Gabriela Ybarra: El comensal,
Caballo de Troya,
Barcelona, 2015, 171 pp.
Rafael Ruzafa. Cuando asoma la batalla del relato del terrorismo en el País Vasco no se está pensando en la literatura, pero van llegando incursiones a tan rico filón temático. Gabriela Ybarra arma su novela, inequívocamente autobiográfica, con materiales de dos procedencias. De un lado, documentos recopilados de un tiempo que no vivió pero que sacudió a su familia, el del secuestro y asesinato por ETA (pm) de su abuelo Javier Ybarra Bergé a finales de 1977. De otro, sus recuerdos en torno a otro momento crítico, la enfermedad y fallecimiento de su madre. Ambos materiales, tan sensibles, se detienen en momentos y objetos personalmente valorados. Otros, sobre todo los ajenos, se apartan, en varias ocasiones con gran honradez expositiva. Tengo la impresión de que la autora hubiera querido mezclarlos más, acaso para explicarse a sí misma, y que lo ha conseguido a medias porque ha faltado el consentimiento autorizado de su padre, Enrique Ybarra Ybarra.
Si esto sólo fuese una crítica literaria, hablaríamos de subjetividad y de los nuevos aires entre ficción y no ficción que llegan a la narrativa española desde Francia. Los autores, en uso de su soberanía, se metamorfosean en personajes y ofrecen sus verdades hasta donde les apetece. De hecho, se reservan licencia para fingir, impostar o mentir. Nada que objetar, ningún límite establecido, que otros aporten fatwas. El resultado final se justificará por sí mismo, y cada cual, autores y lectores, se asomará desde su posición. De autores consagrados que juegan a este juego hablaremos otro día. Claro, no será lo mismo llamarse Bertín Osborne que Fulano de Tal. Obviaremos la posibilidad de negros a sueldo de famosos o adinerados. Supongo que en Caballo de Troya, sello de Random House, cuidan el producto.
Ocurre que éste, una opera prima, pasaría desapercibido si no lo firmase una Ybarra que cuenta algunas escenas de su familia. Ahí se establece un contrato con el lector, que como queda dicho también dispone de sus preferencias. Pese a la hondura de las emociones en la pérdida de la madre, en las que lo vivido resulta fundamental, esta parcela no motiva. No me malinterpreten, por favor. El texto respira autenticidad, rehuye el melodrama y se lee con placer. Sin embargo el público en el que me reconozco quiere la otra parte, la que por suerte o por desgracia no es sólo íntima. Y ahí la autora sólo puede ofrecer retazos de una herencia recibida. Se saborean, que conste, pero no evitan la sensación de que la narración vive de prestado. Salvo en lo que toca a la protagonista y la convierte en víctima del terrorismo: el miedo a perder a seres queridos, los atentados en Getxo, el cambio de residencia, las escoltas, las amenazas, el impuesto revolucionario.
Por este sendero humanizador salimos de la crítica literaria y nos sumergimos en el terreno de la historia por desvelar, que la novela apunta y rentabiliza. La autora-personaje quisiera hojear el diario de la guerra civil de su abuelo, que luego ocupó cargos públicos en Vizcaya. Historiadores profesionales también quisieran, porque sólo a partir de fuentes creíbles se genera conocimiento con solvencia. “Después de haber leído durante meses la historia de mi abuelo en las hemerotecas, comprendo que el símbolo de Neguri y de mi apellido aún perduran. Mi intimidad aún es política”, escribe Gabriela Ybarra. Inevitablemente, la saga ha pesado. No sé si lo sigue haciendo. Me barrunto que cada vez menos.
La novela menciona el interesantísimo Política nacional en Vizcaya, publicado en 1947 por Javier Ybarra. Su hijo y tío de la autora Javier Ybarra Ybarra, tras un excurso en torno al asesinato, pormenorizó algunos factores decimonónicos en Nosotros, los Ybarra (Tusquets, 2002). Más ambicioso, el estudio de Pablo Díaz Morlán (Marcial Pons, 2002) se amplió al siglo XX, en el que las vivencias socio-políticas tuvieron también desarrollos que hoy pudieran parecer ficción. Yo mismo me vi hace más de veinte años en la necesidad de referirme a ellos como factor imprescindible en la reconstrucción histórica de Barakaldo, en cuyo callejero sigue la calle Ybarra, con su cuesta hasta la desaparecida fábrica de La Punta.
En la perplejidad que me provoca lo sobrenatural me llamó la atención entonces, y ahora en la novela, la continuidad del fervor religioso como componente crucial para personas de las distintas generaciones. Con el proceso de desindustrialización (y reindustrialización paralela en otras zonas de la geografía vasca) prácticamente cerrado, otros novelistas encontrarán ahí pasto abundante a poco que escudriñen. Sobre terrorismo y víctimas quedan bastantes lagunas, aunque desde luego el barro del alto de Barázar donde apareció el cuerpo de Javier Ybarra no es el mismo en la segunda década del siglo XXI que en 1977.