Galde 35 negua 2022 invierno. Fernando Mendiola Gonzalo[1]
“Hay que exigir responsabilidades no solo a los policías torturadores, sino a los organizadores y cómplices de la represión (…). Una vez esclarecidos y discutidos los hechos, una vez la derecha colaboradora del franquismo haya sido desacreditada por su papel en la represión, entonces sí que se podrá dárseles un indulto amnistía, y podremos reconciliarnos”. Ya en 1975, dos años antes de la ley de Amnistía, reflexionaba así Joan Martínez Alier con un título más que significativo: “¿Quién amnistiará al amnistiador?” (Cuadernos del Ruedo Ibérico, nº 46/48). En ese momento la reivindicación de la amnistía era compartida por la totalidad de la oposición antifranquista, y todavía prácticamente nadie advertía de los peligros de dejar impunes la gran cantidad de crímenes y violaciones humanos del franquismo. Esa despreocupación, además, cristalizó en una ley de Amnistía, en 1977, que operó como ley de punto final y se convirtió en piedra angular de los consensos de la transición. De hecho, ha sido calificada como una de las leyes de Amnistía más sólidas de finales del siglo XX. Sirva como ejemplo, y como contraste, que mientras la ley española sigue intocable, países como Argentina o El Salvador, en 2016, han ido anulando este tipo de legislación de punto final.
Hoy en día, cuando asistimos al proceso de tramitación parlamentaria del anteproyecto de Ley de Memoria Democrática, las discusiones sobre la vigencia de la ley de Amnistía tienen gran importancia, ya que sigue siendo un obstáculo clave para el ejercicio de los derechos a la justicia y a la verdad de las víctimas del franquismo. No es extraño, por lo tanto, que el modelo español de justicia transicional haya sido criticado por el propio relator de la ONU, Pablo de Greiff, en su informe de 2014, o un prestigioso jurista como Sáez Valcárcel dé por válido el concepto de “modelo español de impunidad”. A esto hay que añadir, además, la vigencia de la Ley de Secretos Oficiales de 1968, que impide sacar a la luz todo un entramado de documentación gubernamental, militar, policial o carcelaria sobre la violencia estatal y parapolicial que se alarga durante décadas después de la muerte del dictador.
No es casualidad, en este sentido, que recientemente la plataforma Encuentro Estatal de Colectivos de Memoria Histórica y de Víctimas del franquismo convocara una concentración bajo el lema “España, paraíso de la impunidad”, en la que se presentara un manifiesto en el que se critica que el nuevo proyecto de ley no garantiza la superación de la Ley de Amnistía de 1977. Además, esta impunidad inicial posibilitó la continuidad de altos responsables de la represión franquista en esferas claves del Estado como la judicatura, el ejército o los cuerpos policiales. Esto frenó la posibilidad de investigar la represión franquista, y a su vez favoreció la continuidad de prácticas represivas ya experimentadas en la dictadura, como la conexión de elementos policiales con ejecuciones extrajudiciales (reconocida por el general Sáenz de Santa María en una entrevista publicada en El País) o la persistencia de la tortura en dependencias policiales.
Otro aspecto importante, si bien menos conocido, es el de la impunidad empresarial. En este sentido, además, podemos afirmar que el actual proyecto de ley supone un retroceso en algunos aspectos concretos, como el de los trabajos forzados, respecto a lo recogido en algunas legislaciones autonómicas. La primera comunidad en legislar sobre esta cuestión fue Andalucía, donde el artículo 19 de la Ley 2/2017 de Memoria Histórica y Democrática de Andalucía señala que “La Administración de la Junta de Andalucía impulsará actuaciones para hacer copartícipes de las medidas de reconocimiento y reparación a las organizaciones que utilizaron los trabajos forzados en su beneficio”. Posteriormente, una fórmula similar ha sido utilizada en las leyes de la Comunidad Valenciana, Aragón y Extremadura. Sin embargo, desaparece en el actual proyecto de ley de Memoria Democrática.
En consecuencia, no es extraño que la reclamación del derecho a la justicia haya sido clave en las reivindicaciones del movimiento memorialista español, y que la vía de la querella argentina se haya utilizado, no solamente para buscar una implicación penal de quienes estuvieron involucrados en la violación de derechos humanos, sino para visibilizar una responsabilidad hasta ahora encubierta en España. El caso de Rodolfo Martin Villa, actualmente procesado en Argentina, es un buen ejemplo. Es innegable, por lo tanto, que la lucha contra la impunidad ha sido un aliciente para el avance del movimiento memorialista, que está contribuyendo a la generación de una memoria democrática, más allá del avance legal y sin olvidar el contrapeso creciente de una memoria legitimadora del franquismo a través de los discursos políticos de la derecha y la ultraderecha.
Sin embargo, esa necesaria insistencia en los efectos perversos de la impunidad ha ido acompañada de una escasa reflexión sobre los modelos de castigo en el marco de los debates sobre la justicia transicional, la memoria democrática y la impunidad del franquismo. Una de las escasas excepciones, en este sentido, son las declaraciones del activista memorialista Felipe Moreno en torno a la figura del policía torturador Billy El Niño, en las que pone en cuestión las penas de prisión: “Yo quiero que sea detenido, condenado y que le quiten todos los honores que tuvo, como la medalla al mérito policial, y que se sepa quiénes fueron nuestros represores y que en la España franquista se conculcaron los derechos humanos. La verdad, no quiero la cárcel para nadie, ni para este personaje”.
Lo que está en juego, por lo tanto, no es solamente la crítica de la impunidad, sino el debate sobre el tipo de justicia que buscamos, en un momento en el que la ola punitivista, basada en un modelo de justicia retributiva (que pone énfasis en que el o la delincuente pague -en tiempo de cárcel fundamentalmente – por los daños causados), se ha visto contestada por otros mecanismos restaurativos (que pongan el acento no en el o la delincuente, sino en la restitución de derechos para las víctimas). Sobre este aspecto, y a pesar de todos los límites que contiene, tanto en su concepción como en su aplicación práctica, el modelo de justicia transicional colombiana supone un referente a tener en cuenta, al combinar el derecho a la verdad y la justicia de las víctimas con un tipo de justicia restaurativa, intentando, en palabras de Camila Moreno, directora en Colombia del Centro Internacional para la Justicia Transicional, resolver la cuadratura del círculo entre impunidad y reconciliación.
Habrá quien piense que este debate no es necesario en el estado español, en un momento en el que la impunidad del franquismo reina. Sin embargo, sería un error aislarse de un debate fundamental en torno a la justicia, también la transicional o post-transicional, o mirar hacia otro lado, tanto porque el del franquismo no es el único reto jurídico relativo a violaciones de derechos humanos en contexto armado en el estado español, como porque la ola punitivista actual supone una amenaza para las libertades y las garantías procesales de toda la sociedad. Respecto al primero de estos factores, no podemos olvidar que a pesar de la disolución de ETA en 2018 el llamado conflicto vasco sigue arrastrando un déficit en cuanto a los derechos de las víctimas a la verdad, justicia y reparación. Sin olvidar la evidente asimetría de las víctimas en las políticas públicas de memoria al respecto, es evidente que todavía queda una gran cantidad de casos de violaciones de derechos humanos por esclarecer (atentados de ETA, torturas, guerra sucia parapolicial, etc.), sobre las que seguirá habiendo, o no, según los casos, un tratamiento judicial.
Por otro lado, resulta fundamental, en un contexto como el actual, fortalecer los mecanismos de una justicia garantista y restaurativa que frene la ola criminalizadora y punitivista en la que estamos inmersos, una ola que hace propio el “derecho penal del enemigo”, y que al mismo tiempo plantea el aumento de las penas de cárcel como panacea para la solución de cualquier problema. Una lógica, esta última, en la que también han caído parte de la izquierda y los movimientos sociales, tal y como plantea, de modo agudo y necesario, la abogada penalista y activista Patricia Moreno en su artículo “Nueve años de cárcel no son poco” (Hordago / El Salto, 2020). Sería conveniente que, junto a la reivindicación del derecho a la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición, rescatemos también uno de los esfuerzos más ilusionantes de la II República, el intento de resolver los conflictos y abordar el delito desde una lógica más humana y garantista. La renuncia a la guerra como instrumento de política internacional, recogida en la Constitución de 1931, los necesarios y al mismo tiempo insuficientes intentos de reforma de las prisiones en tiempos de Victoria Kent o la abolición de la pena de muerte en 1932 son un ejemplo de ello. Ejemplos de un espíritu necesario para defender los derechos humanos también en el siglo XXI.
Notas:
- Universidad Pública de Navarra / Nafarroako Unibertsitate Publikoa. Asociación Memoriaren Bideak ↑