Nunca hemos creído en una sociedad laica

Evangelistas

Galde 27, negua/2020/invierno. Jordi Moreras.-

No deja de ser curioso que desde hace algunas décadas, la bibliografía académica se detenga a destacar que España se ha convertido ya en una sociedad plural en lo religioso, mientras que parece abandonarse el interés por seguir estudiando cómo la secularización sigue transformando nuestros espacios e instituciones públicas. Quizá es porque se piensa que la secularización es un hecho, mientras que la pluralidad es un proceso. Me parece un garrafal error de perspectiva, porque precisamente son las expresiones de esta diversidad religiosa las que deben situarse dentro de una sociedad que ha sido redefinida por el empuje de las dinámicas secularizadoras.

Con cierta inquietud observo que nos reconocemos antes como sociedad plurireligiosa que como sociedad laica. No habremos creído mucho en la laicidad, porque seguimos manteniendo alejado este término del vocabulario con el que armamos nuestra cultura política. Ello genera una situación muy específica que nos impide partir de un determinado orden de referencias para ubicar toda esta diversidad en nuestros imaginarios sociales activos. Nuestros marcos legales provienen de un determinado pasado en el que lo religioso (un uno y único religioso posible), lo impregnaba todo, cultura política incluida. Que la Constitución de 1978 recoja el principio de aconfesionalidad puede ser más garantía para el reconocimiento de la pluralidad religiosa, que no para el apuntalamiento de un principio como es la laicidad. Y lo digo ante la evidencia de que en la historia política reciente, la aconfesionalidad ha padecido una sucesiva arbitrariedad interpretativa por parte de gobiernos progresistas y conservadores.

Si la libertad religiosa abre el camino al reconocimiento de la pluralidad religiosa, el principio de aconfesionalidad suele ser citado para justificar la abstención de los poderes públicos a la hora de intervenir en materia religiosa. Esta tentación hacia la indiferencia sería corregida por el principio de cooperación activa que plantea la Constitución, tal como me recordarían pertinentemente mis colegas juristas. Pero la situación de desigualdad entre cultos de la que partimos de facto, y que se mantiene desde hace cuatro décadas sin haberse alterado más que de forma testimonial, coloca en entredicho el ejercicio reconocido de la expresión pública de lo religioso. Ante esta situación, deberíamos de preguntarnos si es necesario mantener ese principio no definido de aconfesionalidad, o bien comenzar a pavimentar el camino que nos lleve a hablar decididamente de laicidad en nuestros espacios e instituciones.

Creo que estos interrogantes son pertinentes para ubicar la creciente emergencia de la pluralidad religiosa dentro de una reflexión sobre religión y espacio urbano, pues es en el mismo en donde se llevan a cabo las principales iniciativas de gestión de tal pluralidad. Las nuevas geografías de lo religioso contribuyen a modificar la fisonomía de nuestras ciudades. Y aunque no transforman las centralidades urbanas existentes, sí que contribuyen a generar nuevos espacios de referencia para colectivos religiosos que viven su singularidad en contextos minoritarios y/o contestados. En síntesis, se trata de discutir sobre visibilidades, vitalidades y encajes. En primer lugar, creo que existe una excesiva atención sobre la visibilidad de las expresiones religiosas de colectivos migrantes y/o minoritarios que, a pesar de todo se siguen manteniendo dentro de una esfera de discreción. Quizá confundimos visibilidad con contraste, por la extrañeza que todavía siguen despertando algunas expresiones religiosas. Éstas contribuyen a poner en duda relativa (que no en duda absoluta), la situación monopolista católica en cuanto a las expresiones religiosas públicas. Otros cultos vienen a unirse en el espacio público a la tradición religiosa ya existente, activando con nuevos fieles a otras tradiciones minoritarias ya existentes (como el caso de las iglesias evangélicas), o incorporando nuevos credos y prácticas. Ello supone pasar de la idea de una única presencia de lo religioso, a muchas y variadas expresiones de la religiosidad, que buscan un encaje social propio, independientemente de que posean un mayor o menor grado de institucionalización. En segundo lugar, la diversidad religiosa plantea un sucesivo contraste en relación a la intensidad de una práctica religiosa que se considera mucho más activa que la de la sociedad autóctona. Ese supuesto dado por hecho se deriva más de un déficit de la religiosidad autóctona que una efervescencia de las prácticas religiosas importadas. Es cierto que los tránsitos migratorios pueden ser un activador de las observancias religiosas, en tanto que éstas pueden ser un mecanismo de desarrollo y consolidación de identidades colectivas. Pero también lo es que nuestro abandono de la práctica religiosa, permite que el contraste sea fácil de establecer. Por último, en tercer lugar, esa pluralidad supone desarrollar un conjunto de decisiones políticas para que su encaje pueda hacerse de una manera ordenada y mínimamente integrada dentro del marco de libertades de nuestra sociedad. La pluralidad resultante ha inaugurado nuevos interrogantes para la gestión pública, que en más de una ocasión se ha convertido en un mero recurso preventivo (y no propositivo) ante la supuesta conflictividad que era atribuida a estas nuevas prácticas y credos. Aún está por construir ese común denominador desde el que se defina un modelo de comprensión de la pluralidad religiosa, que no puede ser subsumido ni bajo la noción de libertad religiosa, ni de aconfesionalidad del Estado.

Y creo que este común compartido puede articularse sobre la base de una idea de laicidad en el contexto de una sociedad plural, que no se entienda ni como una neutralidad indiferente de las instituciones garantes de la libertad religiosa, ni cuestionando las expresiones religiosas de los ciudadanos en el espacio público. Una laicidad que se explique como un compromiso democrático para instituciones e individuos. Para las primeras, pues su ejercicio debe evitar que las diferentes sensibilidades religiosas no se sientan desatendidas o despreciadas ante el hecho de ignorarlas o de imponer un determinado patrón definido por una tradición concreta. Para los individuos, en la que sus derechos y obligaciones les permitan expresar sus convicciones religiosas, así como su irreligiosidad. Y que la abstención religiosa no pueda ser objeto de cuestionamiento o persecución alguna. Porque –si se me permite decirlo así– las únicas pertenencias sagradas en el marco de una sociedad democrática, deberían de enfocarse hacia el principio cohesivo que nos considera a todas y todos dentro de una comunidad cívica, sobre una base legal común, y compuesta por individuos libres y responsables.

Sin la existencia de un modelo referencial en donde poder situar las diversas formas de enunciar lo divino, en el que la pluralidad no sea vista como la excepción a lo que ha devenido en normal, sólo queda margen para la celebración efímera y circunstancial de la diversidad, con lo que supone de exotismo, de banalidad y de ejercicio apolítico. Se muestra un profundo cinismo cuando se aplaude la pluralidad religiosa en sí misma, pero al mismo tiempo se recomienda tácitamente que sus formas externas se mantengan en un discreto segundo plano en la esfera pública. O que éstas se sitúen en los límites periféricos de nuestras ciudades. Una tendencia que tiende a consolidarse, y que evidencia el alejamiento de la trama urbana de unos espacios que actúan de referencia para unos colectivos concretos. ¿Es compatible esta situación con el principio de aconfesionalidad? Quizá sea así, pero sin duda es totalmente incompatible con esa idea de laicidad que he propuesto.

Jordi Moreras

Departamento de Antropología-Universitat Rovira i Virgili

 

 

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