fuerzas populistas, nacionalistas y de extrema derecha en ascenso en todo el mundo. Esas fuerzas conjugan discursos y prácticas de contestación al orden internacional liberal a través de la (re)politización de normas e instituciones que respondían a consensos muy amplios en las décadas anteriores. Todo ello, con una lógica de polarización política y sociocultural funcional a la movilización de sus bases en el plano nacional.
Esos discursos y prácticas de contestación abarcan expresiones diversas como el nacionalismo soberanista de Trump, Bolsonaro o Le Pen, el civilizacionismo ultraconservador de Orbán, Putin, Modi, Abascal y los sionistas radicales del gobierno de Netanyahu, o el individualismo libertario de Milei. Pero, más allá de esas diferencias, todos ellos impugnan el multilateralismo y sus expresiones regionales, como la Unión Europea. Utilizan narrativas y retóricas de entonación “plebeya” que apelan a L’uomo qualunque o a los “ciudadanos de bien” para cuestionar a las élites y el conocimiento experto, impugnar los valores cosmopolitas, las sociedades abiertas y las expresiones de la diversidad, las agendas de justicia social y derechos humanos o de género hasta políticas migratorias. En particular esos discursos se han dirigido a lo común en ámbitos como el medio ambiente o la salud. Este último caso es reconocible en discursos y prácticas de gobiernos encabezados por neopatriotas como Donald Trump en Estados Unidos o Jair Bolsonaro en Brasil durante la pandemia de Covid-19.
El concepto y teoría de la contestación es clave para entender esos procesos. Basado en el constructivismo social, busca comprender y explicar cómo operan los procesos de cuestionamiento de normas e instituciones internacionales. La contestación, según Antje Wiener, se entiende como el conjunto de discursos y prácticas sociales orientadas a impugnar la legitimidad de las normas y las instituciones, los actores que las promueven y su contenido substantivo. Si bien la contestación puede ser una práctica democrática, al llevar a procesos deliberativos en contextos pluralistas que permitan la revisión y adaptación de las normas a las demandas sociales, también pueden dar lugar a su crisis y destrucción. La contestación implica un proceso de politización o repolitización: asuntos, normas e instituciones que antes eran objeto de consensos se sitúan o resitúan en el centro de la disputa política. Para ello, se identifica un asunto, norma o institución asumido como dado o establecido, al que, desde la matriz ideacional de las nuevas ultraderechas, se le otorga prominencia, y en torno al cual se elaboran discursos y se impulsan acciones que generan dinámicas de activación y movilización a través de la polarización política y social y de lo que hoy llamamos “guerras culturales”. En esa estrategia pueden identificarse seis nodos temáticos:
El primero se refiere a los valores, normas e instituciones democráticas y, en particular, al Estado de derecho y el equilibrio de poderes. Los antiglobalistas reivindican prácticas plebiscitarias que, con retóricas populistas, cuestionan las formas democráticas de representación, en nombre del pueblo, la nación, la comunidad, que afectan a la separación de poderes o las garantías de las libertades civiles y políticas. En algunos casos proyectan esta concepción jerárquica y autoritaria a través de políticas punitivistas, militaristas y securitizadoras de asuntos sociales. En una lectura restrictiva de la soberanía, se recurre a la retórica de la democracia plebiscitaria para cuestionar los organismos internacionales y las elites “no electas” que las rigen, retratándolas como amenaza a la soberanía, la comunidad política o la cultura y las tradiciones nacionales.
Un segundo conjunto de normas impugnadas se relaciona con la economía internacional. Supone el rechazo a la constitucionalización externa de las reglas de comercio e inversión vía derecho internacional -uno de los rasgos constitutivos de la globalización-, sean las de la Organización Mundial de Comercio (OMC), acuerdos comerciales regionales, o tratados sobre inversiones. Ese rechazo se justifica con argumentos de seguridad nacional (caso de Trump), o en principios ultraliberales (caso de Milei). Pero ese rechazo o contestación a las normas (neoliberales) del orden económico internacional puede llevar a distintas matrices de política. En algunos casos a un nuevo proteccionismo, a la política industrial y a la protección de sectores estratégicos frente a la inversión extranjera, considerada hostil, o bien a políticas ultraliberales de apertura unilateral de mercados.
El tercer nodo lo conforman las agendas relacionadas con el desarrollo internacional y los bienes públicos globales, como el medio ambiente o la salud. Las políticas contra el cambio climático, la transición energética o el cuidado de la biodiversidad, entre otras, están en la mira. El ataque a la “religión climática” se justifica con apelaciones soberanistas centradas en el crecimiento económico, o desde una perspectiva libertaria que subraya radicalmente las libertades individuales. Como se mencionó, comporta también un rechazo al saber experto y al conocimiento científico, que es igualmente visible en materia de salud pública. Esta última cuestión adquirió prominencia con la pandemia del Covid-19, cuando los antiglobalistas lograron movilizar a amplios sectores cuestionando las restricciones a las libertades individuales y a la actividad económica adoptadas por muchos gobiernos para frenar la ola de contagios de la fase más aguda de la pandemia, politizando los confinamientos o el uso de mascarillas, y posteriormente se mostraron reacios a las campañas de vacunación.
El cuarto conjunto de temas refiere a las normas e instituciones relacionadas con los derechos humanos, que abarcan desde el derecho internacional humanitario y las normas vigentes sobre prevención y lucha contra el genocidio, hasta las referidas a la igualdad de género y diversidad sexual. Ha llevado a Estados Unidos a sancionar a los magistrados de la Corte Penal Internacional, y supone la confrontación abierta con todo lo que denominan “la ideología de género”, que se desarrolla con gran virulencia en Naciones Unidas. Estos actores utilizan estos asuntos, también, como herramientas de polarización y “batalla cultural”, en espacios como la política social, las instituciones educativas, la salud y las reglas de convivencia cotidiana.
El quinto son las normas y entendimientos sobre refugio y migración. Parten de discursos securitarios para los que es una amenaza al empleo y al bienestar, a la comunidad, la nación y su identidad, e incluso un “feminismo inverso” que pretende defender el estatus de la mujer (occidental) frente al integrismo religioso (islámico). Recelando del multiculturalismo y la diversidad, adoptan a menudo posiciones nativistas, poniendo en cuestión el derecho de asilo, apelando a legislación de emergencia, como ha hecho Trump en Estados Unidos incluso con países a los que considera dictaduras a combatir, como Cuba, Nicaragua y Venezuela.
Finalmente, el sexto nodo agrupa las posiciones y disputas sobre el propio orden liberal internacional y, en términos ideológicos, del internacionalismo liberal en la forma que adopta en la posguerra fría y el periodo de globalización. Como ocurre con el comercio y las inversiones, con una fuerte retórica antiglobalista se impugnan las reglas multilaterales y regionales, del sistema de Naciones Unidas y, en el caso europeo, de la Unión Europea, o las visiones federalistas de la construcción europea. Ello se conjuga con una retórica ideologizada que piensa y practica las relaciones internacionales de manera transaccional, sin reglas estables y en lógica de poder. Sin embargo, entre las nuevas derechas antiglobalistas hay posiciones divergentes respecto a la hegemonía de Occidente y sus valores e instituciones, y en cuanto a alineamientos geopolíticos, como ilustran las posiciones antagónicas adoptadas sobre las normas internacionales sobre uso de la fuerza ante la invasión rusa de Ucrania o el genocidio de Gaza.
En estos discursos y prácticas se inscribe el ahogo financiero, el abandono o las sanciones a las normas y organismos internacionales que en pocos meses han jalonado el segundo mandato Trump. Se trata de una política selectiva, que no afecta a instituciones que Estados Unidos considera aún útiles, como el Consejo de Seguridad, o las instituciones de Bretton Woods, claves para el estatus del dólar como moneda de reserva internacional. Pero sí ha supuesto la retirada de la UNESCO, la OMS o el Acuerdo de París, a los que se suma la retirada parcial del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, o el boicoteo a la OMC, a la Corte Penal Internacional, a la agencia para los refugiados palestinos (UNRWA). Con la desaparición de USAID se extingue también una de las principales fuentes de financiación de las agencias, fondos y programas humanitarios y de desarrollo de Naciones Unidas.

Zygmun Baumann
Todo lo anterior parece indicar que Estados Unidos ha abandonado, quizás definitivamente, el internacionalismo liberal de posguerra. Hoy es plausible imaginar que las memorias del vicepresidente de Estados Unidos, J. D. Vance, o de su secretario de Estado, Marco Rubio, tuvieran como título Presente en la destrucción del orden global; o que reutilizara el título de la obra de Acheson, pero en sentido contrario, aludiendo a la retroutopía –en el sentido que da a este término Zygmun Baumann– de orden y seguridad mundial de Trump: más jerárquica, transaccional, coercitiva, y carente de normas o regímenes de cooperación.