El plan de automoción: un balón de CO2 para la atmósfera

El plan para proteger a la industria de la automoción va contra toda lógica de lucha contra el cambio climático y de los deseos de la transformación de las ciudades de la población. La ciudadanía pide aire limpio y espacio para las personas y el gobierno responde con más coches.

Galde 30, 2020/otoño. Nuria Blázquez Sánchez, es coordinadora de transporte de Ecologistas en Acción.

Mauna Loa es un volcán hawaiano, que es considerado el más grande de la Tierra en términos de volumen y superficie. Pero para las personas que seguimos las noticias sobre la emergencia climática, es sobre todo el observatorio que recoge datos sobre cambios atmosféricos desde los años cincuenta. Un lugar con una ubicación privilegiada: está situado a 3.397 metros en medio del océano, donde la influencia humana o de la vegetación son mínimas.

Este paraíso volcánico fue el lugar que eligió un científico a cuya perserverancia debemos que haya datos de concentración de CO2 desde hace más de 50 años, Charles Keeling. Keeling pasó años recogiendo datos aprovechando vacaciones familiares en lugares remotos. Le costó mucho conseguir el apoyo suficiente para establecer una estación de observaciones, hasta que, por fin lo logró en 1958. Keeling eligió la la ex base militar de Mauna Loa porque consideró que su ubicación era ideal, precisamente porque el aislamiento de la antigua base impedía que se contaminase de fuentes de CO2.

Paradójicamente, este tranquilo lugar es testimonio de uno de los cambios más catastróficos para la continuidad de nuestra vida en el planeta: el imparable aumento en la concentración de CO2. Aquí los máximos históricos duran poco. El último fue el del pasado mes de mayo: un nuevo record de concentración de CO2 en la atmósfera de 417.1 partes por millón (ppm). La concentración de CO2 previa a la revolución industrial era de 280 ppm y la primera medida de Mauna Loa fue de 315 ppm en 1958. En 1986 se superaron las 350 ppm, la cifra que el climatólogo James E. Hansen propone como límite máximo seguro. Ahora, la ciencia aboga por impedir que lleguemos a 450 ppm. Y no parece fácil.

Los datos del aumento de CO2 son tan transcendentes para nuestras vidas que deberían abrir los telediarios, ser trendingtopic en Twitter y ocupar los grandes titulares, tal como pasó con las cifras de contagios y pérdidas en los días más duros de la pandemia de la covid-19. Y como para aplanar la curva de la covid, las medidas para impedir un nuevo máximo histórico deberían tomarse poniendo la salud y la supervivencia por encima de todo.

La realidad es bien diferente. En los primeros días de junio, solo unos pocos medios recogían la nueva superación de concentración de CO2 recogida en Hawai. Sucedía en el momento en el que Europa empieza a trabajar para salir de la crisis provocada por la covid, con poca atención a la emergencia climática. Y pocos días después el gobierno de España anunció su plan de la automoción. Un plan que supone un total de 3.750 millones, de los cuales 515 serán de inversión directa de fondos públicos.

El Plan de la Automoción pretende, básicamente, dar continuidad al modelo de transporte predominante. Esto a pesar de que se trata del sector con más emisiones en el Estado español, donde supone un 27% del total de las emisiones de gases GEI. Del total de emisiones del transporte, el 60 % las producen los automóviles. Está claro que para reducir estas emisiones hay que reducir dramáticamente el número de coches. Pero por el momento, se anuncia a bombo y platillo el plan para salvar al automóvil. Incluidos los coches de combustión interna, que si necesitan una política de incentivo es una que acelere su desaparición.

El plan, no obstante, hace un guiño a la transición ecológica. Pero a base de apoyos al automóvil eléctrico. Bien es cierto que el automóvil eléctrico reduce significativamente las emisiones de gases GEI. Y es previsible que en los próximos años disminuyan aún más, con la introducción de más energía renovable. Pero la sustitución de la flota de vehículos de combustión por vehículos eléctricos no es la respuesta.

Hay de hecho un impacto que comparten el coche eléctrico y el de combustión interna que fue particularmente visible tras el confinamiento: la ocupación del espacio público. El coche ocupa más de un 60% del espacio urbano, y deja a viandantes, bicicletas, patinetes y toda persona que se aventure a salir de casa sin conducir un automóvil relegada a pelear por los escasos centímetros cuadrados que quedan libres.Y no hay que olvidar el constante peligro de accidentes y atropellos a los que nos expone el tráfico.

Una encuesta reciente encontró que más del 70% de la ciudadanía no quiere volver a los niveles de contaminación previos al confinamiento. Y más del 80% de las personas a las que encuestaron afirmaron estar dispuestas a asumir sacrificios como que se reestructure el espacio urbano, dando más peso a viandantes y bicicletas o se implanten medidas de restricción de los automóviles como zonas de cero emisiones. Los datos son muy contundentes y hablan de un deseo de un cambio profundo.

Este cambio profundo debe comenzar por las inversiones que se realicen en la recuperación. Si la prioridad debe ser ir caminando, en bicicleta o en transporte público, se debería traducir en una mayor inversión en este campo. Todo lo contrario a lo que propone el Plan de Automoción.

Si bien mantener y crear empleos ha de ser una prioridad, bien es cierto que continuar con la industria tal cual está no es una garantía para mantener los empleos. Se trata de una industria que concentra importantes cantidades de empleos entorno a fábricas que, más pronto que tarde, dejarán de ser importantes. Sin olvidar que la toma de decisiones se realiza en otros países, y que no hay mucha capacidad de influencia sobre estas decisiones. Solo hay que recordar lo sucedido con Nissan para ver por qué deberíamos pensar en transformar completamente esa industria.

Por el momento la única propuesta para la transformación de la industria es un cambio de reconversión de la fabricación de coches de combustión interna a vehículos eléctricos. Pero esto no resuelve tres problemas que ya se están manifestando. Por un lado, la industria europea cada vez tiene más competidores. La industria europea está perdiendo posiciones frente a la asiática, y está muy por detrás en el desarrollo de vehículos eléctricos. Otro reto es que el futuro ha de contemplarse con menos coches, porque parece la tendencia, y porque no habrá recursos para que todo el mundo tenga su coche. Y la industria necesitará transformarse de cara a esta realidad. Y, por otro lado, el problema ya comentado de la dependencia de decisiones tomadas en otros lugares con otras realidades.

El IPCC lo dice, para afrontar la crisis climática se necesitan cambios sin precedentes. Estos cambios no son sencillos, por eso no se han realizado hasta ahora. Pero tampoco era sencillo aceptar que teníamos que quedarnos en nuestra casa durante semanas y lo hemos hecho, porque se nos iba la vida en ello. Lo mismo sucede con la transición ecológica. No hay una opción B porque no hay planeta B. Pero, cuanto antes se tomen las medidas menos drásticas tendrán que ser y mejores serán los resultados. Y como con la covid-19, no asumimos lo que se nos viene encima y todo apunta a que actuaremos demasiado tarde, probablemente mucho después de que podamos impedir que en Mauna Loa se registre una concentración de CO2 de 450 ppm.

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