(Galde 05, invierno/2014, Dossier Feminismo -s-).Elo Mayo.-
Silvia L. Gil es doctora en Filosofía y activista en diferentes experiencias de autoorganización colectiva. Sus líneas de indagación, de la mano de la acción política, incluyen la filosofía de la diferencia contemporánea, los feminismos críticos, las migraciones y las relaciones entre medioambiente, género y salud. Entre sus publicaciones destacan la autoría de libros como “Nuevos Feminismos. Sentidos comunes en la dispersión”, y “Desigualdades a flor de piel: las cadenas globales de cuidado”, junto a Amaia Orozco.
¿Qué política se puede hacer con un sujeto que ya no es Uno? El libro de Silvia Gil Nuevos Feminismos (Madrid 2011), plantea un recorrido por la historia del movimiento feminista en el Estado español, desde sus comienzos en la época de la Transición hasta la actualidad más cercana. Leyendo sus páginas muchas nos reconocemos en sus historias, nos sentimos nombradas en los grupos que construimos en el pasado lejano o reciente. Es de agradecer que una mujer joven, como Silvia, lance esa mirada al pasado para plantear el presente. Silvia, además, no hace un recorrido aséptico, sino uno enlazado por su propio pensamiento feminista, planteando reflexiones actuales sobre las que construir tanto individual como colectivamente.
¿De dónde sale la idea de escribir “Nuevos Feminismos”? ¿Qué crees que aporta?
El libro nació con la idea de recuperar discursos y prácticas feministas recientes. En los años 90 existía la percepción de que el movimiento feminista se había detenido en la década anterior y de que surgían nuevas iniciativas pero dispersas. La ausencia de narraciones comunes producía la sensación de cierto vacío. A la que se sumaba la dificultad introducida por las intensas transformaciones socioeconómicas del momento. Una de las ideas centrales del libro es que mirar las nuevas prácticas políticas podía ayudar a orientarnos en un momento de muchos cambios. ¿Qué debates ponen sobre la mesa? ¿Qué tipo de acciones realizan? ¿Cómo se organizan? Rastreándolas descubrimos que modifican la manera de comprender la política: ya no desde la unidad y la identidad, sino desde la diferencia y la multiplicidad. La pregunta que aparece entonces, central en el libro, es: ¿qué política se puede hacer con un sujeto que ya no es Uno?
En el libro reconstruyes la historia del feminismo a partir de los años 80. ¿Cómo crees que la historia del feminismo puede ayudar a pensar el presente político?
En la historia del feminismo hay aportaciones que siguen siendo absolutamente relevantes para pensar el presente. La primera de ellas es la idea de que la emancipación pasa no sólo por una modificación de las condiciones externas, sino también de la subjetividad. Encontramos este debate de manera muy viva, por ejemplo, en el feminismo independiente o en los colectivos autónomos. Las mujeres descubren que cuando el poder se confunde con la vida, el cambio no puede darse sin una modificación también de sí mismas. Por eso surge la necesidad de auto-conocerse, auto-formarse y problematizar lo que ocurre en el ámbito privado –familia, sexualidad, relaciones–: pasar de lo personal a lo político. Otra aportación es el análisis acerca del cuidado que permite repensar radicalmente la economía. Desde los primeros debates del trabajo doméstico en los 70, aprendemos que las categorías de la teoría marxista clásica que describen las relaciones de producción no sirven para nombrar lo que ocurre en el hogar. Si la esfera reproductiva ha sido lo no pensado de las teorías políticas y económicas, necesitamos nuevas herramientas para una visión más adecuada del mundo que permita incorporar procesos sociales más allá de la dinámica de los mercados. Aquí descubrimos que el sistema actual se sostiene manteniendo determinadas esferas feminizadas y explotando bolsas invisibles de trabajo internacional.
En tercer lugar, encontramos la idea de que la política implica un trabajo con las diferencias. Diferencias entre mujeres, feminismos, compromisos y objetivos han supuesto importantes conflictos, pero también la riqueza de los movimientos. Esta heterogeneidad ha obligado a explorar nuevas formas de organización más del lado de la red y la alianza que de la unidad. Por último, una determinada metodología que trata de poner en práctica el mundo que queremos. Históricamente la izquierda ha priorizado el qué se dice frente al cómo se dice. Cuidar los espacios políticos, facilitar el reconocimiento entre diferentes, procurar la producción de pensamiento colectivo o apoyar la participación de cualquiera son ingredientes que permiten la apertura y no el cierre identitario de los grupos. No es que exista una receta, sino que el modo de hacer las cosas es tan importante como su contenido.
Divides el libro en tres grandes capítulos: Autonomía, Diferencias y Globalización. En relación a la autonomía, insistes en que no se puede hablar de autonomía sin hablar de interdependencia, y haces una crítica a una forma de entender la autonomía dentro de este sistema capitalista que podríamos nombrar mejor como autosuficiencia e individualismo. ¿Qué sentido le das tú a la autonomía?
La autonomía es la capacidad que tenemos colectivamente para producir una realidad diferente de la que hay. Pero hoy nos encontramos con un problema doble. La autonomía se ha identificado con individualismo –ser autónomo es no necesitar a nadie– y con un afuera radical –contestar al poder implica separarse de la sociedad. Esta idea genera distancia con la mayor parte de la gente que no logra conectarla con su día a día. Paradójicamente, insistir en esa afuera no impide la ruptura del vínculo social propiciada por el capitalismo.
Pero, entonces, ¿en qué sentido podemos sustraernos al poder hoy? Si la dinámica neoliberal expropia la dimensión colectiva de la existencia, resquebraja la vida común, hay que insistir que la vida no es posible sin el vínculo con los otros. A partir de este afirmación, podemos construir procesos de autonomía no ya exteriores, sino internos a lo social. Es decir: autonomía desde una realidad de interdependencia.
El segundo tema que abordas es el de las diferencias. En los años 90 se pasa del problema de la diferencia entre hombres y mujeres, a reflexionar y visibilizar las diferencias entre mujeres y, por lo tanto, se pone en crisis una forma de analizar la opresión de las mujeres. Pasamos de un movimiento donde lo importante era identificarnos como mujeres a perder esa idea fuerza. Pero, ¿cómo podemos, partiendo de las diferencias, reconstruir un objetivo común que de sentido a un movimiento? ¿Cómo se hace “movimiento” en este contexto?
Creo que ese sentido se construye en parte desplazando la cuestión del quién hacia el qué: ¿Qué nos preocupa? ¿Qué problemas hemos puesto sobre la mesa en los últimos tiempos? ¿Cuáles nos permiten generar un diálogo mayor con la sociedad? ¿Cómo conectar con quienes están más allá de los entornos activistas en un contexto de fuerte politización como el actual? ¿Cómo no reproducir identidades establecidas que nos separan y sitúan en el lugar esperado? Pensar desde problemas concretos ayuda a comprender que un mismo sujeto puede estar involucrado de diferentes maneras en distintas situaciones, y que una misma situación puede afectar a sujetos distintos aunque de modos diferentes. Por poner un ejemplo, la inexistencia de una responsabilidad social del cuidado afecta a las mujeres, pero también a quienes reciben cuidados no dignos. ¿Significa esto que abandonamos toda mención a los sujetos? No, pero puede hacerse desde otra perspectiva. Por ejemplo: si miramos desde el caso concreto de la vivienda, descubrimos que son las mujeres quienes están protagonizando las luchas contra los desahucios. Pero si partimos del sujeto “mujeres” para mirar las luchas, nos encontramos en la encrucijada de tener que elegir entre la totalización “todas las mujeres son protagonistas” o el relativismo “la realidad de las mujeres es tan diversa que no podemos hablar de su implicación en las luchas”. Tomar el punto de vista de problemas y prácticas concretos permite salir de este laberinto sin renunciar a la política.
El tercero es el de la globalización, que hace que las diferencias se conviertan en ocasiones en desigualdades. Las contradicciones entre mujeres venidas de otros países resolviendo el problema de conciliación de mujeres y hombres de los países del Norte, genera una visión complicada sobre los objetivos comunes de las mujeres.
Sí, indica que nuestras luchas deben tener en cuenta otras realidades, además de las hegemónicas dentro de los feminismos (la de las mujeres blancas, heterosexuales y de clase media del Norte global). Por eso es importante dotarnos de herramientas que permitan analizar la realidad desde sus complejidades. Dos desafíos que marca la globalización son: por una parte, una cantidad ingente de trabajo sumergido o mal pagado proveniente de otros países sostiene la economía europea. Vemos que hay una estratificación sexual y étnica del trabajo a nivel internacional. La pregunta es, ¿de qué modo sostener la vida sin explotar a los cuerpos diversos? Aquí se muestra cómo no existe un único sistema de opresión –el patriarcado–, sino varios –racismo, clasismo, heterosexismo– que producen una experiencia que desborda el género.
Por otra parte, asistimos a una intensificación de las desigualdades. Las muertes recientes en las vallas de Ceuta dan cuenta, como dice Judith Butler, de que unas vidas parecen valer más que otras, unas pueden ser lloradas y otras no. En este contexto de violencia, creo que es importante la idea de Jacques Rancière de partir de la igualdad como prerrequisito y no solo como horizonte deseable. El desafío aquí, de modo similar a la política de lo común, es pensar la igualdad desde lo singular, no como una unidad.
Y en estos momentos, con una situación de crisis del sistema, con retrocesos en conquistas que parecían sin retorno, ¿cómo ves el papel del movimiento feminista? ¿Por dónde pasan las propuestas?
En términos generales, el papel de los diferentes feminismos es clave por su capacidad para generar análisis poniendo la mirada donde otras teorías no lo hacen, el acento en los modos de hacer las cosas que permiten conectar con lo social y la experiencia organizativa en redes.
En concreto, hay tres debates fundamentales para afrontar la situación actual. El primero de ellos tiene que ver con las luchas en defensa de la vida en todas sus dimensiones. Derecho a salud, educación, vivienda, cuidado y aborto. Este último es especialmente relevante porque implica un atropello fundamental de las libertades de las mujeres. Lo interesante es si además de defender, se trata de pensar qué salud, qué educación, qué cuidado, etc. Este debate se produce al calor del siguiente, en el que se pone en cuestión el mismo contenido de “vida”. Si este modelo socioeconómico es a todas luces insostenible porque frente a la vida prioriza los mercados, ¿en qué consistiría una vida vivible? ¿Debemos para imaginarla abandonar completamente nuestra realidad o podemos pensarla desde las experiencias ya existentes? El último debate analiza la coyuntura política actual: ¿cómo recuperar la democracia para inventarla de nuevo cuando el poder se ha vuelto absolutamente sordo? Democracia aquí significa capacidad para decidir más allá de la representación en los asuntos que nos afectan. ¿Qué hacer cuando son élites financieras y políticas las que gobiernan la vida contra el interés general? ¿Cómo afrontar la cuestión del poder tras la estela del 15M y posteriores movilizaciones que dicen “el poder está en la gente”, “no nos representan” y “no nos vale la polarización izquierdas/derechas”? Si nos fijamos, estos tres debates convergen en una última pregunta: ¿cómo queremos vivir juntas y juntos a partir de ahora?
Se dice que los movimientos sociales tradicionales están en crisis. Mucho se ha hablado también de la crisis del movimiento feminista, de la crisis del sujeto feminista. Pero, ¿qué es lo que se pone en crisis? ¿Es la organización y la articulación del feminismo en torno a una única categoría, la de género? ¿Cómo se puede articular el movimiento si nos deshacemos de la categoría “Mujer”? ¿Por dónde se puede generar “movimiento”? ¿Hay que inventar otras formas de organización? ¿Sigue valiendo un movimiento feminista sólo de mujeres? ¿Tiene sentido la no participación de los hombres?
La crítica que se ha hecho al concepto “Mujer” puede resumirse en dos puntos: oscurecer las diferencias entre mujeres e invisibilizar los múltiples sistemas de opresión bajo una noción excesivamente uniforme de patriarcado. La encrucijada con la que se enfrenta el feminismo en un momento dado es si excluir a los diferentes sujetos presentes en un mundo cada vez más diverso en nombre de la “Mujer” o poner el contenido que se le presupone en cuestión. Por eso, lo que se pone en crisis es una determinada manera de comprender la identidad femenina que no da cuenta de las diferencias. Este cuestionamiento de la identidad arrastra al modelo organizativo del movimiento basado en la unidad. La pregunta que se abre entonces es, efectivamente, ¿cómo articular la lucha feminista?
No tengo claro que interrogar al sujeto del feminismo e incluir otros sujetos –entiendo que el transfeminismo trata de aportar en este sentido– signifique que ya no podemos hablar más de las mujeres, siempre que tengamos en cuenta que no hace referencia a ningún conjunto estable y cerrado. Pero sí creo que es importante desplazar el punto de vista de las identidades abstractas –migrantes, gays, mujeres– hacia problemas o situaciones concretas en las que diferentes individuos se encuentran. El quién, el sujeto, cobra sentido a partir del qué; es decir, en el interior de los procesos que lo constituyen. Un mismo individuo puede pasar de la posición de víctima a la de poder en situaciones dispares –como ocurre con una mujer que sufre discriminación laboral, pero en casa es empleadora de otra mujer–. Del mismo modo, en una situación determinada nuestras alianzas pueden ser sujetos que jamás nos hubiéramos imaginado (personal sanitario apoyando el derecho al aborto, trabajadoras domésticas y empleadoras por un régimen de cuidados justo, etc.). Precisamente por ello, cada problema tiene sus protagonistas, quienes deben liderar los procesos de cambio. En definitiva, el paso al qué permite escuchar lo que ya de hecho compartimos en una realidad de interdependencia y, al mismo tiempo, imaginar nuevos sentidos comunes del mundo que queremos desde nuestra diferencia radical.