(Galde 25, uda/2019/verano). Rafael Ruzafa.
La superproducción francesa Un pueblo y su rey, dirigida por Pierre Schoeller, recorre los escenarios y el proceso revolucionario en Francia desde la toma de La Bastilla en julio de 1789 hasta la ejecución de Luis XVI en enero de 1793. Es decir, ese tiempo al que el historiador Rolf Reichardt se refirió como el de la sangre de la libertad, pero despojado de las fases del Terror y del protagonismo de los militares. La película encuentra el equilibrio narrativo entre la construcción de personajes, la crónica histórica y cierta recuperación memorial, complicadísima tratándose de acontecimientos más que bicentenarios. Las canciones, sin Marsellesa, juegan el papel evocador de las emociones que acompañan a la acción colectiva. El tratamiento de la luz acaso homenajea a la escuela pictórica de David. No están de más los discursos, convenientemente tasados, que sancionan o rechazan en la Convención Nacional la condena a muerte de «Luis, el Capeto». En la tribuna reconocerán a Robespierre, a Marat, a Saint Just.
En mi opinión, Schoeller acierta en la plasmación de los sectores populares urbanos que interiorizaron la politización y la radicalización y asumieron los objetivos de los jacobinos, volcando en la noción revolucionaria de ciudadanía un programa de igualdad y atención a las necesidades de los menos acomodados. La película narra desde abajo. Durante el metraje desgrana experiencias que llevan a la toma de decisiones, desde los andrajos hasta los uniformes revolucionarios (con escarapelas tricolores, con gorros frigios). Reserva a las mujeres un rol crucial, que las fuentes de época documentan con abundancia, y no chirría. Se detiene en el mundo del trabajo, con escenas de las lavanderas del Sena y de los artesanos del vidrio. Por último, aunque sin excesos, no se anda con chiquitas en el tratamiento de la violencia ejemplarizante. Incluso se atreve a sugerir algunos errores de estrategia por parte de los monárquicos. No esperen a Pimpinela Escarlata.