Una herramienta al servicio de la transformación socio-ecológica que necesitamos

 

Galde 30, 2020/otoño. Gabriela Cabana-Alvear.-

Con creciente claridad, la Renta Básica Universal ha ganado terreno en los debates de política social como una alternativa emancipadora a la tiranía de la focalización y el paternalismo. Mientras, otra arista no tan explorada comienza también a ganar espacio: la dimensión socio-ecológica. En este texto quiero delinear algunas reflexiones para argumentar que una RBU puede jugar un rol mucho más protagónico en nuestra imaginación y estrategias políticas.

La emergencia climática y catástrofe ecológica se han convertido en un punto inevitable de considerar como central a cualquiera de nuestros proyectos transformadores. O al menos eso nos gusta pensar a algunas de nosotras. Desde una perspectiva decrecentista, una RBU es atractiva porque rompe el nudo gordiano de la dependencia del empleo, el corazón de nuestra economía política tanto a la izquierda como a la derecha del espectro político tradicional. Disminuir la intensidad y espacio que destinamos al trabajo así llamado “productivo” es crucial para enfriar nuestra economía y dar más espacio a otras actividades que no dependen de la destrucción de los ecosistemas—desde el ocio al trabajo de cuidados—haciéndonos, de paso, más felices y libres.

Reconocer la posibilidad de reducir drásticamente el espacio que damos al empleo en nuestras vidas (con ideas como una semana de 3 días) nos invita a reconocer que tenemos ya lo suficiente para que cada cual tenga lo que necesita. Incluso: producimos demasiado, para que dure poco y queramos más. Los problemas de escasez que enfrentamos son un problema político —es decir, una escasez relativa— y no una consecuencia de que nos falta volver a echar a andar el crecimiento económico a una tasa de 3% anual, el repetido mantra de los economistas. Los niveles grotescos de extracción, procesamiento industrial y transporte global de las cosas que usamos en nuestra vida cotidiana no son solo innecesarios, son simplemente insostenibles. Una cierta minoría privilegiada de la humanidad cruzó los límites ecológicos planetarios hace un buen rato, lo sabemos. Pero la dependencia del empleo nos hace imposible detenernos.

En paralelo, han emergido preocupaciones sobre el impacto que una RBU podría tener al nivel de incrementar el consumo, y por lo tanto la huella ecológica de las personas. Esto se basa en una realidad indiscutible: a nivel global, es el 10% superior de ingresos el responsable por casi la mitad de la huella ecológica. Pero esperar que una RBU volcaría a una porción significativa a este mismo tipo de consumo no parece muy plausible. Por una parte, es necesario recordar hoy el régimen de deuda que determina las formas y posibilidades de consumo para las grandes mayorías empobrecidas. En Chile, por ejemplo, es común el uso de tarjetas de crédito para comprar mercadería y otros bienes de primera necesidad. El sistema financiero se nutre de la inseguridad monetaria y es un mecanismo para mantener el consumo sin dar salarios dignos a jornadas de trabajo extenuantes. Una RBU vendría muy probablemente a reemplazar la manera de pagar por este consumo más que a expandirlo significativamente.

Por otra parte, y tal como lo muestran los pilotos, quienes han participado de experimentos de RBU a menudo realizan gastos que habían considerado imposibles y que vienen a mejorar su calidad de vida: mejor comida, visitas médicas o inversiones para un negocio. Simultáneamente, la pobreza y la inseguridad económica fuerzan al consumo de baja calidad: elementos desechables y/o de corta duración. Es caro y contaminante ser pobre. La inseguridad económica dificulta por ejemplo poder adoptar tecnologías que consuman menos energía y que de hecho podrían reportar un ahorro monetario en el largo plazo. Lo que aumenta la RBU no será necesariamente la huella ecológica (en algunos casos lo hará) sino principalmente la posibilidad de experimentar formas distintas de vivir. Y ese espacio de mayor seguridad para aventurarse al cambio será un elemento crucial si queremos concretar transformaciones sociocológicas profundas.

Cabe mencionar también que suele hablarse de “educar” a quienes podrían ver mejorada su precaria situación económica con una RBU. No existe, generalmente, la misma preocupación hacia la necesidad mucho más urgente de educar a las personas ricas en cómo transformar su estilo de vida; cuando objetivamente son las que peor lo están haciendo en términos ecológicos.

Una RBU podría jugar un rol clave en otro sentido: apalancando las transformaciones territoriales necesarias para una re-localización de las economías y sus circuitos de valor. Muchas habitantes de regiones marginalizadas (en el Sur pero también en el Norte Global) han sido rehenes de negocios e industrias abiertamente dañinas. La emergencia de la minería y la agroindustria como existen hoy son fruto de un esfuerzo histórico y violento de crear cadenas globales de valor que se basan en la vida que existe en lugares supuestamente “baratos” para su consumo en otras latitudes. El precio ha sido el saqueo, enfermedad y la degradación ambiental de muchos pueblos. Estos circuitos se instalaron a partir del despojo del sustento local; de la autonomía territorial que en muchos lugares resistió los esfuerzos por monetizar la vida y amarrar a los circuitos interminables de deuda, hasta bien entrado el siglo pasado. Hoy contamos con evidencia innegable de que el precio de la globalización ha sido la destrucción de la biodiversidad hasta un punto nunca antes imaginado; proceso que sólo ha sido posible sucediendo a la par de la esclavitud y represión de los pueblos de la gran mayoría global.Estas redes se han insertado de manera tan insidiosa, que hoy es difícil comenzar a imaginar una transición que rompa estas dependencias de los megaproyectos de inversión y capitalización. “Dan trabajo a la gente” escuchamos insistentemente. La idea de cortar puestos de empleo activa nuestros miedos y gatilla la retórica de “retroceder a la pobreza de antes”. Nuestra imaginación política se vuelve a ahogar. Aquí vale la pena recordar los cuidadosos análisis de economía política que la escuela de pensamiento del decrecimiento ha ido levantando: decrecimiento no es recesión. No equivale a retirar bruscamente las estructuras del capitalismo como existen hoy y esperar a que de alguna forma los bosques vuelvan a brotar. Por una parte, los primeros puntos de partida serán un trabajo de restauración y regeneración —junto con las compensaciones adecuadas desde los nodos donde la riqueza se ha concentrado en los últimos siglos hacia las zonas de despojo. Por otra parte, es necesario precisamente articular otro entramado institucional, social, cultural—incluso emocional y corporal—que traiga a la vida una nueva civilización no empleo-céntrica. No será fácil, requerirá reconstruir formas de darnos el sustento (nuestra comida, salud y educación) sin depender del dinero capitalista que usamos hoy. Tendremos que re-pensar nuestras monedas y su uso como medios de intercambio y simbolización de valor; volver a ponerlas al servicio de la voluntad y necesidades de las mayorías. Pero el problema no es sólo logístico. Paralelamente, nuestros supuestos morales más profundos han llegado a estar sustentados en la idea de que “el trabajo dignifica” y que todas deberíamos trabajar en un empleo para ser “verdaderas” integrantes de la sociedad. Se necesita una transformación civilizatoria en el sentido más profundo del término.

La Renta Básica Universal ha sido desde sus orígenes una idea potente y atractiva porque logra unir claramente cuestiones económicas y políticas que suelen tratarse por separado. Al hablar de ella, insistimos en que la libertad económica sin el reconocimiento de un derecho inalienable a la existencia es tiranía. Que declararnos iguales ante la ley es una ilusión si las personas deben acceder al empleo que puedan para no morir de hambre, aunque esto signifique, en la práctica, la esclavitud. La coyuntura socioecológica actual ofrece una tercera línea de argumentación: no basta con declarar que queremos “cuidar la naturaleza”. Necesitamos desactivar los mecanismos que hicieron posible y que amarran nuestra dramática situación actual y avanzar hacia otros horizontes de vida en común. Una que no dependa de la destrucción de la vida.

Gabriela Cabana-Alvear

Socióloga, MSc en Antropología Social y estudiante de doctorado en antropología por la London School of Economics and Political Science.

Un mundo en cambio, Iñaki Gabildondo | STM Galde

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