Políticas de ecoblanqueo y crecimiento verde: una huida hacia adelante que profundiza la crisis civilizatoria

 

Galde 39, negua 2023 invierno. Fernando Díaz Orueta.-

Sí, Europa es un jardín. Nosotros hemos construido un jardín. Todo funciona. Es la mejor combinación de libertades políticas, prosperidad económica y cohesión social que la humanidad haya construido nunca. (…) La mayor parte del resto del mundo es una jungla y la jungla podrá invadir el jardín[1]

Josep Borrell, jefe de la diplomacia europea, pronunciaba estas palabras en Brujas el pasado 22 de octubre durante la inauguración del curso piloto de la nueva Academia Diplomática Europea. Dejando a un lado la evidente visión neocolonial de las relaciones internacionales que destilan estas declaraciones, su contenido confirma el alejamiento de la realidad y la arrogancia en la que se desenvuelve un sector muy significativo de las clases dirigentes europeas. Cuesta creer que en la actualidad el continente europeo sea identificado con un idílico jardín: ¿cabe calificar como tal una Europa en la que los retrocesos en materia de derechos y libertades son cada vez más habituales o donde unas políticas migratorias restrictivas provocan la muerte o la desaparición de personas en el mar tratando de arribar a nuestras costas o, como en Melilla, cuando intentan cruzar las fronteras terrestres?

Estos discursos refuerzan todavía más la erosión democrática de unas instituciones instaladas en una realidad paralela, cada vez más ajena la experiencia de vida de amplios sectores sociales. Sólo desde esa lejanía es concebible que precisamente en estos momentos, cuando la inflación dispara los niveles de pobreza, se celebren los niveles de cohesión social europeos. En realidad, el modelo de Europa consagrado en Maastricht y las políticas aplicadas como respuesta a las crisis sucesivas y en especial a la gran recesión, funcionaron como una plaga sobre el jardín europeo, alimentando el escepticismo y la desafección ciudadana. Si bien es cierto que algunas parcelas del jardín se encuentran en mejor estado que otras, la desigualdad no ha dejado de crecer en el conjunto de la Unión Europea a la vez que se intensificaba la fragmentación de su estructura social. La covid-19 aún lo ha hecho más patente al evidenciar no solo el debilitamiento del Estado de bienestar que venía ya afectando a algunos de sus pilares fundamentales como la sanidad o la educación, sino también la enorme desigualdad existente en el mundo del trabajo con las consecuencias sobre la salud y la vida que ello implica. De hecho, los sectores más precarizados y desprotegidos han resultado especialmente castigados por la pandemia, tanto por las condiciones laborales que soportan como por las condiciones que afrontan cotidianamente en materia de alimentación, salud, vivienda, energía o movilidad.

Pero sin perder de vista el impacto sobre la desigualdad de las políticas concretas de la Unión Europea y las propias de cada uno de los Estados que la conforman, su análisis debe contextualizarse en el marco de una crisis civilizatoria que va mucho más allá de la sumatoria de varias crisis sectoriales. Se trata de una crisis global de naturaleza ecosocial que acelera la destrucción ambiental en el planeta, acentúa la concentración de la riqueza y destruye progresivamente aquellos tejidos socioeconómicos más equilibrados y arraigados territorialmente. La adopción de una mirada global hace todavía más patente la profundidad de la desigualdad: la expoliación de las riquezas naturales de muchos territorios y de los pueblos que los habitan se ve acompañada por un proceso de empobrecimiento y proletarización que afecta a millones de personas en el mundo y alimenta los flujos migratorios internacionales. Los cambios en la estructura de clases también deben ser leídos en clave mundial vinculados a las modificaciones producidas en las últimas décadas en los equilibrios de poder globales, en un contexto de extrema inestabilidad favorecedor dela expansión de diversas corrientes políticas reaccionarias que encuentran condiciones idóneas en un deterioro democrático generalizado.

¿Una nueva agenda para la transición?

Las evidencias sobre la profundidad y naturaleza sistémica de la crisis, así como sobre la necesidad de promover urgentemente la transición ecológica no han dejado de acumularse, del mismo modo que lo ha hecho, aunque de forma insuficiente, el respaldo social a los grupos y movimientos que plantean desde hace décadas la centralidad de esta cuestión. Sin este último no se entiende la asunción progresiva de una agenda política que en apariencia parecería asumir dichas prioridades y promovería un profundo cambio de rumbo.La Agenda 2030 es seguramente su concreción más patente.Sin embargo, atendiendo a lo realmente acontecido a lo largo de esta última década, dicha toma de conciencia institucional resulta más aparente que real.

Empeñado en evitar los alarmismos y la idea de colapso, el discurso dominante anuncia la buena nueva de que la humanidad cuenta con herramientas tecnológicas que, con escasos sacrificios, permitirán resolver la crisis sin cuestionar el orden actual y los estilos de vida asociados a un consumo masivo característicos del Norte global. O, dicho de otro modo, se garantiza la quimera de un crecimiento verde e igualitario que evitaría la superación de los límites de biocapacidad del planeta. La ciudadanía no ha sido invitada a participar en esta fábula, al parecer a ella lo que le corresponde es otorgar un voto de confianza prácticamente ciego para que políticos y “especialistas”, fuera de cualquier control democrático, apliquen el solucionismo tecnológico que evitará el colapso anunciado por los agoreros.

Plenamente coherentes con este enfoque son las campañas de ecoblanqueo promovidas por grandes empresas del sector privado o por las propias administraciones públicas. En ellas no dejan de repetirse eslóganes que aseguran, por ejemplo, el mantenimiento de nuestros niveles de consumo pero de forma “sostenible”, el turismo de masas pero “responsable” o la continuidad futura de la movilidad en automóvil pero, eso sí, en vehículos eléctricos “ecológicos”. Tampoco es infrecuente escuchar declaraciones políticas en las que diferentes dirigentes autonómicos reafirman su compromiso con la salvaguarda ecológica del territorio mientras aprueban reformas que suponen una reducción de los trámites de protección medioambiental o simplifican los urbanísticos. Dichas contradicciones afectan incluso a los fondos Next Generation. Estos fondos europeos, entre cuyos objetivos declarados se encuentra la protección de la biodiversidad, la transición climática justa o la lucha contra el cambio climático, pueden terminar financiando entre otros proyectos la expansión del Museo Guggenheim en la Reserva de la Biosfera de Urdaibai o la ampliación y unión de varias estaciones de esquí en el Pirineo Aragonés.

Territorio, políticas urbanas y ecoblanqueo

Si hay un ámbito en el que el desarrollo de la agenda para la transición ecosocial es especialmente importante, este es el territorial. La adopción de una mirada integral sobre los ecosistemas territoriales resulta esencial, superando la actual dicotomía urbana/rural que acentúa los desequilibrios sociales y ecológicos. De hecho, amparándose en la necesidad de promover las energías renovables, los territorios más despoblados se están viendo afectados por la instalación desmesurada de parques eólicos y fotovoltaicos que contribuyen a agravar el problema del abandono rural y reafirman la convicción errónea de que en términos energéticos basta con sustituir las energías fósiles por renovables, sin plantearse la necesidad de reducir el consumo o mejorar la eficiencia energética. Su impacto negativo, como el de las macrogranjas u otras instalaciones similares, es desde luego ecológico, pero también alcanza plenamente lo social, en la medida que limita o directamente impide el desarrollo de otro tipo de actividades y acentúa las desigualdades.

Esta polaridad contradictoria en torno a la crisis ecológica y sus soluciones se hace particularmente visible en el ámbito de las políticas urbanas donde también abundan las acciones de ecoblanqueo, entre cuyas expresiones más destacables se encuentran los premios a las “buenas prácticas”. Sirva de ejemplo el premio otorgado en 2021a la ciudad de Logroño por sus políticas a favor de la movilidad sostenible. Si bien es cierto que se ha peatonalizado o se ha calmado el tráfico de algunas calles secundarias o incluso se han abierto nuevos carriles bici, la ciudad difícilmente superaría un mínimo examen en dicho campo.Bastaría con preguntar la opinión al vecindario que desde hace años se manifiesta reivindicando algo tan sencillo como unos semáforos para cruzar con cierta seguridad el vial de alta capacidad que separa su barrio del resto de la ciudad. O dar un paseo a pie para comprobar la existencia de amplios parkings gratuitos en superficie que ocupan espacios públicos y que se suman a los parkings privados subterráneos, de grandes rotondas que en plena ciudad continúan dando preferencia al coche sobre el peatón o de los viales de alta capacidad que rodean el centro de la ciudad segregando físicamente los nuevos barrios de la periferia. De hecho, si algo caracteriza a Logroño, como a otras ciudades de tamaño medio, es la elevada intensidad en el uso cotidiano del automóvil como forma de desplazamiento intra e interurbano. Una ciudad en la que las conexiones ferroviarias, estancadas desde hace décadas, presentan un estado deplorable, algo que sin embargo no ha provocado alguna respuesta reseñable por parte de partidos políticos que se han sucedido en el gobierno de la administración local y autonómica.

Otras decisiones tomadas en el ámbito municipal y aparentemente menores contradicen igualmente la agenda de la transición: así, mientras se promueven campañas de ahorro energético, la mayoría de los gobiernos locales ha decidido proceder al encendido de la iluminación navideña con el objetivo declarado de animar el consumo y desestacionalizar el turismo o permiten las estufas de gas en las terrazas al aire libre para, siguiendo la estela de Madrid, asegurar algo tan fundamental como la libertad de consumo de los clientes de la hostelería. No debe extrañar por tanto que políticos, empresarios y medios de comunicación continúen celebrando el crecimiento del PIB (cuanto mayor mejor), el incremento del número de desplazamientos y los niveles de ocupación turística en los puentes y periodos vacacionales. Indicadores que, en realidad, lo que deberían aumentar es nuestra preocupación.

En definitiva, la cuestión central no son las dificultades encontradas por las instituciones para promover unas transformaciones necesarias rechazadas por una sociedad reticente a los cambios. Al contrario, son los poderes públicos, acompañados de otros actores económicos y políticos, los que promueven sistemáticamente las estrategias que tratan de garantizar el consenso social en torno al crecimiento verde, sosteniendo un discurso aparentemente comprometido con las políticas para una transición ecosocial justa pero con prácticas y políticas que las contradicen. Sin embargo, el avance de la crisis y sobre todo de sus manifestaciones climáticas extremas hace muy complicado mantener esta ficción y, concretamente en Europa, sostener la imagen de un idílico jardín que debe fortificarse frente al amenazante mundo exterior. También en nuestro continente la huida hacia adelante profundiza las desigualdades y nos aproxima al colapso ecosocial. Este último no es un destino inexorable pero las posibilidades de evitarlo se encuentran hoy mucho más en el campo de las resistencias sociales que en el de unas instituciones cuya transformación democrática resulta urgente.

  1. https://www.eldiario.es/internacional/borrell-pierde-jungla-metaforas_129_9635915.html

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