(Galde 21 primavera/2018). Edurne Portela.
Como parte del ciclo “Luces en la memoria: Arte y conversaciones frente a la barbarie de ETA”, el Koldo Mitxelena Kulturunea de Donostia aloja estos días, comisariada por Fernando Golvano, una exposición de Eduardo Nave titulada “A la hora, en el lugar. 2008-2013”. Se trata de un conjunto de fotografías tomadas a la misma hora y en el mismo lugar en el que ETA había asesinado. La mayoría de las fotografías están sobriamente montadas sobre un soporte muy sencillo, con una luz cenital que las alumbra y que deja leer los textos periodísticos que las acompañan (titulares, transcripciones de noticias en la radio) y los datos concretos del asesinato: nombre de las víctimas, del lugar, fecha y hora. La sobriedad de la exposición acompaña sabiamente a la tragedia que se recuerda.
Tuve la oportunidad de ver la muestra el mismo día que participaba en un coloquio titulado “Relatos y reconocimientos en torno a las víctimas del terrorismo”. Para este coloquio había preparado un breve texto sobre la necesidad de realizar un duelo colectivo. Proponía que frente a los discursos de “superar” el pasado, nos atrevamos a reimaginar nuestra sociedad en base a la vulnerabilidad y la pérdida, en base a todo eso que hemos perdido como consecuencia de la violencia, empezando por reconocer nuestras pérdidas humanas. Este mes de febrero se han cumplido varios aniversarios importantes: Joseba Pagazaurtundua, Francisco Tomás y Valiente, Fernando Buesa, nombres que no se olvidan por la conmoción social que provocaron sus asesinatos. Pero hay otras víctimas que han pasado mucho más desapercibidas. En este trabajo que nos queda por hacer, lo que más nos cuesta es reconocer a las víctimas uniformadas, aquellas que nunca quisimos ver ni aceptar como parte de nuestra sociedad, en algunos casos ni siquiera como parte de nuestra humanidad. La mayoría son víctimas anónimas a las que no hemos puesto ni nombre ni rostro. Además de esas pérdidas irremediables, también perdimos a todos aquellos que tuvieron que dejar Euskadi por las amenazas que veían cumplidas en otros. Perdimos el espacio de lo público porque los más violentos se adueñaron de la calle (algunos recordarán aquellas concentraciones de Gesto por la paz en la que unos pocos se enfrentaban a insultos y amenazas de los “contramanifestantes”). También muchos perdimos la libertad y la capacidad de disentir (en el feminismo, en el ecologismo, en la insumisión): todas esas formas de rebeldía cooptadas por el aparato político de ETA, y en el caso de la juventud, por Jarrai. Sucumbimos a la inercia del que grita más alto y más fuerte. Y, aunque nos cueste aceptarlo, también perdimos la capacidad de empatía con aquellos que sufrieron otro tipo de violencia, como el terrorismo de Estado o el abuso policial. Esa pérdida también hay que incorporarla, aunque en el contexto de esta reflexión no dedique el espacio que merece.
Como consecuencia nos queda una incapacidad para reconocer que de esas vidas destruidas no son sólo responsables aquellos que apretaron el gatillo, aceptar que esas pérdidas son nuestras, colectivas. El trabajo de duelo significa asumir la pérdida y que la vida ya no es la misma; significa reimaginar nuestra narrativa vital en base a la incorporación de la pena y de la ausencia. A través del duelo se puede establecer un “nosotros”: cuando consideramos como parte de nuestra comunidad, de nuestra vida, a aquellos que han sido arrancados de ella por la violencia. Porque la pena nos vincula al otro, y nos vincula todavía más a aquello que hemos perdido, que está ausente porque ha desaparecido pero al mismo tiempo presente.
Ausencia y presencia, pérdida y duelo. Esto es, precisamente lo que subyace en la exposición “A la hora, en el lugar”. Las fotografías hacen visible la violencia a través de la reproducción del espacio donde se ejecutó. Es la evidencia de aquello que ha desaparecido —la vida humana arrebatada— y la constatación de que los lugares tienen memoria si les otorgamos la narrativa que los explican, que los dota de significado. Calles vacías, bancos desiertos, portales, entradas de garajes, encrucijadas, paisajes —como el bosque en el que encontraron a Miguel Ángel Blanco— en los que la maleza y la naturaleza, en los que la vida, al fin y al cabo, ha seguido su ritmo. Pero la fotografía, contextualizada por el ejercicio de memoria, nos devuelve otra realidad: la ausencia de los que murieron en esos enclaves es tan real como lo fue su muerte. Es una invitación a sentir la pérdida y a aceptar que estamos rodeados por los fantasmas de la violencia.
En el medio de la sala, un expositor en blanco salvo por esta leyenda: “10 de noviembre. El único día en el que ETA no ha cometido, en ningún año, ningún atentado con víctimas mortales”. Un solo día del calendario entre 1968 y 2011 en el que no hay una víctima que lamentar. Lo miro perpleja, lo fotografío. ¿Puede ser esto cierto?