Afganistán: ¿Los talibanes como solución?

 

Galde 34, udazkena/2021/otoño.  Victor M. Amado.- 

La toma de Kabul por parte de los talibanes y la marcha de las tropas de los Estados Unidos y de la OTAN de Afganistán ponían fin a una presencia iniciada veinte años antes, tras los atentados del 11-S de 2001. Este abandono, que ya anunció Barak Obama en su último mandato, que Donald Trump puso en marcha en las conversaciones de Doha con los talibanes en 2020 y que Biden ha materializado, contribuye a ese halo de territorio indómito del país centroasiático, mitificación alentada ya desde los relatos de Connolly de 1834 o de Rudyard Kipling en su libro “Kim”de 1901. También ha contribuido a ello la experiencia soviética en dicho país (invasión en diciembre de 1979 y retirada en febrero de 1989) y este último período, protagonizado por Estado Unidos y la OTAN. Los que hemos tenido experiencia en la zona sabemos de la multitud de factores que caracterizan a este país: complejidad interna producto de su diversidad étnico-identitaria, estructura patriarcal generalizada y escasa articulación territorial que, determinada por su orografía influye de manera importante en su escasa cohesión. Pero no son sus recursos naturales, sino su posición geoestratégica, cruce de lo que Mackinder denominó hinterlands de potencias regionales como Rusia, Irán, Pakistán, India y China, lo que explica su importancia. Por tanto, y más allá de las mitificaciones, lo que se está produciendo en Afganistán y en ese espacio que el politólogo Zbigniew Brzezinski denominó como los “Balcanes eurasiáticos” (Paidós, 1998), es el resurgimiento del “gran juego”, expresión con la que Connolly llamó a las rivalidades que se dieron entre los imperios del XIX en este territorio.

La presencia de ejércitos extranjeros en un país no se puede eternizar, por lo que la salida de las tropas norteamericanas y de la OTAN de Afganistán era algo que había que hacer. La sensación que uno tiene sobre el terreno es que ningún momento es bueno para tal decisión, pero veinte años de presencia muy costosa en vidas humanas, sobre todo y abrumadoramente afganas, aunque también norteamericanas y europeas, es un tiempo más que suficiente de estancia militar en un país. Hay que recordar que la guerra de 2003 que inició Bush Jr. tuvo como objetivo capturar a Sadam Hussein y poner fin a su régimen, pero también propiciar en el Irak post-Sadam el desarrollo de un sistema democrático que sirviera de modelo para el resto del Medio Oriente. Esta idea de estabilizar el Medio Oriente era gregaria de las teorías del intelectual israelí y miembro del Likud Natan Sharansky. En su libro “The Case For Democracy: The Power of Freedom to Overcome Tyranny and Terror” (2004), defendía la idea de la escasa posibilidad que había de que se dieran conflictos armados entre democracias por lo que, si los sistemas democráticos se desarrollaban en el Oriente Medio, dicha región sería mucho más estable. Como se vio con posterioridad, los resultados de tal apuesta geopolítica fueron los contrarios. Es más, en la descomposición del Irak post-Sadam se halla una de las causas del nacimiento y proliferación del Daesh. Pero a diferencia del caso iraquí, el objetivo de la intervención de los Estados Unidos y de la OTAN en Afganistán fue claro: acabar con el santuario afgano de Al Qaeda, que en aquel momento era la amenaza terrorista más importante ya que puso en marcha la “yihad global”. En ese sentido, y este ha sido el mensaje de Biden, la misión se habría cumplido, ya que la organización de Bin Laden se fue debilitando fruto de una combinación de inelegancia y operativos militares incluido la “neutralización”de Osama Bin Laden el 2 de mayo de 2011, que de forma tan exhaustiva e implacable llevó a la pantalla Kathryn Bigelow en 2012 en “La noche más oscura”.

Establecer un sistema democrático en Afganistán nunca fue el objetivo ni prioritario ni determinante, aunque sí estabilizarlo. Para ello, desde de la llegada de Karzai a la presidencia del país en 2001, a la vez que se luchaba contra los talibanes se restableció la “Loya Yirga” o Asamblea afgana, en un intento de dotar a Afganistán de un sistema de mínima formalidad democrática. Esto fue acompañado, si no por una agenda de género, sí por una apertura que dotó a algunos segmentos de las mujeres afganas, básicamente las de los núcleos urbanos, de unas mayores cotas de libertad. Todo esto siempre dentro de una sociedad, la afgana, compuesta por un conjunto de grupos étnicos muy tradicionalistas, conservadores y profundamente rigoristas en cuanto a la práctica del Islam, mayoritariamente suní, aunque con una presencia muy notable en el centro del país de los hazara, musulmanes chiís de origen persa. Las elecciones celebradas en 2014 supusieron que por primera vez en medio siglo el tránsito de un gobierno civil a otro de la misma naturaleza se diera mediante elecciones y no de manera cruenta. Aquel proceso electoral recibió un impulso decisivo por la administración Obama ya que tenía claro que era el principio del fin de la presencia militar norteamericana en el país, más aún cuando la amenaza yihadista se había desplazado al Medio Oriente de la mano del Daesh. Desde entonces, el periplo de democrático de este país no ha sido nada fácil. Primeramente, las dificultades para reconocer los resultados de los comicios por parte de los dos contendientes en liza, Ghani y Abdullah Abdullah, que llevó a hacer una auditoria electoral a la UE y los Estados Unidos entre agosto y septiembre de 2014. Segundo, porque los gobiernos conformados por tándem Ashraf Ganhi y Abdullah Abdullah supusieron una cohabitación tan problemática como coyuntural. Y, en tercer lugar, por la peculiar cultura política de un país muy patriarcal y clánico, en el que se desarrollaron unos ámbitos de corrupción propios de este tipo de estados fallidos. Mientras tanto, los talibanes se fueron fortaleciendo militarmente, al mismo tiempo que, aunque fuera solo en las formas de cara al exterior, este movimiento empezó a desarrollar un cierto aggiornamento, y decidieron seguir ese viejo proverbio afgano de que ninguna potencia extrajera consigue doblegar a su pueblo.

Así, las limitaciones de la estrategia de la administración Obama de combinar “estabilización” y lucha contra los talibanes comenzaron a evidenciarse al final del segundo mandato demócrata. Fue entonteces cuando Barak Obama, con Biden como vicepresidente, empezó a considerar una nueva vía no explorada: los talibanes. Esta idea la materializó Trump cuando en 2018 comenzaron las conversaciones con estos en Doha, país de acogida del exilio de los líderes de este grupo. Su enviado especial, Zalmay Khalilzad, inició un diálogo con los talibanes con el objetivo de incluirlos en un gobierno de unidad nacional transitorio. Estas conversaciones finalizaron el 29 de febrero de 2020 cuando Mike Pompeo, Secretario de Estado norteamericano, firmaba en Doha con el líder talibán Abdul Baradar el conocido como “Acuerdo para Traer la Paz”, excluyendo del mismo al gobierno oficial de Afganistán de Ashraf Ganhi. Se fijaba un calendario para la retirada definitiva de los Estados Unidos y de sus aliados del país con una condición clara: que los talibanes no permitieran que el territorio afgano fuese utilizado para planear o llevar a cabo acciones que amenazaran la seguridad de Estados Unidos. Desde ese preciso momento, los talibanes supieron que si intensificaban su “reconquista”se harían con el poder total del país en un lapso corto de tiempo, ya que desde ese preciso instante el apoyo directo y de la Casa Blanca a las fuerzas de seguridad afganas tenía fecha de caducidad. Esta fue más clara cuando Biden fijó el 31 de agosto 2021 como día tope para poner fin a su presencia militar, tal y como estipulaba el acuerdo de Doha. El resto, ya lo vimos en directo.

Ahora se ha iniciado en Afganistán un nuevo tiempo que es el de dejar, como apuntó Biden, el país en manos de sus propios habitantes (eufemismo para decir en manos de los talibanes, por la vía de los hechos). A su vez, las cancillerías occidentales, empezando por la de Washington y pasando por la de Bruselas, han consentido, que no reconocido, al recientemente formado gobierno talibán del Emirato Islámico de Afganistán. Mientras que la ONU hace lo que puede para mantener la ayuda humanitaria en un país cuyo único interlocutor es el gobierno talibán. Con esta decisión Washington persigue “encapsular” la cuestión afgana y convertirla en un asunto interno (guerra civil de baja intensidad, estado fallido…) en el que las potencias regionales y mundiales actúen exclusivamente en territorio afgano. Por tanto, ni los derechos humanos ni lo que podríamos denominar como “agenda de género” determinarán de forma prioritaria las “relaciones” con Afganistán desde las cancillerías occidentales, sino que serán la no extensión de la inestabilidad afgana más allá de sus fronteras y, sobre todo, que este país no sea santuario del yihadismo global, los que definan las mismas. Y mucho menos lo serán desde la perspectiva de los países que, con este nuevo escenario, salen ganando en el “gran juego”, como son China, Rusia y Pakistán de manera clara y, de forma indirecta, Irán y Turquía. Diplomacias, sobre todo la de Pekín, que siguen a rajatabla una premisa fundamental en su política exterior: “no entrar en los asuntos internos de los países”, vulneración de derechos humanos incluidos. Con estos nuevos aliados los talibanes tendrán sus ventajas, pero también sus limitaciones, ya que cada uno de los países que les apoyan tienen a su vez agendas específicas. Pero tampoco al nuevo gobierno de Kabul le faltarán modelos de países en el mundo que, instaurados en islamismo rigorista son reconocidos internacionalmente. En definitiva, la ganancia es clara, la perdida inmensa, pero el tiempo nos dirá si la decisión tomada fue la menos mala, o la peor.

Víctor Manuel Amado Castro.
Profesor de Historia Contemporánea de la UPV-EHU.
Participó en la auditoria de las elecciones de 2014 en Afganistán como observador electoral internacional de la UE.

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