Galde 24, (udaberria/2019/primavera). Begoña Muruaga.-
Cuando a mediados de los 70 empezó a conmemorarse en España el 8 de marzo, ese día aparecía bajo el epígrafe “Día Internacional de la Mujer Trabajadora”. El movimiento feminista aprovechaba esa efeméride para denunciar la desigualdad salarial entre mujeres y hombres, la discriminación de las mujeres en el acceso a determinadas profesiones o la dificultad para promocionarse en el empleo. Las reivindicaciones, por tanto, se centraban en el ámbito laboral.
Años más tarde, el día pasó a llamarse “Día Internacional de las Mujeres”, recuperando así los orígenes de esa fecha, que empezó como “Women´s day” a primeros del siglo XX. Con ese cambio, el movimiento feminista reconocía que todas las mujeres son trabajadoras, tanto si se dedican exclusivamente a las labores domésticas como si trabajan en el hogar y fuera de él.
El recuerdo que tengo de esa fecha es que los hombres de los partidos de izquierdas se sumaban a las manifestaciones que organizaba el movimiento feminista. No recuerdo que la derecha de este país dijera nada al respecto. Recuerdo, además, que los medios de comunicación nos pedían artículos de opinión, nos invitaban a hablar en programas de radio o televisión y aprovechaban esa fecha para publicar datos y cifras que reflejaban claramente la situación de discriminación de las mujeres.
En la década de los 80 se pusieron en marcha los servicios de la mujer de los ayuntamientos, así como los institutos de la mujer que existen hoy en las distintas comunidades autónomas. Servicios ampliamente demandados por el movimiento feminista, que opinaba que algunas de las labores que realizaba (información sobre anticonceptivos y aborto, ayuda a las mujeres maltratadas, información sobre empleo y formación, etc.) tenían que ser responsabilidad de los poderes públicos.
Así las cosas, a finales de los 90 y primeros del siglo actual se aprueban en este país algunas de las leyes fundamentales para el desarrollo de la igualdad. Por poner solo unos ejemplos: el año 1999, se aprobó la ley para promover la conciliación de la vida familiar y laboral de las personas trabajadoras; el año 2004, la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género; el año 2005, en el Parlamento Vasco, la Ley de Igualdad de Mujeres y Hombres; el año 2006, la Ley de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia; el año 2007, la Ley Orgánica de Igualdad efectiva de Mujeres y Hombres, y el año 2010, la Ley Orgánica de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo, en la que se reconoce a las mujeres el derecho a interrumpir su embarazo durante las primeras 14 semanas.
Pues bien, todas esas leyes fueron impulsadas por el movimiento feminista, y han sido los partidos de izquierda quienes, poco a poco, han ido asumiendo las reivindicaciones feministas. Por otra parte, fue el movimiento feminista quien empezó a utilizar la palabra “conciliación” con el sentido con el que aparece en la ley. Hoy, sin embargo, el movimiento feminista prefiere hablar de “corresponsabilidad”, palabra que está siendo ampliamente aceptada por la ciudadanía. Tampoco es casual el término “persona trabajadora”, ya que el movimiento feminista hizo algunas propuestas en el sentido de utilizar un lenguaje no sexista. Con la excusa de la crisis, muchas de esas leyes no se han desarrollado como deberían, pero parecía que había un consenso generalizado en que eran necesarias. Hasta que la llegado VOX.
Tras acceder al Parlamento Andaluz, VOX reniega del término violencia de género y habla de derogar la ley. Por otra parte, la equipara a la violencia doméstica. También se propone anular la ley de interrupción voluntaria del embarazo. Además, ha incorporado a su discurso términos como “feminismo supremacista” o “guerra de sexos”, que lo único que demuestran es su absoluto desconocimiento del feminismo y su clara intención de tergiversar determinados conceptos, así como de confundir a la ciudadanía con respecto al feminismo. Claro que no deberíamos sorprendernos.
En el siglo XIX, cuando las sufragistas pedían el derecho al voto, la igualdad salarial, el acceso de las mujeres a estudios superiores o que pudieran disfrutar de sus bienes, había quienes afirmaban que la educación igual las convertiría en solteronas, que la igualdad en el empleo las volvería estériles y que tener los mismos derechos que los hombres las convertiría en malas madres. Tras la Segunda Guerra Mundial, se promovieron campañas para animar a las mujeres a que abandonaran sus puestos de trabajo y se ocuparan en exclusiva de las tareas domésticas. Para ello, contaron con la inestimable ayuda de las revistas femeninas y de la publicidad, que describían el hogar como el paraíso de las mujeres.
En la década de los 80, hubo, especialmente en EE. UU., ataques sistemáticos de profesionales de distintas disciplinas, así como de los medios de comunicación, a la incorporación de las mujeres al trabajo productivo. Así, los psicoanalistas hablaban de los problemas que se les planteaban a las mujeres que retrasaban su maternidad para concentrarse en su trabajo; los sociólogos decían que las reformas legales auspiciadas por las feministas privaban a las mujeres de protecciones especiales y los locutores de radio afirmaban que las guarderías podían ser perjudiciales para la salud de los niños. Todo eso lo recoge muy bien Susan Faludi en su libro Reacción.
Pues bien, esa reacción ya ha llegado aquí, y las posturas de extrema derecha están haciendo que la derecha de nuestro país se recoloque en el panorama político. Para empezar, Ciudadanos, pretendiendo desmarcarse del movimiento feminista, presenta un decálogo de lo que ellos llaman “feminismo liberal”. Son propuestas muy genéricas, que mucha gente puede asumir como propias y que no sabemos cómo pueden afectar a las políticas públicas. Por otra parte, cargos públicos del Partido Popular hablan un día de violencia de género y otro de violencia doméstica, identificando ambos términos, cuando ya había quedado claro en el debate sobre la ley que son problemas distintos que requieren soluciones distintas. Además, insisten en impulsar políticas en defensa de la maternidad, como si las feministas estuviéramos en contra.
Estamos a las puertas de una campaña electoral y las movilizaciones de este 8 de marzo van a hacer mella en todos los partidos. Cada uno de ellos procurará lanzar el mensaje que, en su opinión, más puede interesar a su electorado. Por ello, las feministas no deberíamos fijarnos en esos fuegos de artificio, ni en las ocurrencias que aparecerán en campaña. No pongamos el acento en lo que dicen. Analicemos qué es lo que hacen.
En ese sentido, es interesante un libro publicado el año pasado, que se titula Un feminismo para el 99%. El libro es una recopilación de diez artículos de sociólogas, antropólogas, politólogas, periodistas y filósofas en el que se plantean todo tipo de cuestiones a las que se enfrenta el feminismo en este momento: desde la utilización del feminismo para determinadas campañas publicitarias hasta el feminismo en los nuevos tiempos digitales; desde la forma de tender puentes con movimientos como #MeeTo hasta el dilema de la hegemonía; desde el papel que deben desempeñar los varones en esta lucha hasta la renovación de la extrema derecha europea; desde las gitanas feministas hasta los feminismos que vienen.
En los diferentes artículos del libro aparecen términos como “feminismo clásico”, “feminismo de la igualdad”, “feminismo de la diferencia”, “feminismo institucional” y otros, pero también hay quien apuesta por un feminismo sin apellidos, capaz de prescindir de las clásicas etiquetas de la izquierda y que apela a un nuevo sentido común. Un feminismo que apueste por un futuro mejor, no sólo para las mujeres, sino para todo el mundo.
Tenemos mucho trabajo por delante en la lucha por la igualdad. Todavía tenemos que cambiar muchas cosas para mejorar la vida de las mujeres. Al mismo tiempo, debemos luchar por mantener lo conseguido. Por ello, es hora de permanecer unidas frente a la reacción.